En los siglos XVI y XVII las estructuras estatales de los principales países europeos están ya claramente definidas y los reyes han dejado de ser garantes del disperso derecho previamente existente para convertirse en monarcas absolutos y creadores de leyes.
Jean Bodin y posteriormente Thomas Hobbes emplean entonces los términos soberanía y soberano. El soberano es el sujeto que posee el supremo poder. En las monarquías absolutas el rey es el soberano: juez, gobernador y legislador por encima del cual no hay hombre ni ley alguna. La soberanía del rey es inalienable, indivisible e irrepresentable. Su poder se fundamenta en Dios y se trasmite por herencia genética de una generación a otra.
Durante el siglo XVIII el titular de la soberanía es cuestionado. Si Bodin y Hobbes utilizaron el término referido fundamentalmente al rey, será Rousseau el primero en afirmar que el pueblo es o debe ser el soberano. Un poder popular a imagen y semejanza del antiguo poder del rey: inalienable, indivisible e irrepresentable. Las revoluciones norteamericana y francesa ponen en práctica la idea roussoniana de la soberanía popular, aunque con una importante modificación: el carácter representativo de la Asamblea Nacional. Entra entonces en juego el principio democrático que pretende sustituir al principio monárquico del antiguo régimen.
Con las constituciones el poder soberano del pueblo pone limite al poder político convirtiéndose en un poder constituyente
Es en este contexto donde tiene pleno sentido el término Constitución. En EE.UU. y Francia son las asambleas nacionales las que elaboran una Constitución. Pero ¿qué es lo que constituyen las constituciones? No desde luego los estados ni la Ley, pues los estados monárquicos estaban ya constituidos y tenían su propia ley. Tampoco los pueblos o las naciones ya constituidos en los límites territoriales de los estados. Constituyen entonces las garantías de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado. Así, el poder soberano del pueblo pone limite al poder político convirtiéndose en un poder constituyente. Y los planteamientos democráticos de Rousseau se complementan con los principios liberales de Locke y Montesquieu.
Los derechos fundamentales son los derechos políticos y civiles. Los primeros posibilitan la participación del pueblo en la elaboración de las leyes, y los segundos garantizan las libertades individuales; entre ellas, la libertad de expresión, de manifestación, de asociación, de circulación, de propiedad y de comercio. Para hacer más efectiva la garantía de estos derechos es ineludible que ejecutivo, legislativo y judicial no dependan unos de otros y que el ejecutivo se convierta en un poder constituido, es decir, limitado por la propia Constitución y enfrentado al legislativo. No es pues retórico el articulo XVI de los derechos del hombre y el ciudadano proclamados por la Asamblea Nacional francesa en 1789: Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución.
Tenemos entonces que, en puridad, una verdadera Constitución tiene tres rasgos ineludibles: el principio democrático de su origen, la garantía de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado.
Sin libertad de pensamiento y expresión que posibilita el debate abierto, y sin el resto de libertades políticas e individuales, no hay política
Una Constitución no es pues cualquier cosa y no es desde luego una mera Carta de Leyes, posibilita el juego político; o más propiamente, la política. Atendiendo a la distinción que el insigne pensador Dalmacio Negro propone, lo político es inherente a las sociedades humanas en la medida en que éstas van acompañadas de un poder coactivo que mantiene el orden social, pero la política es el reino de la libertad. Sin libertad de pensamiento y expresión que posibilita el debate abierto, y sin el resto de libertades políticas e individuales, no hay pues política. Y si somos escrupulosos al respecto, diríamos que si tales libertades son concedidas y no conquistadas por el pueblo, tampoco; pues extrañas libertades son aquellas que puede ser eliminadas al margen de la voluntad de la ciudadanía: lo que es concedido graciosamente pude ser graciosamente arrebatado.
Una verdadera Constitución propone entonces unas reglas de juego, mera estructura formal sin abundar en contenidos explícitamente ideológicos. Por eso los llamados derechos de segunda generación o derechos sociales pueden o no incluirse en el texto constitucional, pero no son en puridad Constitución, sino leyes de la Constitución, como afirma Carl Schmitt en la obra fundadora del constitucionalismo moderno Teoría de la Constitución.
Los asuntos sociales son obviamente importantes y es el juego político que la Constitución inaugura el que tendrá que determinar su presencia. Los partidos y asociaciones surgidos de la sociedad civil ofertarán diferentes modelos ideológicos y serán los ciudadanos los que habrán de tener la última palabra por medio del debate abierto y el sufragio. Más impuestos y más servicios públicos o menos impuestos y menos servicios, más libertad y autonomía para el ciudadano o más seguridad y dependencia del Estado son los polos elementales en los que el juego político se mueve en toda sociedad abierta, plural y regida por una verdadera Constitución. Hay leyes más acá de toda Constitución, y el Parlamento, poder constituido, tiene licencia para promulgarlas. La regla básica es no contradecir la Constitución misma, que es tanto como decir no saltarse las reglas del juego.
La libertad política se aprende ejerciéndola y tener miedo a la libertad es la constatación palmaria de que no se es libre del todo. Quizá ha llegado el momento de pensar en un periodo de libertad constituyente.
Foto: U.S. Army