Varios círculos concéntricos de “ilustres” alrededor de un cuadrado coronado por una tea encendida, esta fue la coreografía de la ceremonia de Estado en España por las víctimas de la pandemia del Coronavirus. Todo aséptico, alejado de cualquier significado, de cualquier tradición sospechosa que conectara el presente con el pasado y resultara, por tanto, remotamente ofensiva. Si acaso, la presencia de la tea podría inducir a error, pero con toda seguridad no remitía siquiera a la tradición clásica, a Prometeo o Vulcano, sino que, a lo sumo, y es mucho suponer, habría que interpretar el fuego como demiurgo: el hijo del Sol y su representante en la Tierra.

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Para algún agudo observador se trataba de una proyección estatal y extraestatal, de ese Estado sin nación, aunque no sin bandera, sino con multitud de ellas, una por cada tribu. Pero los círculos concéntricos, el cuadrado y la enigmática tea no eran la expresión del estatismo o de un supraestatismo, tampoco creo que, como afirman algunos, lo fueran de la masonería o de una conspiración globalista: eran simplemente la ocurrencia creativa de algún avispado organizador de eventos contratado por un poder político tan decrépito y carente de ideas que, si no se derrumba sobre sí mismo, es porque se sostiene sobre una montaña de deuda y también sobre los hombros de una inteligencia media tan corta de luces como vil y dependiente.

Una falsa moderación

El propio nombre “ceremonia de Estado” expresaba la renuncia a cualquier trascendencia, en tanto que ésta implicaría por fuerza una conexión con la tradición, es decir, con el pasado. Además, la palabra “ceremonia” sustituía deliberadamente al término “funeral” por varias razones, la primera porque funeral se asocia con la muerte, y la imagen de la muerte debía ser evitada a toda costa: decenas de miles de fallecidos constituyen una pesada lápida capaz de sepultar a cualquier gobierno. El acto no podía ser una expresión de duelo y de pesar, debía ser, por el contrario, un ritual de purificación —de borrón y cuenta nueva—, quizá esto explicaría la presencia de la tea encendida, por aquello de que el fuego todo lo purifica. La segunda razón más evidente es que la palabra funeral tenía connotaciones religiosas.

El Gran gobierno es hoy el enemigo de la libertad individual, pues la fe que promueve, al contrario que la de las viejas religiones, ha de profesarse de forma obligatoria

Sin embargo, rara es la persona que a lo largo de su vida no acude a un funeral religioso por la muerte de un familiar, un amigo o incluso un conocido. Aunque uno no sea creyente, no se le impide la asistencia a estas liturgias porque los funerales se han secularizado. Esto no implica que para los creyentes dejen de tener un significado religioso, pero para los no creyentes son una tradición de la que participan y que también tiene su importancia, aunque de otra manera. Después de todo, se tenga fe o no, los funerales nos arrancan por un momento del frenético e irreflexivo discurrir de la vida y nos hacen detenernos para tomar conciencia de la muerte. Y ahí la solemnidad de la liturgia religiosa, con su tradición de siglos, resulta, se quiera o no, más reconfortante que la improvisada coreografía de un organizador de eventos.

Pese a todo, uno de esos articulistas ‘monoteístas’ que colonizan la prensa española escribió a propósito de la ceremonia de Estado: “Prevaleció una función sobria, sin monsergas episcopales ni aparato castrense, hasta el extremo de que el ‘velatorio’ madrileño parecía imitar las soluciones rituales de la República francesa”. Y algo de razón tenía, había un cierto parecido con los artefactos rituales de la grande France. No en vano, durante la Ilustración, fueron los intelectuales franceses quienes lanzaron los más furiosos ataques contra el cristianismo, hasta que, con el tiempo, consiguieron sustituir una religión vieja por otra nueva: la del Gran gobierno, ese otro artefacto devenido hoy en el enemigo de la libertad individual, pues la fe que promueve, al contrario que la de las viejas religiones, ha de profesarse de forma obligatoria.

Aquí es necesario hacer un inciso y recordar que en el Siglo de las Luces muchos intelectuales, entre ellos Immanuel Kant, no abjuraron de su fe cristiana, la mantuvieron junto con su fe en la ciencia. Y que más tarde, en el siglo XIX, incluso el ateo John Stuart Mill reconocería al final de su vida que la moral cristiana era beneficiosa para el progreso y el orden social, de hecho, antes ya había considerado perfectamente concebible que la religión pudiera ser moralmente útil sin ser intelectualmente sostenible. Quizá por eso, en opinión de Nisbet, al tiempo que desaparecía la fe en el progreso se borraba también la fe religiosa.

Pero el objetivo de todos estos argumentos no es promover la reevangelización. Ocurre que, en estos días en los que la ‘moderación’ es tenida por muchos como la postura más sensata y virtuosa, se hace necesario aclarar algunas cosas. La primera, que la negación sistemática de la tradición y la ruptura radical con el pasado no tienen demasiado de moderado, más bien todo lo contrario. La segunda, que si en la actualidad a la mayoría de creyentes no les ofende que se participe de un acto religioso desde una posición laica, resulta paradójico que para algunos laicos y moderados ciudadanos suponga una ofensa convivir, siquiera por un momento, con cualquier simbología cristiana. Es de suponer que jamás pisarán el Museo del Prado, puesto que muchas de las obras expuestas son de carácter religioso. Por último, y como contradicción añadida, la utilización política del laicismo parece estar dando lugar a manifestaciones que, lejos de ser laicas, se inspiran en paganismos.

A la vanguardia de la ignorancia

Llama la atención que una de las naciones más resistentes de Europa, y quizá la más vieja, parezca a todos los efectos la vanguardia de esa descomposición de Occidente de la que vienen advirtiendo infinidad de pensadores, no sólo en la actualidad, sino desde hace siglos. Una nación que, para mayor misterio, ni siquiera participó en las dos guerras mundiales del pasado siglo XX, y que, por lo tanto, se libró de los shocks que son la clave de bóveda del recalcitrante pesimismo occidental, aunque éste hunda sus raíces en transformaciones anteriores.

Si acaso, en el siglo XX España sufrió una guerra civil que, aún con todo su horror, fue un pálido reflejo de las dos grandes masacres mundiales. Tampoco vivió con anterioridad, al menos ni de lejos con la intensidad de otras sociedades, la euforia industrial, tecnológica y científica con la que se auguraba una era de progreso inacabable, y que, tras la inesperada barbarie, devino en un feroz desencanto que se revolvería, no ya contra la razón, sino contra el sentimiento que le daba finalidad y sentido.

a los jóvenes se les enseña que el país del que son presuntos ciudadanos nació, como aquel que dice, ayer mismo. Y que todo lo sucedido anteriormente o bien es irrelevante en lo que respecta a su presente o bien es falso o bien les conviene repudiarlo

En los Estados Unidos desde hace tiempo se viene advirtiendo que la asignatura de Historia que se imparte en las escuelas se ha degradado a la enumeración técnica de una serie de episodios inconexos e incongruentes, sin un hilo argumental que los una entre sí, como si el pasado fuera una sucesión de accidentes, de cosas que ocurrían de repente; y el presente, un trozo de corcho que flota a la deriva sobre un mar de sucesos aleatorios que haría las delicias de Nassim Taleb. Pero, al menos, en los países anglosajones aún existen colegios privados que se sitúan fuera de esta tendencia y enseñan la historia de forma más romántica, como un relato con un hilo argumental que se remonta más allá de la historia contemporánea y que, en vez de aburrir hasta a las vacas, despierta el interés de los estudiantes más inquietos.

Aquí ni siquiera tenemos esa alternativa. Todas las instituciones educativas, públicas y privadas, manejan programas y libros de texto estandarizados y certificados por el ministerio de turno. Así, los únicos episodios históricos que prevalecen y están relacionados entre sí son la Guerra Civil de 1936, el franquismo y la Transición. A todos los efectos, a los jóvenes se les enseña que el país del que son presuntos ciudadanos nació, como aquel que dice, ayer mismo. Y que todo lo sucedido anteriormente o bien es irrelevante en lo que respecta a su presente o bien es falso o bien les conviene repudiarlo. Como consecuencia, la historia de España es algo discutido y discutible, y perfectamente acomodable a cualquier interpretación por disparatada que resulte. De hecho, la propia idea de España casi ha desaparecido: ha sido suplantada por un Estado de partidos —casi bandas— que genera fuerzas centrífugas, deuda, corrupción, inseguridad jurídica y desafección a raudales.

Ahora, en una vuelta de tuerca adicional en la institucionalización de la ignorancia, se pretende eliminar las asignaturas de latín y griego de los programas de estudio, reducir a la mínima expresión la Filosofía y, en general, todas las humanidades. Curiosamente, en otros países, la Filosofía es la asignatura más valorada y mayoritariamente escogida por los estudiantes más capaces y que aspiran a cursar las carreras más exigentes y con mejores salidas.

El final del juego

Hasta la fecha esta renuncia al conocimiento y al legado se ha podido mantener en un segundo plano porque, como explica Rafael Núñez Florencio, en este rincón del mundo también existen algunas virtudes, como el genio creativo, el vitalismo y la sociabilidad. Pero primero la Gran recesión y ahora la pandemia podrían arruinar estas modestas válvulas de escape, dejándonos sin nada que interponer entre nosotros y una realidad tan desoladora como insufriblemente tediosa. Y el tedio suele causar estragos.

Las imágenes cada vez más frecuentes de una violencia gratuita, como fin en sí misma, que se desencadena con cualquier pretexto en sociedades desarrolladas, expresa un impulso sádico que en buena medida surge del tedio que impera en las vidas de demasiadas personas

Como advertía el físico Dennis Gabor (1900-1979), al contrario que para afrontar otros retos de la modernidad, no hay nada en nuestra evolución física y social que nos haya preparado para el tedio. A lo largo de la evolución humana, la lucha por la supervivencia ha ocupado casi todo el tiempo de nuestra existencia, y son muy pocos los individuos que han desarrollado las habilidades necesarias para no sucumbir al aburrimiento y a la anomia que inevitablemente termina apareciendo. Las imágenes cada vez más frecuentes de una violencia gratuita, como fin en sí misma, que se desencadena con cualquier pretexto en sociedades desarrolladas, expresa un impulso sádico que en buena medida surge del tedio que impera en las vidas de demasiadas personas.

Lo que impide a España por el momento caer en la violencia y la anomia es tener una población muy envejecida. No es que seamos más sabios y prudentes que otras sociedades agitadas y violentas —más bien es justo lo contrario—, es que nuestro envejecimiento, real y virtual, nos hace ser extremadamente conformistas y mansos. Aquí, hasta los líderes políticos más jóvenes se comportan como viejos prematuros y cobardes. Les aterra ser señalados, por eso expresan una indiferencia generalizada respecto a los valores, objetivos, libertades y compromisos tradicionales, y contribuyen a la liquidación del pasado, asumiendo la inevitabilidad de nuevas formas de tiranía. Esto explicaría a su vez el consenso atronador de casi todos los líderes políticos a la hora de suscribir declaraciones institucionales, pactos de Estado, leyes y proposiciones no de ley que son verdaderos atentados contra la libertad, la razón y el Estado de derecho.

Pero no quiero concluir dejando un mensaje fatalista. Al contrario, se puede hacer mucho al respecto. De entrada, afrontar los problemas requiere hacerlos visibles para así poder analizarlos, estudiarlos y, cuando menos, evitar que se agraven. En cualquier caso, las sociedades no permanecen indefinidamente en una trayectoria cuya parada final es la desintegración y el caos. Las mismas actitudes e ideas que pugnan por su aniquilación, de puro absurdas, tienden a agotarse y destruirse a sí mismas. Pero no cabe duda que la reconciliación con el pasado y la recuperación del aprecio por el conocimiento pueden acortar este proceso y, de paso, ahorrarnos muchos disgustos.

Foto: Pool Moncloa/Fernando Calvo


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