Dos economistas, Jeong Jin Yu y Guy Madison, han publicado recientemente un artículo en la revista Economic affairs, del Institute of Economic Affairs de Londres, en el que estudian el impacto que ha tenido la implantación de leyes que imponen a las empresas una cuota de mujeres en las juntas directivas.
Los autores lo definen como “el primer estudio del desempeño financiero de empresas en función de la composición por sexo de los consejos de dirección que compila de forma sistemática la evidencia empírica sobre las consecuencias económicas de la implementación de cuotas de género en los consejos de dirección”.
La mayoría de los estudios controlados en el artículo “muestran que el rendimiento de las empresas empeoró tras la imposición de cuotas de género”
Está elaborado a partir de la revisión de 348 artículos revisados por pares. Los autores han ido filtrando esos artículos por diversos criterios, hasta quedarse con 9 que reúnen las condiciones necesarias, y que recogen los datos procedentes de varios países europeos.
Noruega ha sido pionera en la imposición de cuotas. En 2003 obligó a las empresas a adoptar un mínimo del 40 por ciento de mujeres en sus consejos antes de 2008. A este país le han seguido otros de la Unión Europea, como son Italia, Islandia, Alemania, Austria, Bélgica, Holanda, Francia, Portugal y España. Como resultado de estas legislaciones, la proporción de mujeres en consejos de Administración se ha más que duplicado en los últimos años: Ha pasado del 9 por ciento en 2003 al 23,3 por ciento en 2016.
Dos principios se han aducido para imponer cuotas de mujeres. El primero de ellos es que hombres y mujeres tienen igual derecho a ejercer influencia en la sociedad. Expresado así, es un principio muy ambiguo. Lo que está diciendo, en realidad, es que los políticos tienen derecho a decidir cómo se reparte la influencia en la sociedad, en ciertos ámbitos, entre hombres y mujeres.
Dice, pero no expresa, que haya algún derecho de esos hombres y mujeres. Puesto que si fuera suyo, ese derecho no tendría otro contenido que el de eliminar las barreras legales que impidiesen, en este caso a las mujeres, acceder a los puestos directivos. Pero en realidad no hay ninguna barrera legal. La diferencia en la presencia de hombres y mujeres se debe a otros factores.
No ya a la educación, dado que hace décadas que las mujeres acceden en igualdad de condiciones (aunque en mayor número), ni a otros condicionamientos sociales. Se debe, principalmente, a dos cuestiones: lo que se ha llamado “el hecho biológico”, es decir, al hecho de que son las mujeres quienes conciben a los hijos, y a las decisiones que, en términos estadísticos, adoptan hombres y mujeres en sus carreras.
De modo que, si hablamos de “los derechos de hombres y mujeres”, 1) estamos reconociendo que hay diferencias biológicas entre unos y otros, y 2) su pleno derecho es el de elegir cómo quieren encaminar su carrera profesional y cómo combinarla con otros aspectos de su vida personal. Aunque el resultado no satisfaga a los políticos, o a sus ideólogos. No lo digo a humo de pajas. El artículo de Jin Yu y Madison dice expresamente: “Este argumento se utiliza principalmente por políticos, organizaciones gubernamentales y por comentaristas que se declaran feministas”.
Pero hay otro argumento, de un cariz muy distinto, y es el que las empresas realizan un mayor desempeño si su dirección tiene una presencia equilibrada de hombres y mujeres. Es decir: una empresa dirigida por hombres y mujeres, por lo general, tendrá mayores probabilidades de éxito que si sólo está dirigida por hombres o sólo por mujeres.
Interesante. Es fácil asumir que es así. Hombres y mujeres, que no difieren en inteligencia, sí tienen diferencias psicológicas relevantes. Y es fácil pensar que una organización que se dedica a navegar en un océano de incertidumbre, como es una empresa, estará mejor preparada si sabe combinar ambos tipos de inteligencia.
Los autores recogen que la psicología sugiere que los grupos más diversos son más propensos al conflicto, pero también son más creativos, una ambivalencia que en conjunto podría ser más favorable.
El problema, señalan los autores, es que aunque es el argumento más utilizado diríamos que por los mayores de edad (el otro argumento es de patio de colegio), sin embargo no ha sido sometido a un escrutinio en los datos. Es lo que han hecho Jin Yu y Madison.
Los autores reconocen que es muy complicado identificar relaciones estadísticamente significativas en este tipo de ámbitos. ¿Cómo identificar la influencia del sexo en las directivas en el desempeño de una empresa, si hay multitud de otras cuestiones que afectan, y que lo hacen de forma más directa?
Pero no nos encontramos con ese caso, ya que lo relevante aquí es la imposición de cuotas obligatorias por parte de los distintos gobiernos. Aquí, Jin Yu y Madison sólo tienen que comparar la ejecutoria de las empresas antes y después de esta regulación.
Los autores reconocen que, como es un fenómeno relativamente reciente, aún hay una base empírica que no es amplia, así como que es posible que los efectos observados hasta el momento se mitiguen con el tiempo.
Pero la conclusión es clara: la mayoría de los estudios controlados en el artículo “muestran que el rendimiento de las empresas empeoró tras la imposición de cuotas de género”. De modo que, aunque Jin Yu y Madison reconocen sus limitaciones, observan que lo que no se sostiene es la pretensión contraria.
En realidad, lo que parece fallar no es la idea de la presencia equilibrada de hombres y mujeres, sino la imposición de las cuotas. Es posible que, como sugieren los autores, esa imposición obligue a las empresas a arbitrar soluciones de compromiso con la regulación, con un criterio diferente de la incorporación del talento adecuado por formación o motivación.
De hecho, el artículo muestra que se observa una “rápida sustitución de los hombres de más edad y experiencia por mujeres más jóvenes y que tienen menos experiencia”. Un comportamiento que tiene sentido si se busca cumplir con la ley, pero no si se busca un mejor desempeño.
La política de cuotas es un ejemplo claro de en qué consiste la política: la adopción de medidas que otorgan beneficios para los políticos, y cuyas consecuencias negativas pagan otros.
Foto: Tim Mossholder.