Desde los tiempos de la llamada revolución científica, acontecida en el siglo XVII, la ciencia ha sido considerada el paradigma del saber objetivo y desprejuiciado por antonomasia. La matematización de la naturaleza, ideal ya vislumbrado por los pitagóricos, alcanzó su máximo desarrollo en la obra de autores como Galileo, Newton o Robert Boyle. Esta concepción de la ciencia como paradigma del saber objetivo vinculado a la racionalidad entró en crisis debido a la labor crítica de la llamada Escuela de Frankfurt, una de las corrientes de pensamiento de las que se nutre la llamada New Left surgida a finales de los años 60.
Hoy en día uno de los puntos fundamentales que se encuentra en todos los argumentarios en favor del llamado cambio climático de origen fundamentalmente humano es el del supuesto consenso científico en torno a la cuestión del calentamiento global del planeta como consecuencia del incremento de las emisiones de CO2 en la atmósfera.
Si la ciencia, que es el paradigma del conocimiento objetivo, neutral y desprejuiciado, afirma categóricamente que nuestro planeta está en riesgo de extinción, ningún político, ciudadano, filósofo o criatura racional debería albergar duda alguna respeto a la cuestión. La ciencia, cuya relación con el pensamiento radical de izquierdas ha sido ambivalente, ha pasado de ser una instancia enemiga del cambio social y político de corte progresista a convertirse en su principal aliada. Más aun, parafraseando la célebre fórmula que sintetizara la subordinación de la filosofía con respecto a la teología en la edad media, hoy en día la ciencia se ha convertido también en una nueva sierva de esa forma de teología secularizada en la que se ha convertido la ideología.
La ciencia, cuya relación con el pensamiento radical de izquierdas ha sido ambivalente, ha pasado de ser una instancia enemiga del cambio social y político de corte progresista a convertirse en su principal aliada
No siempre fue así. Durante buena parte de los años 50 y sesenta, coincidiendo con la fase más álgida de la llamada Guerra Fría, la ciencia fue vista por buena parte del pensamiento más radical de izquierdas como un aliado preferente del imperialismo capitalista. Curiosamente buena parte de esa intelectualidad científica y filosófica representada por nombres ilustres como los de William Bragg, Julian Huxley, Bertrand Russell o Maurice Willkins no se mostró nunca tan crítica con respecto a la instrumentalización de la ciencia por parte del otro bloque, el del imperialismo soviético.
Esto se explica por dos razones. Una, la propia constitución epistémica del marxismo, que en su versión marxista-leninista, se arrogaba la condición de científica. La otra, el carácter de praxis transformadora de la propia realidad que anida en la interpretación marxista de la ciencia. Frente a la visión puramente contemplativa de la ciencia, heredera en último término de una visión aristotélica, el marxismo opta por un modelo alternativo de ciencia, que no se limita a ser un mero aparato ideológico del estado capitalista (Althusser) sino que pueda contribuir a su transformación. Un ejemplo de esto último se aprecia en el llamado Lysenkoísmo. Esta visión sobre la ciencia agrícola, que aunaba conocimientos científicos ya superados a mediados del siglo XX como eran el lamarckismo, contradecía los últimos descubrimientos en materia genética, como el entonces recientemente descubierto ADN. El Lysenkoísmo permitía teorizar sobre una posible transformación de la naturaleza para hacerla compatible con las exigencias ideológicas del estalinismo. Así a mediados de los años 50, y hasta bien entrados los años 60, la genética occidental se convirtió en pura superstición y enemiga de clase del pueblo soviético
Casi al mismo tiempo la propia ciencia del bloque capitalista recibía sus propias críticas por parte de los frankfurtianos. Max Horkheimer en Observaciones sobre ciencia y crisis analiza la función legitimadora del sistema de producción capitalista que ha tenido la ciencia. La propia constitución de la economía política como una ciencia social a finales del siglo XIX conllevó que conceptos clave de la economía como utilidad, escasez o competencia pasaran de ser considerados conceptos político-liberales para convertirse en conceptos racionales y por lo tanto universales
En su famosa Crítica de la razón instrumental Horkheimer afirmaba que la racionalidad objetiva, de la que pretendía ser expresión el conocimiento científico, se asociaba a la ciencia una concepción materialista, cosificadora e imperialista de la naturaleza a la que buscaba someter. Como había ya defendido Marcuse en El hombre unidimensional la ciencia y la tecnología no están desvinculadas de las condiciones socio-políticas existentes. “Ante las características totalitarias de esta sociedad, no puede sostenerse la noción tradicional de la (neutralidad) de la tecnología. La tecnología como tal no puede ser separada del empleo que se hace de ella; la sociedad tecnológica es un sistema de dominación que opera ya en el concepto y la construcción de las técnicas”
Los autores vinculados a la llamada teoría crítica repararon en algunas de las influencias que recibieron padres de ciencia moderna como Darwin, cuya teoría de la evolución por selección natural se vio influida por la sociología evolucionista de autores como Comte o Herbert Spencer. La crítica a la instrumentalización capitalista de la ciencia llegaría hasta extremos cercanos a la alucinación paranoide a finales de los años setenta con el auge de desarrollos en la biología que partían de presupuestos evolutivos de corte darwiniano. Por un lado, con el auge de la sociobiología, disciplina que pretendía albergar un conocimiento integral de base genética que pudiera explicar el comportamiento social de cualquier ser vivo y que gozó de gran prestigio a finales de los años setenta y principios de los años setenta. La British Society for Social Responsability in Science, un grupo de científicos de ideas radicales de izquierdas atacó durantemente a la nueva disciplina llamada sociobiología. Para estos autores la llamada sociobiología se presentaba como una suerte de legitimación biológica de la sociedad capitalista que, a su juicio, adolecía de tres grandes carencias: establecía un isomorfismo injustificado científicamente entre propiedades sociales y biológicas en los sistemas sociales humanos, antropomorfizaba el comportamiento animal y reducía el papel de lo cultural hasta convertirlo en un puro apéndice de lo biológico.
El propio humanismo que destaca la capital importancia que ha tenido el desarrollo cultural de la especie empezó a ser seriamente cuestionado en el llamado posestructuralismo francés. Autores como Foucault o Derrida, en el ámbito de las llamadas ciencias humanas, prepararon el terreno para a labor antihumanista que se desarrolló en una buena parte del pensamiento biológico posterior.
A mediados de los años setenta el hematólogo francés Jacques Ruffié escribió un célebre ensayo titulado De la biologie à la culture en el que sostiene la tesis según la cual la cultura habría constituido el estado superior del proceso evolutivo de la vida y sin embargo ésta se habría también constituido en el mayor peligro para la supervivencia del propio planeta. Según esta visión el ser humano adolece de una especificidad orgánica muy desarrollada en relación con otros seres vivos, hasta el punto de que su supervivencia se habría visto seriamente comprometida caso de haber tenido que confiar exclusivamente en sus funcionalidades biológicas. No se trataba de ninguna tesis realmente innovadora. En el Protágoras de Platón o en el humanismo de Pico della Mirandolla se encuentran ya reflexiones sobre el ser humano como una criatura biocultural. Sin embargo en Ruffié ya se encuentra la tesis clásica del ecologismo radical: el hombre es un enemigo para la naturaleza.
Este antihumanismo en la ciencia alcanza cotas cercanas con las ya llamadas corrientes críticas a la teoría sintética de la evolución. Autores como Máximo Sandín o Lynn Margulys extrapolan sus críticas a la llamada teoría sintética de la evolución, que trata de conciliar la evolución por selección natural con los modernos hallazgos de la genética, para defender directamente una visión decididamente antihumanista
Margulys y Sandín destacan que toda la teoría de la evolución, paradigma de la biología científica, esconde tras su aparente antihumanismo (descendencia directa del hombre de los grandes simios) realmente una revalorización de lo humano. En la medida en que se presenta al homo sapiens como culminación de la evolución y naturaliza el conflicto y la competencia en detrimento de lo propiamente natural: lo cooperativo. Sandín o Margulys son sin duda grandes biólogos pero no son economistas ni antropólogos. Su lectura de las bases antropológicas del capitalismo es superficial y muy cuestionable. Su revalorización de las bacterias y los virus como grandes protagonistas del proceso evolutivo corre pareja a su minusvaloración de lo cultural como potencial peligro para la supervivencia de la biosfera. Hoy en día muchos de los miembros de la comunidad científica actúan más como activistas que como científicos y hacen de la famosa Hypothesis non fingo, contra la que nos previniera Newton, su modo normal de actuación. Presuponen que el planeta se extinguirá en pocas décadas salvo que los ciudadanos nos sometamos a un programa ideológico y no científico revitalizador de una moribunda socialdemocracia.
Foto: Lewis Parsons