El pasado domingo, yendo a pie hacia Atocha por el Paseo de la Reina Cristina, encontré abierta la puerta que da acceso al Panteón de Hombres ilustres. Pese a mis muchos años de residencia en Madrid –toda la vida, prácticamente- nunca había entrado en ese recinto. No solo conocía su existencia sino que había intentado visitarlo en distintas ocasiones -aunque es verdad que bastante tiempo atrás-, con la mala fortuna de que siempre estaba cerrado. Como a varios amigos les había pasado lo mismo, supuse que era de esos lugares recónditos –como el cementerio de la Florida, donde están los restos de los 43 fusilados del 3 de mayo de 1808- en los que se custodian calladamente algunos retazos de la historia nacional.

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El caso es que esta vez no perdí la ocasión. El recinto, como bien pueden suponer, estaba semivacío. El monumento depende de Patrimonio Nacional y su visita es gratuita, quizá porque si la entrada costase solo un euro, en vez de algunos despistados o curiosos, solo quedaría en su interior el aburrido vigilante que lo custodiaba. Maldades al margen, debo consignar que la visita produce una impresión extraña, como de cierto desconsuelo. Lo diré de una manera elemental, para explicarme: si yo fuera extranjero –y en particular de un país lejano, japonés o indio- me sorprendería profundamente al encontrar tan pobre y vacío el panteón de figuras ilustres de una nación que fue el primer Imperio de la Edad Moderna.

Paseo por este raquítico Panteón y pienso que en el fondo es la suprema expresión de una secular actitud de desprecio o, como mínimo, mezquindad con nuestros compatriotas, atributos tan usuales en el solar ibérico a lo largo de los tiempos. La envidia o la confrontación cainita han sido lastres muy acusados en la conformación, no ya de un nacionalismo español, sino en la mera nacionalización

No estoy hablando ya de historia pasada, ni de dominación militar, ni siquiera de política, sino de algo más profundo, de la huella cultural que se le supone a una nación que figura entre las primeras o más antiguas de Occidente y que durante varios siglos impuso sus rasgos más distintivos, desde su credo religioso a su concepción urbanística, de un extremo a otro del globo. Una nación cuyo idioma ha sido y es uno de los más potentes del mundo. Y llegas al panteón de figuras ilustres de ese gran país y te encuentras los monumentos funerarios de seis próceres, seis, más un mausoleo conjunto (que, dicho sea de paso, es un acabado oxímoron, pues una figura ilustre tendría que ser un personaje excepcional al que se rinde tributo en su más acendrada individualidad).

Los seis próceres a los que se rinde homenaje de modo individualizado son Manuel Gutiérrez de la Concha (más conocido como marqués del Duero), Ríos Rosas, Cánovas, Sagasta, Canalejas y Dato, es decir, cinco políticos -estos últimos- y un militar –el primero de los citados-, que también desempeñó cometidos políticos, todos ellos del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Desde el punto de vista artístico, hay que reconocer que el sepulcro de Sagasta –quizá el mejor de todos- es una gran obra de Mariano Benlliure. También es muy espectacular por sus dimensiones y concepción plástica el de Cánovas, obra de Agustín Querol.

Pero el conjunto queda frío y deslucido en un claustro desnudo y poco acogedor. El estilo neobizantino de la edificación es un quiero y no puedo, incapaz de proporcionar la grandeza y majestuosidad que se le debe exigir a un lugar de esas características. Si las comparaciones son odiosas, en este caso resulta hasta ofensivo aludir por ejemplo a Westminster y no digamos ya al Panteón parisino. En el monumento de la capital francesa reposan con todos los honores los restos de Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, Alexandre Dumas, Marie Curie o Jean Monnet. ¿Nuestros equivalentes? ¿Dónde están los restos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Velázquez, Jovellanos o Goya?

Cualquier extranjero que visite nuestro país se encontrará con que nuestra nómina de nombres ilustres -por lo menos en el formato de conmemoración memorialística o reconocimiento póstumo en forma de panteón- se reduce a un puñado escaso de políticos decimonónicos o del período de la Restauración alfonsina. Por cierto, si investigan algo más podrán hallar un rasgo muy peculiar del tratamiento que se aplica en España a los altos dignatarios, no ya en su homenaje póstumo sino un poco antes. De los cuatro presidentes del Gobierno enterrados en el Panteón, tres de ellos –Cánovas, Canalejas y Dato- fueron asesinados en tres atentados terroristas en un intervalo de un cuarto de siglo. Lo digo por si quieren datos españoles para el Guinness.

Paseo por este raquítico Panteón y pienso que en el fondo es la suprema expresión de una secular actitud de desprecio o, como mínimo, mezquindad con nuestros compatriotas, atributos tan usuales en el solar ibérico a lo largo de los tiempos. La envidia o la confrontación cainita han sido lastres muy acusados en la conformación, no ya de un nacionalismo español, sino en la mera nacionalización, es decir, el surgimiento de una solidaridad nacional y la identificación en unos símbolos comunes. Uno de los rasgos más característicos de lo español en los últimos tiempos ha sido precisamente el rechazo visceral a reconocerse como tal.

Me hace gracia oír a los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos hablar de la lucha contra esa monstruosa hidra de siete cabezas que, según ellos, es el nacionalismo español. Hoy en día, en cualquiera de esos territorios peninsulares donde surgen movimientos nacionalistas alternativos, hay lugares de la memoria poco menos que sagrados y símbolos oficialmente reverenciados que dejan en pañales a este escuchimizado Panteón de hombres ilustres. Que, por cierto, va a dejar de llamarse así en aplicación de la ley de Memoria histórica, ahora Memoria democrática.

Según la vicepresidenta primera del Gobierno, hay que aplicar la perspectiva de género tanto en el título como en el contenido. Por lo que respecta al primero, podría haberse optado por “hombres y mujeres ilustres”, pero parece que esa denominación hubiera sido discriminatoria respecto a otras posibles identidades sexuales. Así que para evitar más polémicas, se llamará simplemente “Panteón de España”. En cuanto al fondo propiamente dicho, la vicepresidenta se refirió a rescatar “la contribución de mujeres invisibilizadas por la historia”, con tan mala fortuna que citaba como ejemplo a Clara Campoamor, la gran luchadora por la causa del sufragio femenino.

Si hubiera sabido algo de historia, no hubiera mentado la bicha. Clara Campoamor, en efecto, luchó por el voto de las mujeres… en contra del parecer del PSOE y de la izquierda en su conjunto que, o bien dudaba o bien se oponía (así, desde Indalecio Prieto a Margarita Nelken). Añadamos otro dato interesante: Campoamor tuvo que salir de España al declararse la guerra civil, no porque temiera solo que la mataran los fascistas –que también-, sino porque los primeros que querían darle el paseo y ponerla frente a una tapia para descerrajarle varios tiros eran los hombres –y mujeres, claro- de esa mitificada Segunda República.

En todo caso, volviendo al asunto que nos ocupaba, las palabras de la señora vicepresidenta son una clara muestra de esa tendencia política tan en boga que no va más allá de la epidermis de los asuntos. Es obvio que me parece bien -y es de justicia- recuperar y reconocer la labor de tantas y tantas personas ignoradas por la historia –no solo mujeres- por los más diversos motivos. Pero aunque Clara Campoamor -o quien sea-, tenga su sitio en el Panteón, nada de lo aquí dicho habrá cambiado. El Panteón seguirá siendo una muestra vergonzosa de la incuria con que tratamos nuestra propia historia y, de paso, nos tratamos a nosotros mismos. Solo que ahora, tal como están las cosas, la nueva denominación de Panteón de España puede entenderse también como Panteón de la propia España.

Foto: Panteón de Hombres Ilustres


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).