En una viñeta del humorista gráfico Jules Feiffer un hombre dice: «Siempre pensé que era pobre. Pero un día me dijeron que no era pobre sino ‘necesitado’. Más tarde supe que era contraproducente pensar en mí mismo como necesitado: en realidad era ‘desfavorecido’. Luego escuché el término ‘desafortunado’ pero ya estaba en desuso: hoy soy ‘desaventajado’. Sigo sin tener un centavo; pero he ganado un gran vocabulario«.

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Aun siendo broma, o precisamente por ello, el chiste de Feiffer ilustra a la perfección la manipulación del lenguaje por parte de la Corrección Política y, también, su absoluta inutilidad para resolver los problemas que dice afrontar. Nos encontramos ante una ideología con una imperiosa necesidad de cambiar constantemente las palabras, de retorcer los vocablos en una alocada carrera que, pasado un tiempo, deja obsoleto cualquier término que antaño gozara de brillo y esplendor.

La sustitución constante de una palabra por otra genera una fuerte deriva hacia la degradación del lenguaje porque los nuevos vocablos son cada vez más ambiguos, más absurdos, con significados cada vez más apartados de una realidad que, en teoría, se pretende describir y enderezar. Llamarse «desaventajado», en lugar de pobre, no resuelve la falta de recursos materiales; tan solo oscurece la naturaleza del problema. Entonces, ¿cuáles son los motivos para estos constantes cambios lingüísticos?

En Political Correctness: History of Semantics and Culture, Geoffrey Hughes explica que las variaciones del lenguaje, del significado y uso de las palabras, pueden ser espontáneos, reflejando cambios previos en la realidad o en los valores de la sociedad. Pero también forzados, impulsados conscientemente por grupos de intereses, o impuestos por la maquinaria propagandística del Estado.

El caso más extremo es la ingeniería semántica, una intervención autoritaria que, mediante la creación de un nuevo léxico y la imposición de nuevos significados a las palabras existentes, pretende manipular la sociedad. La Corrección Política o el mundo descrito por George Orwell en la novela 1984, con su famosa neolengua, serían claros ejemplos.

La corrección política cambia la palabra pero el nuevo vocablo acaba impregnado por el antiguo concepto y hay que volver a empezar en un proceso sin fin

El supuesto fundamental de la ingeniería semántica es que la modificación del lenguaje, y de los significados, redundará en un cambio del pensamiento y de las actitudes. Pero es ahí precisamente donde fracasa este intento de de modelar la sociedad a través del lenguaje. Como señala Steven Pinker en The Blank Slate, las palabras no son pensamientos sino meras representaciones. Se puede cambiar la palabra pero el nuevo vocablo acaba, tarde o temprano, impregnado por el antiguo concepto; entonces hay que inventar otra nueva y así sucesivamente. El concepto no se renueva con el cambio de nombre; tampoco el pensamiento de la gente.

Surge así lo que Pinker denomina el carrusel de los eufemismos. Una vez que la nueva palabra, un eufemismo de la anterior, es aceptada de forma mayoritaria, acaba adquieriendo la antigua connotación. Entonces comienza la búsqueda de un nuevo eufemismo que lo reemplace, cambiando de nuevo la palabra. Y así sucesivamente en un movimiento cíclico, como un carrusel que siempre acaba regresando al mismo lugar.

En su arrogancia, los teóricos de la corrección política pretenden arreglar el mundo inventando vocablos perfectos, sublimes, descontaminados. Pero su uso los desgasta, los devuelve a la vida real, descubre su carácter prosaico y vulgar. Y hay que volver a empezar inventando otros nuevos.

En contra de lo que sostiene la corrección política, la ofensa no depende tanto de la palabra como del tono, el contexto y la sensibilidad del receptor

La Corrección Política sostiene que su objetivo es evitar que la gente se sienta ofendida o insultada por ciertos términos, considerados degradantes. Olvida, u obvia deliberadamente, que la connotación ofensiva no depende tanto de la palabra en sí misma como del tono en que se pronuncia, de la expresión facial o del contexto. Y, por supuesto, de la sensibilidad del receptor. Así, con tono y contexto agresivos, cualquier palabra podría ser potencialmente ofensiva. O, al contrario, un vocablo aparentemente insultante puede resultar amigable en un ambiente de complicidad y sentido del humor.

Lo comprendió muy bien el activista W. E. B. Du Bois cuando, tras haber sido censurado por usar la palabra “negro”, respondió: “Es un error juvenil confundir los nombres con las cosas. Las palabras solo son signos convencionales para identificar objetos o hechos: pero son estos últimos los que cuentan. Hay personas que nos menosprecian por ser negros; pero no nos van a despreciar menos por hacernos llamar ‘hombres de color’ o ‘afroamericanos’. No es la palabraes el hecho

Incitando a ofenderse

Pero los correctos siguen intentando convencer al público de que la ofensa solo depende de la palabra, que hay muchos vocablos intrínsecamente ofensivos o degradantes, con independencia de la intención del emisor. En consecuencia, animan a ciertos colectivos a sentirse vilipendiados por muchos comentarios o palabras que no poseen intención denigratoria. Crean así tabúes, provocando una ruptura de las reglas de la comunicación racional.

Los ‘zelotes’ de la corrección política fabrican, se inventan ofensas, agravios, desprecios e insultos allí donde no existen

Los zelotes de la corrección política no solo son ultrasensibles. Al centrarse solo en las palabras, y desdeñar la intención, fabrican, se inventan ofensas, agravios, desprecios e insultos allí donde no existen. La susceptibilidad es su estado natural y la ofensa permanente su visión del mundo. No hay matices, solo existen dos tipos de palabras: los eufemismos políticamente correctos o… los insultos intolerables.

Una policía del lenguaje

Para forzar el uso de los nuevos términos, se acometen agresivas campañas para deslegitimar las antiguas palabras, ahora incorrectas, acusando a quienes todavía las usan de sexistas, racistas, homófofos etc. Se crea así una policía del lenguaje que persigue básicamente a dos grupos: las personas más mayores, que no se adaptan fácilmente a los cambios y los sujetos con cierto nivel cultural, sabedores de que la palabra antigua no solo carece de connotación ofensiva; también describe mejor la realidad.

Se acometen agresivas campañas para deslegitimar las antiguas palabras, ahora ‘incorrectas’, acusando a quienes todavía las usan de sexistas, racistas etc.

Como resultado de este constante proceso de supresión de términos,  el acervo de palabras «incorrectas», «no legítimas», de vocablos prohibidos, de tabúes, va aumentando de forma exponencial. Al final existen tantas, que la censura del lenguaje resulta asfixiante.

Quizá alguien pudiera pensar que los apóstoles de la corrección política, aun equivocados, persiguen fines justos y bondadosos. Pero no es así; la intención es retorcida, de ningún modo honrada u objetiva. La prueba es que solo consideran ofensiva una palabras  cuando afecta a determinados grupos, considerados buenos, pero nunca cuando se refiere a colectivos que consideran malos. Incluso justifican y animan el insulto abierto, la ofensa, la descalificación, el ataque despiadado hacia quienes no comulgan con la corrección política.

Este doble rasero, esta aplicación abusiva de la ley del embudo, deslegitima completamente el argumento de fondo. En realidad, el cambio constante de lenguaje, la creación de tabúes, tiene como uno de sus objetivos identificar a partidarios y adversarios, amigos y enemigos a través de su léxico, con el fin de poder difamarlos con mayor facilidad.

Hacia la degradación del lenguaje

En última instancia, la degradación del lenguaje es uno de los principales resultados de todo este carrusel. Como las nuevas palabras son eufemismos, es decir rodeos para evitar expresiones francas o directas, y las siguientes son ya eufemismos de eufemismos, los nombres van perdiendo paulatinamente rigor, claridad y precisión. Al final, el vocablo acaba completamente alejado de la realidad, despojado de su función descriptiva. O las expresiones resultan tan exageradamente redundantes, tan ajenas a la economía del lenguaje, que dificultan considerablemente la expresión.

La degradación del lenguaje es uno de los principales resultados del carrusel político correcto de sustitución de palabras

Por ejemplo, el término inválido, utilizado durante siglos en el ejército para aquellos soldados mutilados que, por tanto, ya no eran válidos para el servicio, comenzó a considerarse ofensivo. Fue sustituido por minusválido pero pronto esta palabra también se convirtió en tabú, cambiando a discapacitado, término que a su vez cayó en desgracia, siendo reemplazado por el actual “personas con capacidades distintas”, un eufemismo de eufemismos completamente ajeno al fenómeno que pretende describir. Cualquier persona entraría en esa definición pues todos poseemos capacidades distintas a los demás.

En otras ocasiones, se riza hasta el límite el rizo del absurdo vulnerando de forma escandalosa el principio de economía del lenguaje, so pretexto de utilizar un ‘lenguaje no sexista’: «los perros y las perras son los mejores amigos y las mejores amigas de los hombres y de las mujeres«.

La corrección política conduce a un mundo de apariencia, victimismo, falsedad y picaresca. Y a un conflicto social generado artificialmente

Así, la corrección política antepone el eufemismo a la precisión, la propaganda a economía del lenguaje, la vaguedad a la franqueza. conduciendo a un mundo de apariencia, victimismo, falsedad y picaresca. Y a un conflicto social generado artificialmente entre quienes abrazan esta ortodoxia y quienes, en nombre de la racionalidad, no se pliegan a ella.

La solución a todo este despropósito es resistir la imposición, no caer nunca en el juego del carrusel de eufemismos. Utilizar los términos con rigor, de manera neutral y objetiva, resistiendo la presión para cambiarlos. Y tratar de manera respetuosa e igual a todas las personas, con independencia del colectivo al que pertenezcan. En resumen, hacer justo lo contrario de lo que preconiza la Corrección Política.

Foto Amador Loureiro


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Juan M. Blanco
Estudié en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad intentando aprender y enseñar los principios de la Economía a las pocas personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Nos encontramos en el límite: es momento de mostrar la gran utilidad que pueden tener las ideas.