La Revolución Francesa es vista por mucha gente como un gran hito histórico en el desarrollo de la civilización y sociedad occidental. Por mi parte, hace tiempo que me sacudí sus aires míticos, sobre todo si se compara su impacto sobre nuestro bienestar con el de la otra revolución de la época, la Industrial.
En todo caso, ello no quita para que siempre haya tenido curiosidad por conocer cómo se desarrolló históricamente, sus causas y sus vaivenes. Es por ello que he leído recientemente una serie de novelas históricas sobre la misma, la excelente Histoire d’un Paysan, de Erckmann-Chatrian. He disfrutado y aprendido a partes iguales, y me he hecho una idea más precisa de la situación de Francia en la época. Además, los libros incorporan a modo de apéndice los documentos más importantes elaborados por los organismos revolucionarios, como la primera Constitución, o la Declaración de los Derechos del Hombre. Es al asomarse a esta última, luego reflejada en la primera Constitución, cuando uno detecta ese gran error a que hace referencia el título de estas líneas, y la semilla de los desmanes que se cometerían durante los siguientes años por gente como Robespierre o Napoleón, entre otros.
Los Asamblearios revolucionarios incurren en el tremendo error del positivismo en derecho. A partir de ese momento, mucha gente pensará que para hacer leyes basta que se reúnan unos cuantos iluminados y se pongan de acuerdo en lo que escriben en un papel
Pero vayamos poco a poco. La situación en la Francia pre-revolucionaria era ciertamente tremenda. El feudalismo es rampante, cuando ya no existe en muchos de sus países vecinos, como Inglaterra o España (en realidad, aquí apenas existió). Estamos hablando de finales del XVIII, y la mayor parte de la gente está sometida a impuestos y cargas draconianas, que van a manos de monarquía, nobleza y clero. Mientras estos disfrutan de ocio, prebendas, lujo y fiestas, aquellos apenas pueden subsistir. El panorama que pintan Erckmann-Chatrian es desolador e indignante.
La situación no es tan distinta de la actual en España, por cierto, en el aspecto fiscal. En nuestro caso, da lugar a una clase política tan parasitaria o casi como aquella nobleza, sujeta a privilegios y ganancias inexplicables para el común (los casos de Irene Montero y su chalet, o de la fortuna de José Bono tras años dedicados en exclusiva a la política, vienen a la mente). La diferencia con aquel entonces es que ahora somos mucho más productivos gracias al capital acumulado, y aunque los impuestos son relativamente superiores, en términos absolutos nos dejan más que suficiente para sobrevivir y hacerlo bien.
De vuelta a la Francia de 1780, nos encontramos con una monarquía al borde de la bancarrota (vaya, otro paralelismo con la situación actual del España) y con la nada original idea de crear un nuevo impuesto (y otro más). El nuevo impuesto que se planteaba afectaría a clases burguesas, y estos reaccionaron mirando a la ley, y recordando que para tal imposición sería necesaria su aprobación en unos Estados Generales. Los numerosos impuestos creados hasta el momento no habían pasado por tal requisito por la sencilla razón de que sus sufridores no eran conscientes del mismo y no lo exigían. Obsérvese que, en la actualidad, los políticos nos ponen impuestos a troche y moche con la única condición de haber sido elegidos democráticamente y con independencia de a que se hayan comprometido: ¿otro paralelismo más?
El caso es que la Revolución comienza por las razones correctas: una revuelta contra otra imposición de la casta al pueblo, contra los privilegios de unos pocos a costa, no del bienestar, sino de la supervivencia de muchos.
Como es sabido, las cosas se fueron de madre cuando el Tercer Estado se dio cuenta de que aquello era solo un montaje para que se aprobaran los impuestos que quería la clase pudiente, y decidieron contra viento y marea seguir el programa que se les había vendido y para el que supuestamente se habían reunido. Y el primer documento que produjeron es la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano.
La lectura de dicha declaración no ofrece a los ojos actuales grandes sorpresas, y su correcta valoración exigiría haber vivido la época. Se afirma (artículo 1) que “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos “ (iguales en derechos, no en propiedades como piensan comunistas y socialistas de todos los tiempos). En su artículo 2, declara como derechos naturales e imprescriptibles del hombre “la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.” (sí, la propiedad). Y de la propiedad nos dice también en el artículo 17 que “Siendo inviolable y sagrado el derecho de propiedad, nadie podrá ser privado de él, excepto cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige de manera evidente, y a la condición de una indemnización previa y justa.”
En fin, tampoco procede detenerse mucho más en ello, tras haber constatado que tiene los mimbres correctos para una sociedad libre, dado que reconoce como derecho natural el de la propiedad, aunque sea con algún límite.
Los problemas empiezan cuando define, en el artículo 4, la libertad. “La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. (…) Sus límites solo pueden ser determinados por la ley.”
Nada que discutir tampoco ahora, pero el gran error llegará con el artículo 6, donde se define qué es la Ley: “La ley es expresión de la voluntad de la comunidad. Todos los ciudadanos tienen derecho a colaborar en su formación, sea personalmente, sea por medio de sus representantes.”
Quien haya leído a Hayek o Leoni, habrá identificado de forma inmediata el problema. La Asamblea Constituyente desconoce que el origen de la ley no es la voluntad o la razón humana, sino que es una creación espontánea del colectivo para resolver conflictos sociales. En este sentido, es más bien una creación “divina” que humana, no hay nadie guiando su creación, pese a que su aparición procede de la interacción de los seres humanos, y por eso no se puede decir que sea natural tampoco.
Los Asamblearios revolucionarios incurren en el tremendo error del positivismo en derecho. A partir de ese momento, mucha gente pensará que para hacer leyes basta que se reúnan unos cuantos iluminados y se pongan de acuerdo en lo que escriben en un papel. Así funcionan las cámaras legislativas, entre otros, en nuestro país. Y, como ya dije en otra columna, algún día legislarán sobre la tabla de multiplicar y nos quedaremos tan campantes.
Con esa concepción de la ley en la mano, y seguramente con la mejor voluntad, los reunidos se pusieron a emitir decretos como si no hubiera un mañana para conseguir la Francia de sus sueños. Se aprobaron Constituciones como churros, a la mejor conveniencia de los mandatarios de turno. Y, aunque solo sea como curiosidad, recuérdese que ¡hasta cambiaron el calendario!, dando esos nombres deliciosos a los meses, como Vendimiario, Brumario o Fructidor.
Se trata de un arma ya suficientemente peligrosa en manos de gente honrada y buena, pero estos instrumentos siempre acaban en poder de gente como Robespierre, Hitler o Stalin, con lo cual lo que conseguimos es regímenes de terror en que toda la vida de los “ciudadanos” queda sometida al arbitrio y designio de déspotas.
El positivismo en derecho que reconocieron los revolucionarios franceses fue un gran error, sí, y con gravísimas consecuencias. Pero me parece perfectamente disculpable en la época en que se produjo. Después de todo, a la mayor parte de la gente en la actualidad les sigue pareciendo correcta la concepción de que las normas dimanan de Parlamentos, y eso que ahora tenemos muchos más conocimientos y medios para adquirirlos de los que podrían disponer aquellas gentes en el siglo XVIII.
Eso sí, si alguna vez hay revolución española contra los privilegios de nuestra casta política, seamos conscientes que ya no tendremos disculpa para cometer el mismo error.
*** Fernando Herrera, Doctor Ingeniero de Telecomunicación, licenciado en CC Económicas y Diplomado en Derecho de la Competencia.