Cae en mis manos, tras un regreso inevitable, el fino pero atronador escrito Sobre la felicidad del augusto cordobés Séneca. Invisible entre la cadena de libros que consagran la biblioteca familiar nos cruzamos fugazmente las miradas siempre esquivas pretendiendo el uno indiferencia y el otro todo el aguante del mundo. Agotado por el desánimo ante un mundo que ha confiado su común destino a una estúpida inmolación, he buscado consuelo en sus páginas que ahora, y a mi pesar, me parecen execrables.

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Siempre ha sacudido con afilada desconfianza en mi interior esa costumbre de predicar la santa pobreza rodeada de bienes y suntuosidades. Propio de aquellos que disfrazan su natural predilección por los placeres más exquisitos sermonean con supina indiferencia creerse no afectados por ellos.

El cinismo funciona como una válvula de escape, una falsa conciencia, que permite amortiguar el golpe de saber que las cosas ya no son lo que parecen y no sentir culpa en ello

Dirán, que no se ven envanecidos por tales adornos, que si bien se encuentran a su lado, lo creen fuera de ellos. Que de nada sirve desentenderse o incluso maldecirse por lo que le ha caído en gracia. Que nadie mejora ni empeora por el hecho de arropar sus días con una capa dorada o abandonarlos a humildes telas andrajosas. Que la incoherencia entre el dicho y el hecho en nada turba al dicho y que somos aquellos sospechosos los que tergiversamos la bondad de sus sentimientos (¿no resulta esto familiar en algunos de nuestros nefastos representantes públicos que vivieron con cuchara de bronce y de repente presumen otra de plata?). Lo siento por el primero de los Sénecas pero no permito que me sermonee con arreglo a sus más elevadas manías. Más bien me dispongo, en estas líneas, a desentrañar su insolente desfachatez.

El cinismo funciona como una válvula de escape, una falsa conciencia, que permite amortiguar el golpe de saber que las cosas ya no son lo que parecen y no sentir culpa en ello. Su lógica aplica siguiendo un canon muy preciso. Que la riqueza no es un mal (para nosotros) y que su disfrute no nos arroja al infierno. Que podemos hacer gala de una cruel pretenciosidad sin despojarnos de una provechosa reminiscencia proletaria. Que todo es cuestión de hacer como sí y de poner ofensa sobre nuestra desfachatez si esta se atreve a verse denunciada.

Es costumbre ver acompañada esta cínica disposición en aquellos que aborrecen la riqueza como si esta solo pudiera derribar las más altas aspiraciones y al mismo tiempo brindarse enaltecida tal como si pensamiento y proceder fueran irreconciliables; “yo prefiero expresar los sentimientos de mi alma estando revestido con la ropa pretexta o la clámide, que llevando desnudas mis espaldas o poco cubiertas” sentencia el romano cordobés. La incoherencia del estoico tiene que ver con el miedo a verse humillado por el desamparo; a perder el norte surcado por el azar allá donde se espera que reine la apacible certeza; a que lo abandone la dicha haciéndolo con ello la más cuidadosa de las ordenaciones hacia el disfrute.

Su repulsión al placer no admite más que un edificante pavor a perderlo por entero; es la falsa disposición de quien no solo reconoce la comodidad de verse arropado por la riqueza sino la de emplear sus horas y días en verla crecer y ramificarse. ¿O es que pretende el romano estoico la llamada de la virtud como si aquella fuera suficiente para reparar la libertad interior con todos los estados de riqueza? No puede ser que un llamado a la gracia acabe sometido a los placeres que él mismo llega a despreciar al tiempo que considera su satisfacción como la de una entrega afeminada, rota y de completa renuncia a la dignidad.

No es posible un disfrute desapegado de la riqueza, como predica Séneca, que no haya revertido en su nombre esfuerzo, determinación y cuidado. La fortuna no descansa en la ociosidad antes bien lo hace entretenida por la laboriosidad de un espíritu que convierte la tosca piedra en noble metal. La dedicación honrada al trabajo impide, a la virtud estoica, enfundarse el más elevado grado de las cosas cuando no puede compartir con ella la más dilatada atención de sus quehaceres. No se extrae menor placer por mucho que uno atente contra la dignidad de las cosas. No hace menos glamuroso al palacio por tener de inquilino a la desidia.

El miedo al desamparo, soberanía de un ánimo estoico que en definitiva es pobre de espíritu, favorece el odio a esa misma riqueza que lo reconforta a la vez que lo sustrae del abandono. La riqueza le recuerda al estoico que no está sólo, a la vez, que no puede solo. La anhela y la desprecia por igual. Le ofusca el placer con el que los buenos espíritus  se procuran satisfacción; su relación es enfermiza y su perdición inevitable. Su nobleza no avanza porque no retrocede; como el movimiento de una noria siempre le separa la misma distancia del suelo; odia lo que hace porque solo pueden reconocerse en lo que odia. Prefiere mil veces verse tragado por la incoherencia que en la de aupado por sus creencias. El auto-desprecio lo ocupa todo en su vida. No se fía de sí mismo, y por ende, extiende su desconfianza a todo aquello sufragado por cualquier registro humano.

Concentra su desprecio hacia afuera y ve en la riqueza a todos los otros. Ejercitarse es para el estoico exponerse. Siembra a su alrededor, castigado por su pequeñez, un campo rico en inseguridades y resuelve en la riqueza el ejercicio de comprometer sus días a una competencia donde se sabe inferior. Por eso mismo menosprecia al mercado y a las facultades laboriosas que lo han encumbrado hasta la cima del progreso. Su mundo es el de la igualdad de la regla y no del derecho. Hace loas en defensa de los ociosos, como esa de Robert Louis Stevenson, con las que aspira a silenciar la obligación que le impone la naturaleza por refinar sus poderes y facultades humanas. O aquellas otras más recientes asociadas al lúgubre intento de Sergei Latouche por instaurar un decrecimiento donde se confía el más por el menos cuando debiera ser el más por el miedo. Descuida su ambición por alcanzar la felicidad y la compromete a una mezquina biografía del silencio. Contempla y medita como si hubiera nacido a título póstumo. ¡Pobre hombre! Eleva su tono grandilocuente como si regresara de un camino que nunca ha transitado “yo despreciaré la fortuna y todo su reino será poco para mí” se regodea impávido el sirviente romano. Aspira a esconder su molicie predicando lecturas luminosas sobre los valores más excelsos. La virtud, la honra, la dignidad no son nada para un cuerpo acostumbrado a disolverse en la suntuosidad. Todo en él está vacío.

No te escapas amigo estoico, como es corriente vociferar en mi pueblo: te tengo bien calao; lo tuyo es ser fuente inagotable de desidia para el que aspira a vivir viviendo.

Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas.

Foto: Billy Pasco

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