Ante la sexta prórroga del llamado “estado de alarma” ya podemos decir dos cosas: somos el país que más tiempo ha estado sometido a la arbitrariedad estatal por causa de la COVID-19 y somos los sufridos obedientes más conformistas del planeta. No importa que limiten nuestras libertades. No importa que miles de familias hayan tenido que aguantar meses sin recibir ingreso alguno, no importa que las cifras de paro se disparen o los cierres empresariales se multipliquen: nos va que nos castiguen. O, dicho de otra manera, no nos gusta nada especular.

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Toda acción humana es una especulación. Siempre que actuamos ponemos en juego varios resultados: existe la posibilidad de satisfacer nuestras necesidades, pero también se corre el riesgo de fracasar en la consecución de estas. Esta incertidumbre es la que permite el desarrollo de una importante virtud: la prudencia. Podemos iniciar o rechazar una acción en función de nuestra experiencia, de nuestra prudencia. O rediseñar una y cien veces lo planeado. Cuando unimos prudencia y responsabilidad, aparece la madurez: asumimos que también podemos equivocarnos y deberemos aceptar y asumir las consecuencias de nuestros actos, las buenas y las menos buenas. Precisamente es la toma de conciencia de que las propias acciones acarrean consecuencias la que hace de la responsabilidad (y su asunción) una virtud ineludible en el ejercicio de la libertad.

En el fondo, sin embargo, somos unos simples. Unos simples felices y despreocupados. Esta crisis epidemiológica demuestra, entre otras cosas, que nuestra fe en el Estado, en tanto que encarnación del pueblo, como ente omnipotente y sabio, es inquebrantable. Todo ocurrirá tal y como se decida en el marco del Estado. Los sagrados parlamentos, los ungidos representantes políticos y el aparato de especialistas a su servicio, en tanto que encarnación democrática del pueblo, establecen no sólo el marco de acción de cada uno de nosotros: deciden lo que va a pasar, evitan lo que no debe ocurrir. Las leyes y normas que nacen del Estado son, por tanto, las leyes y normas que nacen de “nuestra voluntad”, conforman el marco social ideal para cada uno de nosotros y evitan los desastres a los que nos podamos enfrentar. ¿Acaso lo duda?

Cuanto mayor es el empeño de nuestros gobernantes por asumir la responsabilidad del desarrollo social a través de la política, mayor es el grado de usurpación de la responsabilidad individual

Nos dicen los Sánchez, Iglesias y compañía que poner en duda los frutos positivos del esfuerzo legislador es poner en duda los cimientos mismos de la democracia. Quien proteste es un fascista. Puede hacer la prueba usted mismo planteando dudas sobre temas cotidianos y menos cotidianos. ¿Quiere eliminar el sueldo mínimo? Estará usted entonces a favor de la esclavitud. ¿Quiere legalizar las drogas? Estará usted a favor de calles llenas de toxicómanos violentos. ¿Quiere eliminar las leyes que impiden la tenencia de armas? Está usted a favor de asesinos en serie, muertes en las escuelas y en contra de la paz. Apenas dos pizcas de sentido común nos dicen, pero que la intención de una ley no siempre tiene relación alguna con sus efectos. Es más, en no pocas ocasiones provoca justamente el efecto que se pretendía evitar.

Imaginen que el Gobierno decide proclamar una “Ley General de la Felicidad”. Loable intención, sin duda alguna: ¿quién no quiere ser feliz? La infelicidad queda oficialmente prohibida. Si seguimos el razonamiento arriba expuesto, todo aquel que se oponga a esta ley estaría en contra de la felicidad de los demás. ¿Nos haría más felices una ley como esta? Probablemente apenas serviría para aumentar el grado de hipocresía de unos y el miedo a ser castigado de los demás: si no soy feliz, atento contra la ley. Lo mejor es fingir que soy feliz para evitarme problemas, incluso sabiendo que mi parodia diaria me hace cada vez más infeliz. La ley, absolutamente bienintencionada, produce justamente el efecto contrario a su intención. Sí, el lector me dirá que el ejemplo es absurdo y completamente alejado de la realidad. Pero ¿es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible ser pacífico por ley? ¿Es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible asegurarse un sueldo “digno” por ley? ¿Es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible asegurarse la salud por ley?

La creencia por la que la intención de una ley es igual al efecto que genera, no es en última instancia más que muestra de nuestra pereza mental y un signo de abandono servil al dogma al que nos someten, de obediencia absoluta a aquellos gobernantes que, creyéndose libres de toda influencia natural, pretenden cambiar el mundo y a quienes en él habitamos a golpe de medidas arbitrarias. Tampoco parece que seamos conscientes del peligro que se esconde tras la idea de juzgar las acciones únicamente sobre la base de sus consecuencias, estableciendo cadenas causales predictibles sobre las que se puede actuar preventivamente, lo que nos llevaría ineludiblemente al totalitarismo. De este modo podríamos argumentar, por ejemplo, que hay que reconocer al Estado el derecho de dictar los alimentos disponibles para las personas en función de las recomendaciones de los expertos en nutrición. No olvidemos que la gente podría comer y beber “equivocadamente”. Por lo tanto, podría ser “perjudicial para su salud” y por ello “suponer un coste adicional a la sociedad”. Desde un punto de vista utilitarista, el Estado debería establecer por ley la cantidad de proteínas, grasas o hidratos de carbono que las personas pueden consumir. Para hacerlo más personal, también se debería considerar el metabolismo individual y el tamaño corporal. Serían necesarios mecanismos individuales de vigilancia a distancia, centralización de la industria alimentaria, del transporte… ¡casi lo que le gustaría a nuestro ministro de consumo!

Cuanto mayor es el empeño de nuestros gobernantes por asumir la responsabilidad del desarrollo social a través de la política, mayor es el grado de usurpación de la responsabilidad individual. Cada vez son más las normas y leyes que regulan nuestras vidas. Cada vez más las prohibiciones encaminadas a asegurar que nuestro comportamiento se adapte al “canon” establecido por el poder de turno. No piense por sí mismo, la verdadera virtud está en no pensar. No decida por sí mismo, lo verdaderamente virtuoso es no tener que tomar decisiones. Cuanto menos puedan decidir los individuos, menor será el grado de incertidumbre, mayor la capacidad de previsión del gobernante. Por la vía de la acción política, la relación de causalidad entre la acción y la consecuencia se desequilibra, se distorsiona y, en caso de causar un daño, se socializa. La responsabilidad sobre la propia vida sólo es posible desde el control de esta. Dejar el control de mi vida en manos del gobierno de turno supone entregar mi capacidad para tomar decisiones y la responsabilidad sobre las consecuencias de las mismas.

Cuantas menos decisiones deba tomar, menor será el número de ocasiones en las que podré experimentar las consecuencias -positivas y negativas- de las mismas. Mis actos normados acarrean consecuencias previstas, caigo en los automatismos previstos por la política. Dejo de ser yo para convertirme en nosotros, en “la gente”. Si mis decisiones ya están tomadas (mis actos perfectamente normados) y las consecuencias socializadas ya no necesito ser responsable. Me basta con ser obediente.

Foto: Ethan Sykes


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