El asesinato de Charlie Kirk no constituye un suceso ante el que podamos sentir indiferencia o lejanía porque, más allá de ser un asqueroso crimen político, debería servir para que los españoles, al menos aquellos que conserven un mínimo de cabeza fría, hagamos una reflexión fundamental sobre el significado y las consecuencias de la violencia política.

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En España no tenemos mucho que envidiar a los norteamericanos en cuanto a la violencia política. En uno u otro momento hemos asesinado a más presidentes de gobierno en activo que los que han caído en aquellas tierras y, además, hace mucho menos tiempo que allí, hemos tenido una guerra civil crudelísima que admite perfecta comparación con la de secesión en los EEUU. Por si fuera poco, la violencia política de ETA, los FRAP, los Grapo, y ciertos grupúsculos de extrema derecha amargó durante décadas nuestra nueva democracia, un fenómeno sin paralelo en los EEUU.

En las complejas sociedades contemporáneas o estamos a colaborar para que la convivencia sea posible o estamos a la eliminación del enemigo, supuestamente a erradicar el mal

El asesinato de este joven polemista, conservador, cristiano y trumpista bastante moderado, ha puesto de manifiesto cómo abundan entre nosotros, sin demasiada vergüenza, sujetos dispuestos a considerar que su ejecución ha tenido la lógica que se reserva para aplicar a la venganza popular frente a los que se supone, sin razón alguna, enemigos del pueblo: “han matado a un fascista”,  comentario que recuerda el infausto “algo habría hecho” con el que se aminoraba el crimen de los etarras cuando la víctima era un mero civil, porque se descontaba la legitimidad del asesinato de militares policías y políticos españolistas.

Por improbable que haya podido parecer, la izquierda woke ha conseguido crear en los EEUU un clima inquisitorial que ha propiciado una auténtica caza de brujas contra los universitarios de derecha a los que se acusa de cometer o propiciar una variada serie de crímenes contra colectivos débiles como la opresión de las mujeres, de los negros, de los homosexuales o de los que defienden la existencia de variados géneros más allá de la diferencia entre varón y hembra.

Lo grave de esa política es que se ha convertido en un gigantesco sistema censor que pretende privar de la palabra a quienes no estén conformes con los nuevos dogmas de la izquierda. En España hemos padecido algo semejante cuando en muchas universidades se ha conseguido impedir que determinadas personas a las que se acusa, con razón o sin ella, de defender tales causas puedan expresar libremente sus opiniones. No es exagerado pensar que esa privación de la palabra pueda tenerse por un antecedente de la privación de la vida en el caso en el que estos inquisidores pudieran ejecutarla sin excesivo riesgo. Es exactamente lo que hacen quienes han considerado el asesinato de Kirk como un acto de justicia popular.

El asunto es que, de no cortarse ese clima, del que también es responsable la extrema derecha trumpista, podríamos encontrarnos con que la gran nación norteamericana se encuentra de nuevo en riesgo de guerra civil. Lo que está ocurriendo es que la civilizada lógica que acepta el pluralismo y las discrepancias ideológicas como parte del conflicto que debe encauzar la política se ha sustituido poco a poco por la del enfrentamiento civil, un panorama que, en mi opinión, se empezó a dibujar nítidamente cuando se aceptó el marbete de “guerra cultural” sea cual fuere la intención con la que se puso en circulación.

En las complejas sociedades contemporáneas o estamos a colaborar para que la convivencia sea posible o estamos a la eliminación del enemigo, supuestamente a erradicar el mal, es una alternativa que no admite un tercio excluso como en el chiste de los vascos, se está a setas o se está a Rolex. No deja de ser significativo que uno de los teóricos más lúcidos y radicales de cierta derecha, hasta el punto de frisar con el nazismo, y me refiero al alemán Carl Schmitt, se haya convertido en un pensador admirado y escuchado por los grupos de la izquierda radical postsocialista.

Carl Schmitt confundió las deficiencias políticas de las democracias de anteguerra con lo que interpretaba como un error básico del liberalismo, una forma de cobardía e ingenuidad disfrazada de sentimientos inadecuados. Para él lo esencial en política era acertar con el enemigo e ir a por él con absoluta determinación. Apostar por el pluralismo, la libertad política y el comercio era abonarse a la debilidad y la derrota.

La democracia liberal se asienta en la posibilidad de establecer un marco constitucional regido por reglas en el que sea posible la competencia y la cooperación, la convivencia con el adversario para estabilizar el bien común de la paz y el fortalecimiento de la concordia.  En contra de este esquema liberal, los que adoptan un modo autoritario de pensar no aprecian otra libertad que la propia y viven para derrotar y aniquilar a quienes piensan y sienten de manera distinta, son totalitarios y en esa concepción se asienta la legitimación moral y el uso de la violencia.

Hayek definió la libertad como la posibilidad de que existan personas que puedan pensar y hacer cosas que no nos gusten, pero frente a esa lógica liberal, los totalitarismos, que ahora se disfrazan de populismo tanto a derecha como a izquierda, pretenden imponer por las bravas sus ideas, normalmente primitivas y torpes, sobre el bien y el mal y se disponen a actuar como el ángel exterminador, a eliminar lo que consideran la mala cizaña que impide las buenas cosechas.

En los EEUU ha habido crímenes políticos cometidos por la extrema derecha, como el asesinato de la congresista demócrata Melissa Hortman y de su marido, y es notoria la violencia verbal con la que se emplea el propio Trump cuando, por ejemplo, insulta de manera soez e intolerable a su antecesor en el cargo. Por el lado contrario ha habido un intento de eliminar a Trump en campaña y el reciente asesinato del jovencísimo Charlie Kirk. Son muchos los actos de violencia que han empezado a considerarse normales y constituyen una amenaza grave de cara al porvenir de aquella gran nación. Sanear el clima político es responsabilidad de todos, tanto de los demócratas como de los republicanos.

En España estamos asistiendo a una poderosa campaña para promover el pánico moral con la notable excusa del llamado genocidio de Gaza, es como si la izquierda extrema, que cada vez se distingue con más dificultad del gobierno de Sánchez, estuviese de ensayo ante un presumible triunfo del adversario.

En ambos casos es imprescindible que haya un creciente rechazo social a la violencia política si no queremos que el polvorín estalle y nos lleve por delante, no sería la primera vez. La transición política tuvo éxito porque la protagonizaron personajes que como Carrillo o Suárez habían vivido la guerra civil en sus carnes y tenían buenas razones para tratar de evitar su repetición al precio que fuere. Ahora parece que hornadas de jóvenes han olvidado de qué pasta estamos hechos y pretenden ganar con banderolas y diversos escraches lo que no son capaces de conseguir en la competición electoral. Hay que poner fin a ese clima de agitación constante porque, como ha escrito Francisco José Contreras, “descarguemos el lenguaje si no queremos que lleguen a cargarse las armas”.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web