El Centro de Investigaciones Sociológicas ha publicado el “CIS sentimental”, como lo llama la prensa. Los medios se han lanzado por el titular de que casi la mitad de los españoles, el 47%, está “de acuerdo” o “muy de acuerdo” con la afirmación de que se pueden tener dos o más relaciones a la vez. No sé cuánto tiene esa afirmación de realidad o de fantasía. Tener una relación ya me parece complicado, en general, como para meterse en una segunda o tercera. Pero el titular es significativo, yo creo, porque hace años la respuesta no hubiera sido la misma.
Lo mismo ocurre con las “relaciones abiertas”. Un 40,2% está de acuerdo en que «los miembros de una pareja puedan acordar tener relaciones sexuales con otras personas fuera de la pareja sin que haya vínculo sentimental». Sancionar moralmente un comportamiento así no implica asumirlo en tu vida personal, pero es una opinión que hubiera sido muy minoritaria hace sólo una o dos décadas.
Estabulados en espacios cada vez más pequeños, aislados por la fuerza de las relaciones que podamos hacer más allá de nuestro espacio más cercano, seremos más manejables para los dictadores del progreso; puede que hasta más mansos
Creo que la sociedad española está cambiando rápidamente. Parece que el compromiso a largo plazo entre un hombre y una mujer para tener hijos y criarlos está dando paso a otras formas de vida menos comprometidas. El número de nuevos matrimonios ha caído un 32 por ciento de 1975 a 2019. No escojo datos más recientes porque no estén condicionados por la pandemia. Pero es que la tasa bruta de nupcialidad ha caído un 55% en el mismo tiempo.
No es poco cambio. En el matrimonio, dos personas con capacidad de procrear mantenían un vínculo a largo plazo; algo tradicionalmente necesario si lo que se quiere es no sólo reproducirse, sino criar y educar a la prole, y prepararles para la vida adulta. Es cierto que ahora las sociedades son más ricas, desde luego la española lo es, y nos podemos permitir relajar esos vínculos, en la confianza de que los padres podrán sustentar a los hijos, solos o por separado, y con la ayuda del Estado del Bienestar.
Es más, la mayor riqueza nos ha permitido relajar la división sexual del trabajo, según la cual la mujer gobernaba la casa y el hombre conseguía el sustento, por más que esa división del trabajo no soliera ser completa. Con una división del trabajo familiar menos marcada, la necesidad de complementarse es menor y la independencia (sobre todo de las mujeres) es hoy mayor que antes.
Pero no es el único dato relevante de la encuesta del CIS. Aunque la prensa se ha lanzado por lo más llamativo, hay otros datos que también me parecen muy reveladores. A mi modo de ver, lo más importante, aunque es seguro que no es lo más nuevo, es lo que se refiere a la relación con los vecinos.
La pregunta número 4 dice: “En general, ¿en qué medida piensa ud. que cada uno de los siguientes grupos le ayudaría en el caso de que lo necesitase?”. La pareja, los amigos, los hermanos… la encuesta pregunta por cada grupo relevante a este respecto. Lo que me interesa es lo que ocurre con los vecinos.
Los participantes en la encuesta pueden valorar de 1 a 10 la seguridad de que les ayude. Un 1 significa que es seguro que no lo harán, y un 10 todo lo contrario. Si nos fijamos en los que responden 10 y, por tanto, están seguros de poder contar con el apoyo de los vecinos, llaman la atención dos datos. Uno, que las mujeres (21,6) confían más en los vecinos que los hombres (12,3).
Pero el otro es más relevante: se ve claramente que a medida que la población es más joven, confía menos en sus vecinos. Creo que merece la pena detenerse en los datos. Las horquillas de edad responden con un 10 del siguiente modo: 18-24 (6,9%); 25-34 (9,8%); 35-44 (13,8%); 45-54 (15,7%); 55-64 (19,2%); 65-74 (22,6%); 75+ (31,7%).
Una explicación posible de estos datos es que la gente mayor fuera más rural, y la más joven sea urbana. Y la vida urbana es más abstracta en las relaciones, y está menos unida a la localización de su vivienda y la vida que hay en derredor. Pero, aunque es probable que haya una corrección por este criterio, no parece explicar una diferencia tan radical.
Lo que parece es que con las generaciones de más edad se pierde una forma de vida vinculada a los vecinos. Y que la geografía, convertida en localización, tiene una importancia decreciente en nuestra forma de relacionarnos con los demás. Lo que podríamos llamar socialización vecinal está asociado a un conjunto de valores importantes. Sentir que se vive en común con las personas más cercanas geográficamente nos vincula con ese espacio común (el edificio, el barrio, el pueblo). Parece que a lo que vamos es a una sociedad más abstracta en las relaciones, en las que el elemento geográfico pierde importancia, y cede a otras consideraciones como las aficiones, las relaciones laborales u otras afinidades.
La tendencia es a que no conozcamos a nuestro vecino, y entablemos relaciones más profundas con personas que estén situadas en un amplio círculo geográfico, sobre todo si vivimos en una gran ciudad, o en su radio de influencia.
No considero que esta evolución sea negativa. Pero como todo cambio social profundo, exige una adaptación moral. Hay una nostalgia del vecino. Entiendo ese sentimiento, pero ¿cuántos de quienes lo expresan no llevan una vida que va en el sentido opuesto?
Por supuesto, esta tendencia va en contra de la última moda de los mandarines que quieren controlar nuestro comportamiento: la ciudad de los 15 minutos. Estoy convencido de que estabulados en espacios cada vez más pequeños, aislados por la fuerza de las relaciones que podamos hacer más allá de nuestro espacio más cercano, seremos más manejables para los dictadores del progreso; puede que hasta más mansos. Pero puede que no, que queramos seguir esta senda de relaciones menos basadas en el lugar que habitamos.
Foto: Christian Stahl.