El consenso socialdemócrata se ha configurado como una especie de sistema axiomático donde las verdades políticas se reducen a una serie de consensos hegemónicos. John Langshaw Austin fue un ilustre filósofo del lenguaje que estableció que la principal característica del lenguaje reside en su capacidad de permitirnos hacer cosas, ya sea dar órdenes, describir la realidad o expresar nuestras opiniones son algunas de las dimensiones del lenguaje para él. Una de las principales misiones que tiene el lenguaje para el llamado consenso socialdemócrata consiste en establecer qué ha de ser tenido por verdadero y qué es falso.

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Aquellas visiones de la realidad que socavan los fundamentos en los que se ha basado el llamado consenso socialdemócrata, como pueden ser un big state, las políticas redistributivas de la renta, las bondades de la globalización, el multiculturalismo, más recientemente la ideología de género o el colapso inevitable del Estado nación deben ser protegidas frente a cualquier discurso que ose ponerlas en cuestión. A aquellas visiones críticas con estos axiomas se las cataloga ahora de posverdades, realidades paralelas que sólo buscan confundir a la opinión pública y dificultar la tarea de los medios de comunicación de masas, que se han convertido en una especie de guardianes de la ortodoxia de estos axiomas.

Ya sea a través de informativos, artículos de opinión o tertulias políticas se nos alerta constantemente frente a la tentación de ser seducidos por estos discursos de la posverdad, que solamente persiguen difundir un discurso de odio y exclusión o que se limitan, según sus detractores, a ofrecer soluciones simplistas para problemas de amplio calado. Incluso programas de entretenimiento introducen subrepticiamente un discurso proclive a estos valores vinculados al consenso socialdemócrata, eso sí, convenientemente adornados de un moralismo cursi y un sentimentalismo pueril.

Este discurso busca convencer a la gente corriente de que cuestionar las verdades axiomáticas es de necios, pues se trata de verdades autoevidentes. Por poner un ejemplo, ser crítico con el feminismo corporativo es ser considerado cómplice de la violencia machista, o directamente ser tenido por un ser amoral, carente de buenos sentimientos hacia los más desfavorecidos, cuando se pone en cuestión una política inmigratoria irresponsable.

Apelar al argumento de autoridad (lo dice la ONU, La Unión Europea…. La academia) o al ataque ad homimem (ese es el discurso de VOX) son ejemplos de lo que la lógica, al menos desde que Aristóteles escribiera sus Refutaciones sofísticas, considera falacias lógicas. Es decir, pseudo argumentos que se profieren con intención de manipular y hacer aparecer como verdadero lo que es manifiestamente falso. La falacia circular, donde aquello que supuestamente se quiere demostrar está ya implícito en las premisas desde las que se argumenta, o la llamada falacia del hombre de paja, donde se caricaturiza la posición del adversario para convertirla en blanco fácil de las críticas, son de uso bastante corriente entre las argumentaciones feministas al uso en estos días.

Más que de posverdad debería, por lo tanto, hablarse de irracionalidad como el principal peligro que corren nuestras democracias, en las que el razonamiento y la crítica se han convertido en peligrosos enemigos de este pernicioso consenso socialdemócrata. Cordones sanitarios contra aquellos partidos que cuestionan algunos de estos axiomas o peticiones de ilegalización de asociaciones, como Hazte oír, que sostienen planteamientos críticos contra la llamada ideología de género, son claros ejemplos de la incapacidad argumentativa de este consenso socialdemócrata de rebatir lo que cuestiona como posverdad.

Ser de izquierdas hoy en día, como ser de derechas, no consiste tanto en poseer unos valores determinados u optar por unas recetas políticas frente a otras para mejorar la sociedad, cuanto de adherirse a una serie de axiomas predeterminados.

El llamado estatismo ya no es por si solo una seña de identidad de las izquierdas. La derecha, en la medida en que ha entrado en ese consenso socialdemócrata axiomático y acepta la existencia de un Estado providencia, o la utilización de los resortes institucionales del Estado para controlar los flujos migratorios y así poder hacer sostenible el Estado del bienestar, una seña de identidad clara de la izquierda clásica, ya no se considera progresista, sino manifestación de la llamada biopolítica neoliberal.

En la actualidad, la asunción dogmática del llamado dogma multiculturalista o la aceptación de la leyenda negra relativa a “la culpa colectiva europea” en todos y cada uno de los problemas del mal llamado tercer mundo, es mucho más descriptiva de la posición ideológica de un individuo en las coordenadas de la izquierda, que la adhesión inquebrantable de las tesis de Lenin en Estado y Revolución, por poner un ejemplo.

Esta confusión ideológica, que Gustavo Bueno describe a la perfección en su obra El mito de la izquierda, es la que explica el inquietante fenómeno que tan desconcertados tiene a los sociólogos de medio mundo relativo al trasvase de votos desde los caladeros tradicionales de la izquierda hacia lo que se llama derecha alternativa o derecha populista. Una nueva derecha que paradójicamente seduce más a la tradicional clase obrera que la mayoría de los partidos comunistas clásicos del continente europeo.

Curiosamente la izquierda sesentayochista que padecemos ahora sólo seduce a los antiguos enragés que en mayo del 68 fueron revoltosos estudiantes y que ahora son altos funcionarios del Estado, profesionales liberales o acomodados jubilados, grupos sociales, en definitiva, que han prosperado pastando en los verdes prados del mastodóntico Estado que ha creado el consenso socialdemócrata. Esta nueva izquierda sesentayochista ofrece nula credibilidad, salvo entre aquellos adoctrinados en las madrasas del marxismo cultural, en el que se han convertido nuestras universidades públicas. Izquierdistas con escasa sensibilidad social pero profundamente consternados por la prevalencia de la llamada masculinidad tóxica o la degradación planetaria causada por lo que ellos llaman el auge de la racionalidad instrumental.

Esta nueva izquierda se ha convertido en una ideología sólo apta para clases burguesas y acomodadas, que se muestran complacientes con un sistema tan endeble como para tener que apelar a la instauración de la censura en las redes sociales, ante su incapacidad de sostener discursivamente sus planteamientos ideológicos. Sólo así cabe explicarse hechos tan bochornosos como las plúmbeas y engoladas galas del cine español, que año tras año hacen profesión de un izquierdismo tan estéril, pueril y contradictorio.

Aquellos que se autoproclaman intelectuales y vanguardias de la cultura muestran un grosero desconocimiento de nuestra historia común, un desprecio insultante hacia todo lo español y una comprensión infinita hacia toda forma de totalitarismo de izquierdas, que choca frontalmente con su alegato en favor de la libertad de expresión o la liberación del pueblo palestino. Más contradictorio y patético no se puede ser, mientras critican un sistema económico que les permite acometer proyectos, que en condiciones de libre mercado no se podrían sostener por falta de espectadores que llenasen las salas.

En definitiva, las ruinas del pensamiento de izquierdas, que en el pasado se erigió en el último baluarte en defensa de los más desfavorecidos, ha quedado reducido a una colección de axiomas o, mejor dicho, de clichés insustanciales que se contradicen entre sí y que palidecen ante mucho más sólidos edificios argumentativos, como el que pretendiera edificar el matemático Euclides, padre de la matemática griega.

Foto: Davide Ragusa


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