La cárcel y las jubilaciones son dos servicios que el Estado ofrece y que, por distintas razones, se hayan ahora mismo bajo sospecha. Es muy bueno que se ponga en tela de juicio cualquiera de las prestaciones que nos ofrecen los poderes públicos, pero sería muy deseable que ese juicio crítico se hiciese con cierta agudeza.

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Para empezar, es notoriamente insuficiente que nos fijemos en los fines que ambas instituciones proclaman, especialmente si no prestamos atención, al tiempo, a los resultados efectivos que ofrecen. Como es lógico, el Estado se presenta siempre ante sus deudos con las mejores proclamas, y lo hace ocultando no ya pudorosamente, sino de modo muy artero, el coste de sus servicios.

Si le preguntamos a un político o a cualquier servidor público, las prestaciones estatales están llenas de ventajas: casi se acercan a insinuar que nos dan mucho a cambio de nada

Si le preguntamos a un político o a cualquier servidor público, las prestaciones estatales están llenas de ventajas: casi se acercan a insinuar que nos dan mucho a cambio de nada. Obviamente, esto es falso, y la clase de explicaciones que insisten en los ideales sin molestarse en el cálculo simple de los efectos son parte de una enorme mentira, de un engaño interesado. No se descubre ningún secreto si se afirma que siempre que le preguntemos, por ejemplo, a un inspector de hacienda por las bondades de los impuestos obtendremos una loa interminable, incluso con cierta lírica, especialmente si el Estado se ha preocupado de garantizar a estos probos funcionarios una prima por productividad, por sacarnos cuanto puedan, como si fuesen agentes de una inmobiliaria.

Los impuestos se justifican en la teoría, por contribuir a la justicia social, las cárceles por la reinserción de los delincuentes y las pensiones por la solidaridad, pero, tras esas bellas intenciones, hay siempre algo más, y quienes ganan mucho con que no lo sepamos han demostrado una rara habilidad en ocultar tanto sus intereses como el importe exacto del negocio.

Dicen que la prisión permanente no se ha demostrado eficaz para disminuir el número de víctimas, sin embargo, jamás solicitarían la derogación de la ley de violencia de género, que no ha demostrado mayor eficacia

Estos días, por ejemplo, se ha discutido, en un clima intensamente pasional, si es oportuno derogar una determinada ley penal, y los partidarios del caso dicen que la prisión permanente no se ha demostrado eficaz para disminuir el número de víctimas, un razonamiento interesante, pero que no aplicarían jamás, por ejemplo, para solicitar la derogación de la ley de violencia de género, que no ha demostrado mayor eficacia.

Este argumento, manejado con una lógica tan torticera, sirve, por tanto, para encubrir otras intenciones, en particular para preservar el monopolio de la moral justiciera que se administra con el argumento de la reinserción, sobre cuya eficacia tampoco se indaga en extremo, y es que hay cosas que les parecen a estos defensores de la moral pública que están más allá de cualquier discusión.

El bien público es concebido por el pensamiento dominante como una variante del colectivismo, que nadie se preocupe por su caso, que el Estado se preocupa por todos

Fijémonos en las pensiones. El argumento de la solidaridad parece moralmente excelente, pero oculta un par de cosas, primero, que no hay solidaridad que valga cuando el pago se obtiene de manera obligada, y, en segundo término, que esa llamada a la solidaridad puede servir, en realidad, para reforzar la dependencia de los individuos respecto al Estado, para quitar de la cabeza a los ciudadanos cualquier preocupación sobre su futuro, y por eso se persigue con tozudez, cualquier plan privado de previsión.

Y esa maniobra de despiste se agrava cuando efectivamente ocurre, como ahora pasa, que la supuesta solidaridad intergeneracional, los jóvenes que trabajan pagan las pensiones de los viejos que ya no lo hacen, ya no provee la base suficiente porque la relación entre los trabajadores en activo y los pensionistas es ya notoriamente insuficiente para mantener esta pirámide financiera. Pero el bien público es concebido por el pensamiento dominante como una variante del colectivismo, que nadie se preocupe por su caso, que el Estado se preocupa por todos.

La izquierda que habita en todos los partidos se obstina en ocultar el hecho de que las previsiones públicas fallan, que muchos delincuentes acaban demasiado pronto en la calle y vuelve la burra al trigo sin que la reinserción obre apenas milagros

En ambos casos, la izquierda que habita en todos los partidos se obstina en ocultar el hecho de que las previsiones públicas fallan, que muchos delincuentes acaban demasiado pronto en la calle y vuelve la burra al trigo sin que la reinserción obre apenas milagros. Ocultan también que las pensiones van a ser muy pronto insostenibles con el esquema financiero que las funda. Estas ocultaciones ya no se pueden considerar ni siquiera malintencionadas, porque culminan la tradición básica de este tipo de políticos, hacer como que regalan los servicios, negar que los cobren, promover una gratuidad que es más falsa que una moneda de siete euros.

Si alguna vez hubiese un gobierno medianamente liberal en España, lo primero que debería hacer es separar el precio de los bienes de consumo de los impuestos con que se gravan, de forma que cuando cualquiera fuese a comprar un reloj de cien euros se encontrase con que debería pagar más de doscientos, lo que realmente vale más el suplemento impositivo que se llevan el Estado, las CCAA y los ayuntamientos. Esa pedagogía enseñaría a los ciudadanos más que cien tratados de Economía, aprenderían que es falso que el dinero público no sea de nadie, pues, por el contrario, es de todos, es nuestro, y que deberíamos aplicarle a su gasto, al menos, el mismo celo que ponemos con las cuentas de la comunidad de vecinos.

Claro es que ese día, comprenderíamos el recibo de la luz, y comenzaría la cuenta atrás de la indecible credulidad ciudadana frente a las bondades de lo púbico, de la inserción de los delincuentes, de la sanidad gratuita y de las ventajas de pasar de curso sin aprobar las asignaturas. Y eso, sería una desgracia para muchos, ¿no les parece?


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web