Al menos dos generaciones de españoles están convencidas de que Miguel de Cervantes Saavedra, nuestro más ilustre novelista, fue acosado por la Inquisición, enjuiciado e incluso condenado, y que su libro más célebre, Don Quijote de la Mancha, fue, asimismo, perseguido. Si usted, amable lector, está por encima de los 50 años, quizás se encuentre entre ellos, de modo que no permitiré que continúe en tal error ni un minuto más: es una completa invención; no hay constancia de nada de eso. Pero este caso es un ejemplo especialmente adecuado para entender cómo la leyenda negra se ha infiltrado en nuestra percepción popular y cómo ha logrado mantenerse, contra el viento y marea de los datos y evidencias.

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El origen de esta mentira que nos ocupa, pues así debe ser consignada, como una falsedad manifiesta, está en la serie de televisión ‘Cervantes’, de Alfonso Ungría, que fue emitida por TVE en tiempos de UCD. Una serie abundantamente distribuida en DVD -a menudo haciendo pack con la excelente, esta sí, serie de ‘El Quijote’ de Manuel Gutiérrez Aragón- que este mes busca una nueva vida comercial en el formato blu ray.

La trama de esta peculiar biografía, muy poco convencional, coloca en el centro de la historia la inquina de un perverso inquisidor, empeñado en amargarle a Cervantes sus últimos años de vida. El relato, carente de cualquier pudor histórico, llega al extremo de inventarse un juicio contra el escritor después de muerto, con condena incluida. Eso sí, una voz en off le explica inmediatamente al espectador que no hay constancia alguna de que tal juicio se produjera, pero que perfectamente pudo ser, lo que basta para justificar la invención. Y eso porque la Inquisición, ya por entonces, operaba como un tenebroso saco sin fondo al que podían imputársele todas las maldades, miserias y aberraciones que uno quisiera imaginar, y frente a las que nadie osaría protestar. Sobre todo, si, como ocurría en este caso, la serie contaba con el aval literario de una figura como Camilo José Cela, que todavía no había recibido el Premio Nobel, pero ya era una celebridad cultural y un figura de incuestionado prestigio.

Nuestras propias élites han emborronado, cuando no manchado, el entendimiento de nuestra propia historia, llevando el terreno de la autocrítica legítima hasta la deformación de nuestro pasado y la asunción como ciertos de hechos falsos de solemnidad

Las razones por las que un director como Alfonso Ungría pudo cometer tal exceso las podemos deducir de lo que él mismo explicó antes del estreno: se trataba de desvelar a los espectadores, por primera vez, y con toda crudeza, “la realidad” de la Inquisición y de la Iglesia de la época. En este sentido, ‘Cervantes’ es una obra que anticipa algo que actualmente está muy a la orden del día en los distintos activismos, y atavismos, que nos asedian: es legítimo mentir si, mediante la mentira, logramos que aflore la verdad. Una verdad que nosotros, los que mentimos, por descontado sabemos bien cuál es.

Más difícil de entender resulta la implicación de Cela en esta impostura. Salvo, claro, que entendamos que su caso no es una excepción, sino, al contrario, el último ejemplo de una larguísima cadena de complicidades de nuestras élites con la leyenda negra. La estudiosa Elvira Roca Barea ha realizado la primera aproximación a este ingente drama de nuestra memoria histórica en su ensayo ‘Fracasología’. Allí se ve cómo, con la llegada de los Borbones a España, se inicia un proceso por el que sólo las élites que asumen la leyenda negra, y se desmarcan del pasado ‘oscuro’ de los Austrias, encuentran vía de acceso a la promoción social y cercanía al poder político. Esto conduce a la confluencia de dos fenómenos paralelos: quienes, por propia convicción, asumen la visión negra de nuestra historia y ven en el afrancesamiento ilustrado el camino del progreso, son los promovidos y los que prosperan. Y, por otra parte, los que quieren ascender aprenden enseguida que el peaje que hay que pagar es el consentimiento con la leyenda negra. Y a fin de cuentas, en este contexto, ¿quién va a partirse la cara por defender la Inquisición?

La leyenda negra ha colocado al Santo Oficio como la máxima y peor expresión de la intolerancia de la época, que no fue poca. Pero esto no se ajusta demasiado a la verdad. Al menos desde que el Vaticano abrió sus archivos y permitió que se consultaran los documentos oficiales, hay bastantes argumentos para defender que la Inquisición, muy al contrario, probablemente fue la mejor versión del mal de su tiempo. Los libros de Pedro Insúa ‘1492’, Iván Vélez ‘Sobre la leyenda negra’ o, de nuevo, Elvira Roca, ‘Imperiofobia y leyenda negra’, entre otros muchos que han ido surgiendo en los últimos años, aportan abundantes datos y criterios para reconsiderar el juicio. Ahora sabemos, por ejemplo, que el Santo Oficio sólo autorizaba un número limitado de métodos de tortura, los menos lesivos, y que había orden de pararse si había riesgo de causar daños permanentes. Sabemos también que el número de ejecutados es mucho más reducido de lo que solía pensarse (entre 5.000 y 7.000 según las distintas estimaciones, y a lo largo de dos siglos). Y que los juicios eran notablemente garantistas para la época, aunque desde nuestra visión de hoy, lógicamente, no nos lo parezcan, y de hecho los procesos se alargaban tanto que a veces la verdadera condena era el encarcelamiento preventivo.

De hecho, si podemos estar bastante seguros de que la Inquisición ni procesó ni juzgó a Cervantes es, justamente, porque este tribunal era extraordinariamente escrupuloso en la generación de documentos escritos de todas sus actuaciones. A diferencia, por cierto, del modo mucho más opaco y menos garantista como la Europa protestante persiguió la herejía, sin dejar apenas registro de sus actos. En el lado negativo, esta mayor transparencia proporcionó abundante munición precisa y detallada de las actividades del Santo Oficio, que pudo ser fácilmente utilizada para denigrarlo. Allí donde no había documentos, el recurso a la demagogia y a la propaganda sentimental era más difícil.

Por otra parte, sugerir que la obra de Cervantes fuera perseguida no tiene demasiado sentido. La obra salvó la censura eclesial -como consta en el nihil obstat que encabezaba la primera edición- prácticamente sin incidentes y su autor tan sólo se vio obligado a suprimir un pequeño fragmento de la segunda parte, en el capítulo XXXVI. Concretamente, lo siguiente: “…las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada”. Pero, desde el principio, la novela tuvo un enorme éxito popular inmediato -que, en realidad, sólo se interrumpió, o se debilitó, con la llegada de la Ilustración- lo que propició que, muy rápidamente, se planteara el editarla en otros países y en otras lenguas.

Y ¿qué decir de la imagen que la serie ‘Cervantes’ ofrece de la Iglesia de la época y de su rigor? Pues a todo lo dicho ya hay que añadir que la serie no sólo se inventa lo que no existió -la persecución, el proceso judicial y la condena- sino que oculta lo que sí conocemos a ciencia cierta, y que está abundantemente documentado. Y es que ‘Cervantes’ toca prácticamente de refilón el papel esencial jugado en la vida del novelista por un religioso bien concreto, real y documentado: el padre redentorista trinitario Fray Juan Gil, la persona que logró reunir el dinero necesario para rescatar de su cautiverio en Argel al autor de las Novelas Ejemplares. El hombre que, por decirlo claramente, salvó su libertad y, quizás, su vida, y al que debemos, siquiera sea indirectamente, todas las obras que Cervantes escribió después, que son las que le han asegurado la inmortalidad.

Recordemos brevemente la historia. El novelista fue apresado por los berberiscos en su viaje de regreso a España, tras la batalla de Lepanto, donde resultó malherido en una mano. Para su desgracia, los piratas le encontraron encima una carta de gratitud y alabanza que le había entregado Don Juan de Austria, lo que indujo a sus captores a pensar que se trataba de una personalidad importante, y los llevó a reclamar por él un rescate económico muy superior al habitual. Un rescate que sus padres y hermanas eran incapaces de reunir, ni siquiera recurriendo a los préstamos, como hicieron. Por ello, el papel de Fray Juan Gil fue esencial, pues completó los recursos familiares con parte del fondo general que la orden recaudaba, mediante limosnas, para la liberación de cristianos sin recursos. Incluso tomó prestado dinero que había sido aportado por los familiares de otros presos, y que usó para salvar a Cervantes, como relata con detalle Isabel Soler en su breve, pero imprescindible, libro ‘Miguel de Cervantes: los años de Argel’. No sólo eso, sino que únicamente el empeño y la diligencia del trinitario impidieron que terminara en Constantinopla, con un destino incierto, pues el acuerdo con el moro Hasán Veneciano se cerró justo cuando estaba a punto de partir el barco, con destino a Turquía, en el que había sido ya embarcado el novelista, junto a otros muchos presos cristianos como él encerrados en Argel.

Además de todo ello, Fray Juan Gil jugó un papel esencial en la elaboración de “La información de Argel”, el informe con el que el escritor avalaba la limpieza de su comportamiento y su lealtad a la fe cristiana durante los cinco años que pasó en aquella región. El informe respondía a las maledicencias, bien reales en este caso, del dominico Juan Blanco de Paz, que efectivamente sí intentó perjudicar la reputación y la fama de Cervantes. Pero no en nombre de la Inquisición, ni de ninguna otra institución, sino a título particular y por su propio interés, para tapar sus propias miserias, como explica Isabel Soler. Y, para su defensa, Don Miguel contó con la decisiva y desinteresada colaboración de ese otro religioso, del redentorista trinitario Fray Juan Gil.  La mención que se hace de esta enorme labor en la serie televisiva es puramente anecdótica; un mero apunte. Pero no fue percibida así por el afectado, que quedó agradecido de por vida hacia la orden que le había salvado la vida. Por ello, en la hora de su muerte pidió ser enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid.

La serie ‘Cervantes’ es, en resumen, una buena prueba de que la leyenda negra nunca dejó de estar vigente, y de que sigue estándolo, como hemos podido comprobar muy recientemente gracias a las campañas, sólo en apariencia incomprensibles, contra las estatuas de Cristóbal Colón, la reina Isabel la Católica, Fray Junípero Serra o el propio autor de El Quijote. Pero la serie también acredita la ligereza políticamente interesada con que nuestras propias élites han emborronado, cuando no manchado, el entendimiento de nuestra propia historia, llevando el terreno de la autocrítica legítima hasta la deformación de nuestro pasado y la asunción como ciertos de hechos falsos de solemnidad. En el caso de ‘Cervantes’ podríamos decir que, en nombre del anticlericalismo, valía todo. Y la huella de la mentira aún reaparece de vez en cuando entre nosotros.

Imagen: óleo sobre lienzo de Eugenio Oliva (1883)


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Vidal Arranz
Comencé en El Norte de Castilla y allí he retornado, ahora como colaborador, tras haber hecho literalmente de todo en El Mundo de Castilla y León y El Mundo de Valladolid. Con más de 30 años de ejercicio profesional del periodismo a mis espaldas contemplo con perplejidad, no exenta de curiosidad, el mundo que me rodea, que se ha convertido en un desafío intelectual apasionante e inquietante a la vez.