Como ustedes saben, un Pleno del Ayuntamiento de Madrid ha aprobado recientemente una proposición de VOX para retirar los nombres de los dirigentes socialistas Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto del callejero de la capital en virtud de la aplicación de la llamada ley de Memoria histórica de Rodríguez Zapatero. Ante esa iniciativa y, también, ante las respuestas que ha provocado en el ámbito historiográfico, quisiera dar mi opinión como historiador que no se representa más que a sí mismo. A ello dedico el presente artículo.

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El uso de la historia para fines partidistas no debe ser justificado ni menos respaldado por los historiadores, cuya misión –una de ellas, al menos- es desenmascarar esa tergiversación del pasado. Muy por el contrario, hemos visto en los últimos tiempos cómo se ha intensificado la tentación –que ha existido siempre- de poner la historia al servicio de la política, actuando de consuno políticos e historiadores, o bien políticos metidos a historiadores o estos últimos poniéndose a las órdenes de los partidos. En consecuencia, los períodos y hechos más problemáticos de nuestra historia reciente se han visto sometidos a la lucha partidista.

Cuando los intérpretes progresistas de nuestra guerra civil se ven conminados a reconocer que en la zona republicana también se cometieron “excesos” (delicioso eufemismo para definir las chekas y la represión made in Moscú), lo admiten sotto voce, para enfatizar de inmediato que en la otra zona fue mucho peor, más muerte y crueldad y, sobre todo, más injustificable

Dado el abrumador predominio progresista en los medios universitarios españoles, la mayor parte de los historiadores han suscrito, cuando no auspiciado, la interpretación y, lo que es peor, la instrumentalización del pasado mantenida por la izquierda en el debate político. En concreto, la conocida como ley de Memoria histórica de Zapatero ha sido celebrada de forma generalizada en los más diversos foros. La producción historiográfica española se ha visto contaminada de raíz por ese mal, en un sentido u otro: en muchos casos –no en todos- no se busca iluminar etapas controvertidas como la II República, la guerra civil, el franquismo o la transición, sino utilizarlas como armas arrojadizas contra el adversario político.

Considero, por otro lado, que no es misión de los poderes públicos establecer una “memoria histórica” ni una “memoria democrática” ni nada que se le parezca, porque en una sociedad plural ni hay ni puede haber una sola memoria sino muchas (quizá tantas como individuos). La equiparación de memoria e historia se presta no ya a confusión sino a manipulación. No es lo mismo memoria que historia y esta, en todo caso, debe ser materia de los historiadores. Una vez dicho todo eso, que son verdades de perogrullo, queda lo más difícil: ser consecuente en el rechazo del uso del pasado con fines políticos. Por decirlo en los expresivos términos unamunianos, tanto cuando lo hacen los hunos como cuando lo hacen los otros.

Para ser coherente con el rechazo que me merece la ley de Memoria histórica y no caer ahora en el doble rasero que acabo de denunciar, debo pues alzar la voz contra las iniciativas de signo contrario, por más que muchos se alegren de que los socialistas prueben ahora su propia medicina (alguacil alguacilado). Como historiador, no puedo silenciar además que la proposición de VOX está formulada en términos simplistas, estereotipados e inexactos, configurando el típico discurso que refuerza a la izquierda más sectaria, porque es un reflejo especular de ella, a menudo corregido y aumentado. PP y Cs se han hecho a sí mismos un flaco favor votando a su favor.

Para que la farsa alcance nivel de esperpento, debe añadirse o recordarse que al menos uno de los nombres de la controversia, el de Indalecio Prieto, figura en el callejero madrileño por aprobación del consistorio municipal bajo la égida del PP. ¡Signo de los tiempos que corren! No ya como historiador, sino como simple ciudadano, tengo que deplorar aquí la sustitución del espíritu de concordia e integración de antaño por el presente estado de hostilidad y exclusión. Personalmente, repudio además los términos zafios y maniqueos que se usan desde parte y parte. Un lenguaje absolutamente inaceptable desde una perspectiva democrática.

La decisión del Ayuntamiento madrileño ha dado lugar a un Manifiesto firmado por una pléyade de historiadores españoles e hispanistas: “Sobre Largo Caballero, Prieto y Vox. Un informe técnico”. El manifiesto es una prueba palpable de la doble vara de medir que, sin pudor alguno, ha adoptado gran parte de la profesión historiográfica en España: aplauso entusiasta de las interpretaciones del pasado realizadas por los propios y salida en tromba cuando la hacen los adversarios. El escrito en cuestión trata de ampararse en “un juicio estrictamente técnico” –adjetivo que se repite y aparece incluso en el título- y apela insistentemente a su supuesta condición científica, documental, investigadora, solvente y verificable. Como si la historia fuera una ciencia exacta, el manifiesto –o los “abajo firmantes”- se declaran en posesión de la verdad, por lo menos en lo relativo a los hechos y personajes que mencionan en el documento.

No hay demócrata sin pleno reconocimiento de la legitimidad del adversario para gobernar, algo que la izquierda de entonces (¿y la actual?) se resiste a admitir. La revolución del 34 sigue presentándose como un justificado levantamiento obrero (recordemos que contra el gobierno legítimamente constituido, que era, ¡oh, casualidad!, de derechas). Al hablar de la violencia de la revolución de Asturias, el manifiesto subraya la brutal y salvaje represión de “las fuerzas gubernamentales”, en tanto minimiza las pérdidas de estas últimas como bajas en “combates con las fuerzas revolucionarias”.

Hablando de minimizar, eso mismo se hace con el pucherazo parcial de las elecciones de febrero de 1936, presentadas como “un fraude puntual”, que “no varió sustancialmente el resultado”. Lejos de cualquier consideración sobre dicha actitud fraudulenta, fuera o no determinante, se desliza la consideración de que la democracia –incluso en la mitificada II República, una “democracia burguesa”- solo es una etapa transitoria que debe ser superada en cuanto se disponga de fuerza para ello. No deja se ser sintomático en este sentido que se condene sin paliativos la deriva totalitaria (nazi y fascista), mientras que se presenta la ideología revolucionaria de signo opuesto como mera “defensa preventiva”.

La interpretación progresista de nuestra historia insiste siempre en distinguir dos tipos de violencia. Por un lado, la fascista y militarista (y en este caso también monárquica, todo en el mismo lote): una violencia con responsables concretos, planificada y sistemática, ejecutada con crueldad, rasgos que conducen a “los episodios más sangrientos” y “actos de brutalidad dignos de una campaña colonial”. En contraposición, la violencia popular es reactiva o defensiva, pero sobre todo espontánea. Como suele decirse de la derrota, la violencia popular no tiene padres y, por tanto, a la hora de pedir cuentas, las responsabilidades se diluyen.

Cuando los intérpretes progresistas de nuestra guerra civil se ven conminados a reconocer que en la zona republicana también se cometieron “excesos” (delicioso eufemismo para definir las chekas y la represión made in Moscú), lo admiten sotto voce, para enfatizar de inmediato que en la otra zona fue mucho peor, más muerte y crueldad y, sobre todo, más injustificable (el clásico ¡y tú más!) Esta parcialidad se desata al tratar directamente de las ejecuciones sistemáticas cometidas en la zona republicana durante la guerra civil, una vez más mimimizadas como “algo habitual en toda guerra”.

Incluso aceptando esta normalidad, las matanzas de Paracuellos seguirían siendo una salvajada, tan injustificables como otros muchos desmanes ocurridos de un confín a otro de la geografía española. Con el inconveniente en este caso de que dichos asesinatos masivos se cometieron siendo presidente del Consejo de Ministros don Francisco Largo Caballero. Ello no autoriza a llamarlo directamente criminal, como hace VOX, porque esa calificación solo la podría dictar una sentencia judicial con todas las garantías. Pero es obvio que ello no le exime de una demoledora responsabilidad política.

El proceso de aprender del pasado no pasa por borrar sus huellas, es decir, los monumentos o estatuas que nos ha legado. En el caso del pasado más cercano o conflictivo, el nombre de nuestras calles y plazas es indicativo en muchos casos de adhesiones dignas de mejor causa, es decir, mudos testigos de nuestra estupidez. Empeñarse en cambiar esos nombres -hoy estigmatizados desde una perspectiva o su contraria-, como si ello tuviera por si solo un efecto taumatúrgico, solo muestra nuestra contumacia en dicha estupidez.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).