Señala la nutritiva enciclopedia coral creada por Jimmy Wales que el sintagma “valores europeos” comenzó a circular en los años 80’, en el contexto del empeño por crear una unión europea. Ngram, la aplicación de Google que señala cuál es la frecuencia en el uso de las palabras a partir de los libros que tiene indexados, lo confirma: Se puede ver que hay un cierto aumento en el uso de “valores europeos” tras la II Guerra Mundial, pero se queda en una meseta que se quiebra con un punto de inflexión en 1980. Y la tendencia crece, hasta estabilizarse en las dos primeras décadas del presente siglo.

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Pero ¿cuáles son esos valores europeos? Wikipedia, en su artículo, tiene el acierto de recoger un artículo publicado en 2003 por Jürgen Habermas y Jacques Derrida en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, sobre esta cuestión.

Los “valores europeos” no han logrado crear el objetivo último, que es la creación de una identidad europea: una identidad que haga que los ciudadanos dejen de considerarse portugueses, austríacos, griegos, españoles, y se vean a sí mismos principalmente como europeos

Cómo tiene Derrida la falta de vergüenza de proponer unos valores comunes a Europa, él que ha basado su filosofía en la deconstrucción de la cultura heredada, me tiene muy sorprendido. Lo que no me sorprende es que los dos autores dejen fuera de su Europa a Gran Bretaña y a la Europa del Este. A Gran Bretaña por el necesario vínculo atlantista de las islas. Y a la Europa del Este porque los países que se habían zafado del sistema político querido por los dos autores no se irían a sumar a un nuevo frente pro comunista, a fuer de anti estadounidense.

Para estos dos intelectuales, los valores europeos deben ser: La secularización, (entendida como la expulsión de la religión del espacio público), la defensa del Estado del Bienestar, el multilateralismo (entendido como una fuerza política opuesta a los Estados Unidos), la crítica al mercado y al desarrollo tecnológico, y la confianza en el Estado. No aparece la palabra “democracia”.

Su intento quedó en el tintero. Pero eso no quiere decir que no tuvieran éxito, y varias de esas ideas acabasen filtrándose por los documentos de Bruselas. Mas el camino de los valores europeos fue otro.

La naturaleza del poder es brutal. La política consiste en la extracción de riqueza y renta por el Estado de una parte de la sociedad a otra parte, y a sí mismo. Como si el Estado actuase movido por una voluntad propia, lo que busca es acrecentar su poder. Y eso le exige transigir con una parte de la sociedad, refrenar su natural impulso depredador y de control, y sobre todo forjar una ideología que justifique su actuar frente a la sociedad de la que vive. El Estado no tiene un control absoluto de esa ideología, pero ha intentado ahormarla a sus intereses sin descanso. El rol principal lo ha jugado sido la religión, pero a medida que el poder del Estado se ha acrecentado, ha logrado sustituirla por nuevas religiones que le convirtieran a él en un Dios. Esta es la labor que realizó Hegel, y con él otros intelectuales.

La creación de un gobierno europeo, aunque fuera en un contexto de colaboración entre Estados, o incluso en un contexto federal, exige la creación de una ideología propia. Lo primero que tiene que crear es un espacio propio; un “espacio europeo”, que es como se ha llamado.

Habermas en el año de la caída del muro, pero Eriksen en 2004 y otros autores en distintos momentos, han intentado llenar la piscina en la que pueda nadar la Unión Europea. El Libro Blanco sobre una Política de Comunicación Europea (2006) se dolía de que el ámbito de comunicación y debate, que es el ámbito de la sociedad propia, era nacional, o regional o local. Pero no era europeo.

¿Qué valores son estos? Por frecuencia de uso, podemos recoger la democracia, la libertad, la tolerancia, la solidaridad, el Estado de derecho, los derechos humanos… Son ideales (aunque el término utilizado en la Unión Europea sea “valores”), que generan un cierto consenso, y quizás por ello tienen poca tracción. Y no son propiamente “europeos”; no más propios del contexto de la UE que de cada uno de sus miembros, o de algunos otros países, como los Estados Unidos, Suiza o Japón.

Por eso, los “valores europeos” no han logrado crear el objetivo último, que es la creación de una identidad europea: una identidad que haga que los ciudadanos dejen de considerarse portugueses, austríacos, griegos, españoles, y se vean a sí mismos principalmente como europeos.

El último paso es la concesión de una ciudadanía europea. El poder exige fidelidad, y esa fidelidad no se puede entregar a un ejército de burócratas pagados con salarios de escándalo. Sólo se puede exigir fidelidad en nombre de un “nosotros” que haga protagonista al Estado.

Los Estados nacionales son falibles, y corruptibles (¡deleznables!). Y para una conciencia cristalina, su desempeño en los bordes de la legalidad y la atención al bien común, unas veces por dentro y otras por fuera, los Estados nacionales sólo pueden ser una decepción.

Por eso tiene lógica la esperanza en que el estatuto de una ciudadanía europea nos salve de las garras de los Estados nacionales. El Gobierno de la Unión Europea parece lo suficientemente lejano como para que no nos vea, y que se deje guiar por los automatismos del derecho comunitario.

Esta es la idea que parece estar detrás de la propuesta de la eurodiputada Maite Pagazaurtundúa en este sentido. Pagazaurtundúa se queja de que “la ciudadanía europea es una construcción única que no existe en ninguna otra parte del mundo y que, pese a todos los beneficios que ha traído, no ha logrado todavía ser aplicada en toda su extensión”.

El camino a una ciudadanía europea arranca con el Tratado de Maastricht, de eso hace ya 30 años. “El pasaporte de ciudadanía europea” es una propuesta encaminada a “dar a conocer y aplicar de manera más rápida, más clara y más simple todos esos derechos que nos otorga el hecho de ser ciudadanos europeos”. Para algunos españoles que ven mermados sus derechos por la política regional de algunos partidos nacionalistas, sin duda sería una ventaja. Y creo que los propósitos de Pagazaurtundúa no quedan lejos de esta realidad.

Pero allí donde ella, José Ignacio Torreblanca y otros promotores de ese estatuto de ciudadanía europea, sólo ven ventajas, yo observo unos enormes peligros. Porque el camino de los “valores europeos” no está aún recorrido del todo. No se pueden quedar en una corta lista de procesos políticos y de derecho; sólo serán efectivos si acuñan una nueva religión, acompañada también de una moral comunitaria europea. Sé que suena ridículo. Y, en realidad, lo es. Pero se acabará dando ese paso, por el que se nos dirá a los ciudadanos europeos qué moral nos define, y cómo tenemos que ahormar nuestra vida a esa nueva moral.

Pues los valores europeos no pueden ser universales. Si son lo segundo, no pueden ser específicamente los primeros. Tampoco pueden ser “occidentales”; sabemos que Occidente es culpable, ya veremos de qué, y Europa no puede asociarse con ese sujeto histórico. Tampoco podemos asir los valores europeos a la historia de Europa, porque es una historia entrelazada entre los troncos clásico, cristiano y germánico (o bárbaro). Necesariamente, esos valores europeos tienen que responder a las exigencias ideológicas del momento. Y nada asegura que lo que prevalezca en este momento u otro futuro sea una concepción compatible con la libertad del hombre.


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