La Unión Europea inicia esta década con el abandono de uno de sus miembros más significativos, no siendo éste su mayor problema sino evidenciando lo que verdaderamente la compromete: que está descoyuntada. Hay quienes, trascendiendo las repetidas disyuntivas integraciónexpansión y los debates sobre la Europa ‘de dos velocidades’, han advertido que el problema no radicaba esencialmente sobre el cómo, sino en la ignorancia del porqué. Joseph Ratzinger ha escrito ampliamente sobre la desorientación de Europa, que abandona su identidad histórica, cultural y moral para confundirse en una falsa antítesis entre tolerancia y verdad.

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Obviando la particularidad de sus raíces y la evidente superioridad en términos de progreso humano que en ellas se fundamenta, Europa ha abrazado un dogmatismo relativista cuyas filtraciones se aprecian cada vez en mayor medida. Este dogmatismo no se limita al ámbito político y cultural, donde se presenta como un actor internacional relevante que, sin embargo, camina de puntillas y claudica ante quienes afirman que todas las culturas poseen el mismo valor mientras endosa el pañuelo en sus visitas. También involucra a una moral que no tiene espacio en él y que se reduce, por tanto, a pura retórica. En palabras del propio Ratzinger: “Es cierto que hoy existe un nuevo moralismo cuyas palabras claves son justicia, paz, conservación de la creación, palabras que reclaman valores esenciales y necesarios para nosotros. Sin embargo, este moralismo resulta vago y se desliza así, casi inevitablemente, en la esfera políticopartidista”. Hoy todo es reivindicable en aras de la abstracta ‘justicia social’, condenar la guerra hace al salvador –en lugar de evitarla– y los profetas de la conservación de la naturaleza no sólo no dan ejemplo de ello, sino que ensombrecen con su sentimentalismo las evidencias y la importancia de la propia responsabilidad ante el problema. No acertaba sólo en esto, sino que en la misma conferencia añadía: “El concepto de discriminación se amplía cada vez más, y así la prohibición de la discriminación puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa.” Dicha censura es, además de selectiva, un comedero para el victimismo.

El infantilismo de varias generaciones que reivindican una carta de derechos que no deja de crecer ante un Estado benefactor que ha de sostenerles, suministrarles, salvaguardarles de todo riesgo como una red protectora, y que prácticamente consideran como un elemento más de la naturaleza

Esta no es la Europa que probablemente imaginaba Ortega y Gasset cuando la reivindicaba como solución a los problemas de España. Más bien, apenas difiere de la radiografía que hace de ella en La rebelión de las masas, viejo ensayo de triste actualidad, escrito con enorme clarividencia y tan lamentable acierto que se ha convertido en una de esas obras de las que se dice que son atemporales. Erró su autor, eso sí, al decir que la violencia que había progresado como norma había alcanzado su máximo exponente y, por tanto, cabía presagiar su descenso: publicado en 1929, a un Ortega y Gasset que había sido ya testigo de la Primera Guerra Mundial le quedaba aún por presenciar la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. Las generaciones de la Pax Europaea que apenas pudo disfrutar no son sino un duplicado de aquellas con las que convivió, y a las que se añade la ingratitud ante una concordia fraguada con mucha penuria y con la que juegan en su infinita vanidad. El proyecto europeo se asemeja más a una selva burocrática que se expande torpemente que a una alianza para la unión entre sus miembros, que sigue siendo necesaria para una adecuada convivencia. Bien decía: “Las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos… Mal puede gobernarlo este hombre medio que ha aprendido a usar muchos aparatos de civilización, pero que se caracteriza por ignorar de raíz los principios mismos de la civilización.”

No comienza el año España con mejor pie que sus socios, prueba de ello es el gobierno que se postula. Heredan una democracia constitucional que son capaces de subvertir, ya sea vendiendo el territorio a pedazos, pactando con terroristas, negociando una investidura en una prisión, o escupiendo a la separación de poderes –como evidencia lo sucedido con la Abogacía del Estado–. Que traicionen reiteradamente la palabra dada, que sean la viva imagen de la corrupción por la que supuestamente cesaron al anterior gobierno –mayor caso de corrupción en Europa, 2.800 millones en los cursos de formación, 800 más en los ERE– y que, en plenas negociaciones, desencadenen un conflicto diplomático empleando a los GEO para sacar del país a ex ministros del gobierno boliviano tras un pucherazo electoral, se tolera en nombre de su supuesta superioridad moral. Con esa misma arrogancia, pretenden imponer por medio de una ley de “memoria histórica” selectiva lo que hemos de expresar y reconocer sobre un conflicto que la mayoría de nosotros no ha vivido –obviando, por supuesto, la deshonrosa participación de su partido–. Viven del sentimentalismo y de la retórica: prometen blindar las pensiones, garantizar una vivienda digna y un puesto de trabajo con una Constitución de la que hacen lectura selectiva y que, por sí sola, no garantiza absolutamente nada.

Lo único que ha garantizado el progreso que quieren hacer creer que representan es un sistema al que repudian por determinar su posición en la sociedad en función de su respectiva aportación: el capitalismo. Como ha demostrado lo sucedido con sus socios en Venezuela, sus propuestas terminan refutadas por la propia realidad y los errores los pagaremos todos nosotros. No habiendo prosperado por su dignidad, esfuerzo y virtud, sino a base de servilismo e hipocresía, saben adaptar su discurso a lo que Ortega y Gasset definía como “masas mimadas lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.”

Este es uno de los mayores problemas, no sólo de España y de Europa, sino a nivel global: el infantilismo de varias generaciones que reivindican una carta de derechos que no deja de crecer ante un Estado benefactor que ha de sostenerles, suministrarles, salvaguardarles de todo riesgo como una red protectora, y que prácticamente consideran como un elemento más de la naturaleza. Pertenezco a una generación que ha nacido en una etapa de prosperidad sin precedentes, que no ha tenido que construir desde la miseria, que da por sentado lo que posee y que, en algunos casos, se cree con el derecho de exigir. Y, entre quienes reclaman aquello que no les pertenece por el simple hecho de haber nacido, abundan aquellos a quienes no les importa hacerlo a costa de los demás. 

Remitiéndome de nuevo al brillante análisis de Ortega y Gasset: “El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una y otra vez por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.”

No por anclarme en el desasosiego, sino por no ceder ante la resignación, comparto estas reflexiones sobre la década que ahora inauguramos. Agárrense los machos.


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