Vienen tiempos recios, o, mejor dicho, en esos tiempos ya estamos. Pero hay muchos a los que les cuesta darse cuenta. Por un lado, es comprensible: estamos ante un cambio tan significativo y áspero que es natural cierta resistencia. Más preocupante es que brote un pseudopacifismo enquistado en la irrealidad que mira hacia Ucrania y la creciente peligrosidad para la paz en Europa con los ojos de un niño asustado. Estados Unidos se está redefiniendo y esto nos convoca a todos; Dios quiera que, de camino, nos sirva para acelerar la salida de los políticos que jamás dicen la verdad y están dispuestos a engañar a todos una vez más para encajar lo que la realidad dicta y la irrealidad de sus socios de gobierno.
Empecemos por lo esencial: la paz es la aspiración política por antonomasia, el norte de toda sociedad que se precie. Querer la guerra es una locura, y toda negociación para que cesen las hostilidades es un hito digno de aplauso. Lo intente Trump o el sursuncorda, sentar a una mesa a negociar a quienes hoy en día se están matando no puede sino ser saludado con alegría por cualquier alma decente, pues las guerras significan destrucción, tortura, violación y un largo etcétera de tropelías. De modo que si el inquilino de la Casa Blanca de improbable cabello logra que no haya más muerte en suelo europeo, tocará aplaudirle. Las formas y varios fondos del payasesco presidente no tienen un pase; pero sus logros, de producirse, serán los de todos.
Vienen tiempos recios, o mejor dicho, ya estamos en ellos. El mundo se recalienta, y la defensa de nuestro modelo exige claridad y firmeza
Punto y aparte: el mundo, como decía Freud, no es una guardería. Y, si bien nunca ha estado en paz, veníamos de una racha aceptable en la segunda mitad del siglo pasado. El caso es que ese mundo lleva todo nuestro siglo recalentándose, acumulando sangrientas tensiones. Hay modelos de convivencia que compiten entre sí y son abiertamente incompatibles, como el chino, el occidental, el ruso o el islámico, antagonismos nucleares y acérrimos, como el de indios y paquistaníes, y puesto que sobran las armas nada de eso augura nada bueno. Como en todas partes hay gente razonable y un cierto equilibrio de poder y hasta organismos internacionales que mal que bien funcionan, todo ese potencial de destrucción no se ha desbordado, y disfrutamos de un remanso llamado paz que es un interludio entre destrucciones. Pero no hay garantía de que siga siendo así sino por métodos violentos, empleados o cuanto menos sugeridos.
Para poder subsistir, nuestro propio modelo de convivencia, basado en la libertad y la igualdad, en la dignidad individual y en la democracia —con todas sus imperfecciones— necesita defenderse. Independientemente de lo que digan los de «menos tanques y más gasto en sanidad pública» —consignas adolescentes—, sin tanques llega un día en que ni hay hospitales, o los que hay ya no bastan. Hay muchas formas de conseguir que siga habiendo más o menos de todo, como hasta ahora. Una de ellas es establecer alianzas con países terceros que actúen como policías (caso hasta ayer hacía Europa respecto a Estados Unidos), otra es hacer causa común entre socios y parientes, como ahora nos planteamos los europeos. La independencia total es muy cara y no está al alcance de casi ninguna nación. Sea como fuere, y como demuestra el caso de Ucrania, que luego de desarmarse quedó a merced de Putin, si vis pacem, para bellum sigue siendo uno de los aforismos clásicos más inescapables: solo puede aspirar a la paz quien se prepara para la guerra.
¿Significa entonces que estar en contra de una mala paz, una paz humillante que despedace Ucrania y empodere a Putin, es «querer la guerra» o «querer que nuestros hijos se inmolen en una guerra que ni les va ni les viene», como algunos histéricamente han exclamado? En absoluto. Tampoco comporta convalidar los pasos en falso de la UE o la OTAN en los comienzos de esta contienda, ni exonerar a sus mandatarios de sus errores e irresponsabilidades. Significa recordar que en el momento en que un país soberano es invadido, especialmente cuando quien lo hace es un sanguinario tirano, toca ponerse en guardia. Y que, dados los cambios que se han producido en la política estadounidense (legítimos, pues son democráticos), toca recordar que hay que poder defender ese modelo de convivencia que tanto queremos para merecerlo.
De modo que no, no es de recibo responder a quien no quiere una mala paz para Ucrania que «tome un fusil y se vaya a Kiev». Esta es una falacia de los dos puños como una casa, una visión simplona de este intrincado asunto. Tampoco conlleva desear que soldados españoles hagan el mismo trayecto, porque además no es eso lo que ahora mismo está sobre la mesa. Se trata de recordar que lo ético es estar siempre con el agredido, y que Ucrania no es Irak, precisamente: los ucranianos, en más de un sentido, son parientes, y están pagando con sus vidas la contención a un despreciable sociópata y su nostalgia de la URSS, entre otras cosas. Sí, es cierto: no hay riesgo inmediato de que submarinos rusos surquen el Manzanares; añadan los pacifistas y/o putinianos los hombres de paja que quieran.
No es mal momento, además, para recordar qué significa pertenecer a un ejército, lo que puede estar pasando por la cabeza de quienes son nuestros soldados. Toda polis con aspiraciones de sobrevivir crea un ejército al que hoy se apunta quien quiere (y plazas por cubrir no faltan, sino al contrario). Quienes lo hacen no son, sin embargo, meros empleados públicos, de modo que es también obsceno despachar el asunto, si es que al final toca guerra, con un «para eso se les paga». Ser soldado implica un plus de valentía que hace que admiremos a estos servidores públicos por encima de lo que admiramos a los ujieres, y por excelentes razones. Nuestros soldados lo saben, y por eso hacen una elección de vida que va mucho más allá de posicionamientos profesionales. Los soldados van donde se les ordena, aunque no les guste, y ellos hacen de esta entrega —que pone en suspenso algunas libertades que los demás disfrutamos— una columna vertebral de sus vidas. Si, Dios no lo quiera, algún día han de ir a Ucrania, los nuestros lo harán con honor, como siempre han hecho.
Ante esto prolifera, como dije, un pseudopacifismo de falsa bandera que nos debilita, porque le hace el caldo gordo a los tiranos. A este pseudopacifismo, que se dice ultraempático y además internacionalista, le importan una higa los ucranianos. Servidor, que está un poco harto de la empatía y sediento en cambio de compasión —la gran damnificada de nuestros tiempos—, siente que un ucraniano que además quiere ser orgullosamente europeo es un hermano, alguien con quien, además de humanidad, comparto muchas otras cosas que me importan, como la religión y la cultura (me da igual, en cambio, el color). Por eso, y con las salvedades que queramos introducir, sí considero que aquella es mi guerra, porque además he desarrollado cierta aversión a los sátrapas. Esto, a los pseudopacifistas de kufiya y sillón que quieren acabar con la OTAN no sé ni cómo explicárselo.
Decía el ensayista y novelista francés George Bernanos que en su tiempo había demasiada gente con el corazón duro y las tripas sensibles: imagínese el lector el nuestro.
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