Con un cigarro que apenas podían sostener unos dedos amputados, Hosni Kalaya reconoció sentirse arrepentido en una entrevista concedida a The Guardian hace unos años: tras ser golpeado por un jefe de la policía tunecina, se había dirigido a una estación y se había prendido fuego. No fue, sin embargo, el único seguidor de Mohammed Bouazizi, un frutero cuyo nombre ha quedado grabado en la historia: su suicidio a lo bonzo fue el primero de una ola que sacudió a Túnez durante más de un año y que se replicó, en menor medida, en países como Egipto, Mauritania y Argelia. Las llamas que consumieron a aquellos vendedores ambulantes desesperados encontraron en el hartazgo y la cólera de la población un potente combustible, resultando en la conocida como ‘Revolución del Jazmín’, que puso fin a la dictadura de Ben Ali tras 23 años en el poder.

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Sin embargo, aquellos que perdieron seres queridos y arriesgaron sus vidas ante la represión del gobierno tunecino durante la revolución, se han sumergido en una frustración y arrepentimiento que miden con la distancia entre sus expectativas previas a la revolución y sus resultados. Lejos de las promesas de ‘empleo’, ‘libertad’ y ‘dignidad’, Túnez carece de oportunidades laborales y posee una situación económica significativamente peor respecto a la de la dictadura. El hermano de Hosni Kalaya optó por consumirse en las llamas y, a diferencia de Hosni, no sobrevivió para contarlo. Otros jóvenes se han decantado por el alistamiento a grupos yihadistas cuyos ataques han golpeado fuertemente al país en los últimos años.

Con la huida de Ben Ali, la celebración de elecciones legislativas y la redacción de una constitución, Túnez parecía iniciar un camino prometedor y daba aliento con su ejemplo a quienes deseaban igualmente derrocar a los regímenes totalitarios de sus respectivos países. Por desgracia, este es el resultado de la conocida como ‘Primavera árabe’: Túnez quedó estancado en la miseria económica y la agitación social; Argelia sufrió fuertemente la represión y se hundió en una aguda crisis económica tras el desplome de precios del petróleo en 2014; Egipto vio cómo la sangre derramada para derrocar a Mubarak caía en saco roto con el golpe de estado de Abdulfatah al Sisi; Libia se sumió en el caos de una larga y turbulenta guerra civil que no parece tener solución alguna a corto o medio plazo; Yemen no ha logrado un verdadero cambio político tras la salida de Ali Abdula Saleh – de hecho, el actual presidente Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, había sido anteriormente vicepresidente –; y en Marruecos se redactó una nueva constitución que introdujo escasos cambios y que no se ha traducido en una mejora del nivel de vida.

Las plazas, los templos, los complejos hoteleros con palmeras y piscinas, los centros comerciales, los mercados… todo se confunde en una monstruosa masa de ruinas, una gigantesca desolación, una demolición colosal

Y qué decir de Siria tras nueve años de conflicto. Las cifras son estremecedoras: 5,6 millones de refugiados y 6,2 millones de desplazados internos de acuerdo con ACNUR – que podrían haber aumentado en 900.000 desde el 1 de diciembre de 2019 –. En marzo del pasado año, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado había recibido ya 18.250 solicitudes de asilo por parte de personas sirias. Más de 20.000 niños han muerto. Tras retomar el control de Alepo, Assad ha asestado un duro golpe a los rebeldes, que ha definido como el ‘preludio para la victoria definitiva’.

Resulta estremecedor observar los efectos de la guerra en la capital. Las plazas, los templos, los complejos hoteleros con palmeras y piscinas, los centros comerciales, los mercados… todo se confunde en una monstruosa masa de ruinas, una gigantesca desolación, una demolición colosal. En Al Raqa, ciudad que vivió durante un tiempo bajo el yugo del Estado Islámico y que fue la capital del territorio conquistado por los terroristas, los parques quedaron convertidos en cementerios. Pocos, quizá ninguno de los ciudadanos que iniciaron las protestas en 2011, llegaron a imaginar un escenario tan doloroso.

Oriente Medio es un territorio extremadamente complejo a nivel geopolítico. Podría compararse con un conjunto de tableros de ajedrez en lo que todo se encuentra conectado, de tal manera que basta el movimiento de un peón en uno de ellos para desequilibrar la estabilidad de toda la región. Por otra parte, su situación actual no puede entenderse sin una mirada al pasado, con especial atención el período posterior a la Primera Guerra Mundial: El acuerdo de Sykes-Picot tuvo un papel fundamental a la hora de definir la división del territorio y se le responsabiliza de la creación de los conocidos popularmente como ‘Estados sin nación’, pues no se tuvieron en cuenta factores religiosos, étnicos e histórico-culturales. Inglaterra y Francia, de este modo, acordaron secretamente el modo de descomponer el territorio perteneciente al entonces Imperio Otomano: Siria permaneció bajo dominio francés hasta el año 1945.

Con la independencia, nacía un Estado muy heterogéneo: de su diversidad cabe destacar especialmente la división religiosa, con una mayoría de suníes y una minoría de chiíes alauitas. Con la unión de Siria y Egipto en la República Árabe Unida, el general Hafez al-Assad ejerció como ministro de defensa y accedió a la presidencia en 1971 tras consumar un golpe de estado. Su régimen se caracterizó por el conflicto con los suníes, contra los cuales empleó una dura represión – ejemplo de ello es la masacre de Hama de 1982, que se saldó con un cómputo de muertos que oscila entre 10.000 y 30.000 y la destrucción de la ciudad bajo las bombas –. Con su muerte en el año 2000, una parte del pueblo sirio se encontraba esperanzada: veían en su hijo Bashar al-Assad, que había estudiado durante unos años en Londres, una mentalidad menos conservadora que la de su padre. Bashar al-Assad jugaba a afirmar que estaba a favor de un cambio para el cual el pueblo sirio ‘no se encontraba preparado’.

La apariencia externa de un régimen consolidado y apoyado en otras dictaduras de Oriente Medio distaba de su fragilidad interna, debida a una estructura de poder basada en clanes familiares y al pacto con el fundamentalismo islámico para asegurar la estabilidad del gobierno: los fundamentalistas quedaron marginados del poder, pero aumentaron progresivamente su influencia sobre múltiples sectores de la población. Con la propagación de las protestas de la Primavera Árabe, los manifestantes contrarios al gobierno comenzaron a llenar las calles sirias. Assad, en lugar de poner en marcha reformas para calmar los ánimos, optó por la represión, al estilo de su padre – su férreo control sobre el ejército ha sido imprescindible a lo largo de todo el conflicto –. Tras abrir fuego y arrestar a disidentes en numerosas ocasiones, surgieron grupos organizados de rebeldes – principalmente suníes –, que iniciaron su lucha contra el gobierno.

Progresivamente, se involucraron nuevos actores: del lado de al-Assad, destacan Rusia y

Hezbolá – un grupo armado nacido en la guerra del Líbano, de raíces chiíes y apoyado por Irán –. Del lado de las fuerzas opositoras, el autodenominado Ejército Libre Sirio fue, durante una parte del conflicto, el grupo más relevante entre los rebeldes – sin embargo, se debilitó muy significativamente –. En este bloque se incluyen igualmente grupos yihadistas como Jabhat Fateh ash-Sham – previamente conocido como Frente Al-Nusra, una organización terrorista asociada a Al-Qaeda y que se creó durante el conflicto sirio – y el Estado Islámico, que se ha enfrentado igualmente al gobierno sirio e incluso a grupos yihadistas rivales, llegando a controlar una parte del territorio del país – que perdió a principios de 2019 –. La participación de los Kurdos es de gran importancia, tanto por su victoria contra ISIS como por su control del territorio. Actualmente se están viendo debilitados por la ofensiva de al-Assad en el norte y por la persecución por parte de otra fuerza contraria al régimen: Turquía – los Kurdos están distribuidos en una zona montañosa que incluye territorio turco, iraquí, sirio, iraní y armenio, por lo que Erdogan está decidido a exterminarlos –. Por último, Arabia Saudí y Qatar, interesadas en establecer un gobierno suní en Siria, han financiado y apoyado militarmente a los rebeldes.

En un primer momento, tanto Kofi Annan como Lakhdar Brahimi se encontraron esperanzados en encontrar una solución definitiva para el conflicto o, al menos, evitar que escalase en mayor medida. Sin embargo, la intervención de la ONU no resultó fructífera y Brahimi llegó a afirmar en una entrevista en 2014 que Siria se convertiría en “otra Somalia” – es decir, en un estado fallido –. ¿Por qué fracasó? La literatura académica apunta a diversos factores, aquellos que personalmente encuentro más razonables tienen que ver, en primer lugar, con el hecho de que ambos bandos confiaban realmente en la victoria, entre otras cosas porque contaban con el apoyo de diversos actores internacionales, ya sea financiero o militar. En lugar de tratar de poner fin al conflicto, los países vecinos han aportado recursos constantemente, de manera que nadie se ha dispuesto a dar su brazo a torcer. Por otra parte, la mediación no se ha concebido como posible salida: en el lado del régimen sirio, Assad ha luchado por mantenerse en el poder a cualquier precio, mientras que la oposición se encontraba demasiado fragmentada como para poder llegar a un acuerdo. No menos importante, el gobierno sirio ponía en serias dudas la imparcialidad de la ONU como actor mediador, así como la de la Liga Árabe, tradicionalmente enfrentada a Assad.

En un mensaje retransmitido por televisión, Assad se dirigía a sus simpatizantes con tono victorioso el pasado 17 de febrero. “Esta liberación no equivale al final de la guerra” decía, pero anunciaba su llegada “tarde o temprano”. Si bien ha de recuperar aún una parte importante del territorio, cierto es que la situación actual es difícilmente sostenible para la oposición a largo plazo.

Foto: Kurdishstruggle


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