La Italia del siglo IX de la era cristiana vivió uno de los espectáculos más grotescos y macabros que se recuerdan: el denominado sínodo del terror, también conocido como el llamado Concilio Cadavérico. En plena alta Edad Media cuando se asistía a una lucha de poder entre la Iglesia y el imperio carolingio, el papa Esteban VI llevó a cabo un grotesco proceso judicial contra su antecesor Formoso al que acusaba de los más abominables pecados cometidos desde el solio pontificio.

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Para ello ordenó exhumar su cadáver, retirarle todas sus dignidades, deshacer toda su labor pontifical y por si esto no fuera ya suficiente, someterle a un proceso post-mortem, donde ya no podría oponer defensa alguna contra la graves acusaciones que se vertían contra él. La escena, según nos cuentan las fuentes vaticanas, debió ser dantesca. Un cadáver en avanzado estado de descomposición y vestido con todos los ornamentos papales, incluida la mitra, fue juzgado y condenado, su cuerpo mutilado y arrojado al río Tíber. Se procedió a destruir cualquier vestigio de su pasado como pontífice, incluidos sus decretos y cualquier escrito que éste hubiera redactado en vida.

La llamada Damnatio memoria es una práctica que se remonta a los tiempos más remotos. Los sacerdotes del antiguo Egipto la practicaron con el llamado Faraón hereje, Akenatón, quien intentó introducir el monoteísmo mediante el culto exclusivo al dios Sol, Atón. Tras su fallecimiento se intentó borrar todo vestigio de su legado. En el Imperio Romano fue muy frecuente también. En tiempos contemporáneos también nos ha acompañado. En los tiempos de la Revolución francesa en la que las turbas jacobinas saquearon la cripta real de la básica de Saint Denis o mucho más recientemente durante las purgas estalinistas en las que los enemigos políticos desaparecían de las fotos o de documentos oficiales con una doble finalidad; la venganza y la modificación de la historia en un sentido determinado.

Derecha e izquierda decidieron dejar de ser enemigos en el campo de batalla para pasar a ser sencillamente contendientes, que se disputaran el poder de una forma pacífica, por medio de elecciones libres y plurales

La izquierda española durante la llamada Transición llevó a cabo un acto de enorme generosidad. Prefirió abandonar un discurso victimista y revanchista sobre la historia más reciente de España para intentar lograr una concordia nacional que hiciera inviable un nuevo enfrentamiento fratricida entre españoles. De la misma manera la derecha admitió pasar de un sistema autoritario y de escaso pluralismo político a un sistema democrático y de plenas libertades públicas, homologable al de cualquier otro país europeo. Derecha e izquierda decidieron dejar de ser enemigos en el campo de batalla para pasar a ser sencillamente contendientes, que se disputaran el poder de una forma pacífica, por medio de elecciones libres y plurales. Aun cuando la Transición está muy lejos de haber constituido esa edad de oro con la que se la ha querido mitificar, trajo como consecuencia un largo periodo de paz y de prosperidad para todos los españoles. Irresponsablemente, de un tiempo a esta parte, buena parte de la izquierda ha querido deshacer el camino para rescribir la historia, en un sentido diferente y más acorde a sus planteamientos más maximalistas.

La guerra civil y el franquismo siempre han tenido en el imaginario de la izquierda española el carácter de mito fundante. Lo que Raymond Aron decía respecto de la izquierda francesa y la revolución de 1789, es de aplicación para el caso español con respecto al periodo republicano. La izquierda ha preferido presentar ante sus electores una visión idílica y autocomplaciente de uno de los periodos más convulsos y más complejos de la historia contemporánea de España.

La idea de una España mortecina, oscura y subdesarrollada que emprende el camino de la modernidad y el progreso, gracias a la proclamación de la segunda república, ha constituido un referente capaz de movilizar a muchas personas. Esta visión, que no se corresponde con la realidad histórica según análisis historiográficos rigurosos, es la que ahora la izquierda quiere imponer como dogma histórico para llevar a cabo una verdadera damnatio memoria relativa a nuestra historia más reciente.

La Segunda República debería ser objeto de reflexión crítica para aprender a no volver a cometer una serie de errores que desembocaron en una cruenta guerra civil

La Segunda República y la dictadura, como todo periodo histórico, tiene sus sombras y sus luces. La república estuvo plagada de multitud de incidentes violentos y las adhesiones sinceramente democráticas, tanto por la izquierda como por la derecha, fueron más bien escasas. Lejos de constituir un periodo a reivindicar, la Segunda República debería ser objeto de reflexión crítica para aprender a no volver a cometer una serie de errores que desembocaron en una cruenta guerra civil, que dejó profundas cicatrices. Muchas de las cuales siguen hoy abiertas y pretenden ser capitalizadas por políticos sin escrúpulos. Más que de bandos o partidos políticos responsables, debería hablar de víctimas sin adjetivos. Pues las hubo en los dos bandos.

También existe la otra tentación, la de presentar la historia en unos términos indulgentes en demasía con el propio Franquismo. Franco fue un dictador, pero no un dictador en el sentido romano o constitucional. Alguien al que se dota de poderes extraordinarios para sortear una situación de excepción. Fue un dictador soberano. Alguien que toma el poder para constituir un régimen personal. Franco tuvo cuarenta años para devolver un poder que tomó por las armas.

Franco tuvo cuarenta años para devolver un poder que tomó por las armas, pero tampoco fue esa caricatura fascista que presenta la izquierda. Fue el último de los grandes generales del país en unirse al alzamiento del 18 de Julio

Sin embargo Franco no fue tampoco esa caricatura fascista que presenta la izquierda. Fue el último de los grandes generales del país en unirse al alzamiento del 18 de Julio, y no parece, como sostienen algunos, que lo hiciera por un mero cálculo de intereses personales. Parece que vio el golpe del 18 de julio como algo ya inevitable ante lo que había que tomar partido. Esa auctoritas inicial que pudo ganar ante parte de la población que contemplaba alarmada la peligrosa deriva del frente popular, degeneró en un autoritarismo que, con diversos niveles de intensidad, se prolongó durante cuarenta largos años.

Para el Partido Socialista (PSOE) y Podemos, la guerra civil y el posterior franquismo son un filón. Una oportunidad de incomodar al rival político con acusaciones, un tanto interesadas e históricamente muy forzadas, de connivencia con el anterior régimen. Lo cual sólo se explica a partir de la profunda ignorancia de la que hace gala una buena parte de la población española, que no conoce su propia historia. Si hay un partido que debería sentirse incómodo con aquellos episodios es el propio partido socialista, cuya participación en determinados acontecimientos del periodo es bastante cuestionable, por ejemplo, en la llamada huelga general revolucionaria de 1934.

La exhumación del cadáver del dictador Francisco Franco constituye el enésimo intento de buscar un rédito político derivado de una instrumentalización de la historia

La próxima exhumación del cadáver del dictador Francisco Franco constituye el enésimo intento de buscar un rédito político derivado de una instrumentalización de la historia con fines partidistas. Para la mayoría de la población Franco no es más que un párrafo en un libro de historia o un recuerdo vago. No es un asunto de estado.

Para algunas personas, respecto de las cuales hay una historia muy sentida detrás, Franco será un genocida responsable directo o indirecto de la muerte de algún familiar cercano. Para otros será quien salvó a algún pariente de una muerte segura a manos de alguna cheka en la zona republicana. Posiblemente tanto unos como otros tengan razón, pues la historia se compone de vivencias personales y de dramas muy hondos. La memoria es algo que sólo uno mismo puede experimentar, que no se puede imponer por decreto, so pena de incurrir en una caricaturización de la propia historia, convertida en arsenal ideológico para el presente.

Desenterrar el cadáver de Franco para someterlo a un juicio medíatico post-mortem sólo es una aspiración sentida por aquellos que tienen un interés espurio. Los que quieren ganar en el congreso de los diputados o desde el gobierno una guerra que perdieron, y de unos nostálgicos que ven la oportunidad de reivindicar una figura histórica que pueden ahora presentar vilipendiada. Entre Franco el genocida y Franco el nuevo Formoso, hay una tercera posibilidad: Franco la figura histórica.