Hace ya tiempo que el relativismo se asentó en nuestra concepción global del conocimiento. Todo lo que antaño era sólido se ha diluido. La noción de “modernidad líquida” es un tópico recurrente. Lejos de un realismo elemental o un objetivismo ingenuo, hoy admitimos la “construcción social de la realidad”. La Historia como disciplina académica ha aceptado que nada es estable, empezando por el propio pasado. Los hechos, tal como los concebimos, no existen sino que se “construyen” o se “inventan”. El famoso historiador británico Eric Hobsbawm puso en boga el paradigma de la “invención de la tradición”.

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Puede parecer cínico pero hoy muchos sostienen que no hay nada tan cambiante como el pasado. O, como dicen otros en términos complementarios, lo más difícil hoy día es predecir… el pasado. En términos más contenidos esta misma idea ya la desarrolló Benedetto Croce y es un lugar común entre los historiadores: “toda historia es historia contemporánea”. Cada sociedad o, mejor dicho, cada presente, necesita construir su pasado, es decir, dotar de un determinado sentido su trayectoria histórica.

Una cosa es que cambiemos el pasado en función de la nueva perspectiva y otra muy distinta que manipulemos conscientemente la historia para extraer beneficios concretos para el presente

Si adoptamos una analogía individual, podrá comprobarse que esto mismo hacemos cada uno de nosotros a lo largo de la vida. No es lo mismo como nos representamos nuestro propio pasado cuando miramos hacia atrás con veinte años que cuando lo hacemos con cuarenta, sesenta u ochenta. Ahora bien, una cosa es que cambiemos el pasado –en rigor, sería nuestra idea del pasado- en función de la nueva perspectiva y otra muy distinta que manipulemos conscientemente la historia para extraer beneficios concretos para el presente.

Una de las maniobras habituales en esta instrumentalización consiste en proyectar hacia el pasado conceptos, actitudes u objetivos que solo tienen sentido en el actual contexto social o cultural. La doctrina marxista clásica descalificaba a los pensadores grecorromanos en términos de clase: ¡eran aristócratas, opresores, elitistas! ¡Hasta justificaban la esclavitud! Luego llegó el pensamiento feminista, trazando una perspectiva contemporánea de género… ¡incluso en pleno Medievo! Desde esta óptica, habría hasta que reescribir el Quijote para dar paridad de protagonismo a Dulcinea.

Siguiendo esa senda, cualquier colectivo sedicentemente oprimido aspira a reescribir toda la historia occidental en términos maniqueos, ejerciendo ahora una purga al revés y, por si cuela, reclamando una indemnización por los daños infligidos a sus supuestos antepasados. La pretensión es menos inocente de lo que muchos creen. Se trata de un uso torticero del pasado para conseguir un plus de legitimidad en el momento actual. Además, la condición de supuestas víctimas de abusos pretéritos posibilita un victimismo en el fondo más revanchista que simplemente reivindicativo.

En aras de la igualdad, se promueve la desigualdad en términos económicos, legales y hasta penales

No otra cosa sucede con la denominada discriminación positiva. En aras de la igualdad, se promueve la desigualdad en términos económicos, legales y hasta penales. La igualdad, objetivo fundamental de la convivencia democrática, queda desplazada por el principio de compensación. Es cierto que, expuesto así, en el estricto plano teórico, todo parece demasiado burdo incluso para el más pedestre sentido común. La praxis sin embargo acentúa algunos de los rasgos más sectarios. Me atendré a algunos hechos significativos, volviendo mi mirada a la reinterpretación de la historia.

Concedamos en aras de la ecuanimidad que ninguna representación del pasado es neutral, ni la de ahora ni la de antes. Todas sirven a determinados intereses. En la época contemporánea, cuando se fraguan los modernos conceptos de nación y ciudadanía, se alumbra una historia de España (la de Modesto Lafuente como paradigma) que proyecta sobre el pasado las necesidades y objetivos de la España liberal. Es una historia de España épica, gloriosa, imperial, llena de héroes y gestas grandiosas, para construir ciudadanos orgullosos de su nación.

Aunque esa concepción de la historia ya fue puesta en cuestión en el propio siglo XIX –y no digamos ya en el transcurso del XX por la historiografía más rigurosa-, hoy la corrección política, con su proverbial adanismo, alimenta mitos alternativos con celo digno de mejor causa. Ya no hay “invasión” musulmana sino pacífica llegada. El modelo ya no es el Cid sino el Toledo de “las tres culturas”. La llamada Reconquista fue una guerra de bárbaros que aniquiló el refinamiento cultural de Al-Andalus. “Los llamados Reyes Católicos ordenaron el genocidio de herejes, judíos y moriscos” (titular de elplural.com, 8 de mayo de 2016).

Ya la corrección política consiguió en el V Centenario sustituir “descubrimiento” de América por “encuentro de culturas”

Obviamente, el episodio que da más juego en la trayectoria histórica española es la conquista del continente americano. Ya la corrección política consiguió en el V Centenario sustituir “descubrimiento” de América por “encuentro de culturas”, algo así como si hubiera sido una cita entre amigos. Desde hace algún tiempo la presión coordinada de los colectivos victimistas descalifica a Colón por genocida y supongo también que por machista y hasta homófobo. Me apresuro a recordar que no es algo que digan solo personajes públicos de la talla de Ada Colau, el “Kichi”, Willy Toledo o Vicenç Navarro. La estupidez no conoce fronteras y en otras latitudes ya nos llevan en este aspecto varias décadas de adelanto.

Leo en ABC (27 de noviembre de 2018): “Fray Junípero ha sido desterrado de la Universidad de Stanford, el novohispano Juan de Oñate ha sido relegado a un tercer plano en Nuevo México y la estatua dedicada a Cristóbal Colón en Los Ángeles ha sido retirada recientemente por un concejal llamado Mitch O’Farrell, que califica al descubridor de genocida”. Es solo una pequeña muestra reciente de un proceso pujante e imparable: en las universidades norteamericanas y en el debate público los adalides de la corrección política arrasan. Cualquier relato alternativo es descalificado en los más duros términos por esta dictadura ideológica. Su dominio del lenguaje exhibe su poder. En un conflicto así quien baraja y distribuye los conceptos tiene ganada de antemano la partida.

En el mejor de los casos las mencionadas alternativas cosechan algunas pírricas victorias, más bien pequeñas contenciones que auguran no muy lejanas derrotas. “La estatua de Colón se queda en su plaza en Nueva York”, veo en El País (12 de enero de 2018). La lectura del artículo completo enfría las expectativas del titular. Tras una durísima controversia ideológica (Colón, “símbolo de odio”), la estatua se mantendrá en su privilegiada ubicación del Central Park, pero con dos correcciones: a la estatua se le incorporarán “nuevos elementos informativos” (ya se pueden imaginar por dónde irán los tiros) y, como compensación, “se va a encargar la instalación de un monumento, en otro lugar de la ciudad, dedicado a reconocer a los pueblos indígenas”.

Esta incapacidad para asumir el pasado, con sus luces y sus sombras, explica en buena parte el marasmo de nuestro presente como nación

Quienes alientan o se apuntan a esta instrumentalización victimista se presentan, claro está, como los oprimidos de la historia, ahora y antes. Consideran que la justicia de su causa bien merece cualquier manipulación. Usan para ello el más desproporcionado utillaje terminológico: para ellos todo es genocidio, crímenes de lesa humanidad, holocausto. Hasta un reputado historiador como Paul Preston publicaba no hace mucho un libro sobre la guerra civil española con un título sorprendente: El Holocausto español. Si Franco era un genocida, ¡imagínense cómo se calificaría a Hernán Cortés o Francisco Pizarro!

Lo peor con todo es hasta qué punto ha calado esa interpretación en todos los estratos de la sociedad española. Al menos la mitad de los españoles –los que se autoconsideran progresistas- sienten vergüenza de su historia: el Santo Oficio, el más cruel del mundo; los genocidas Isabel y Fernando, limpiando de judíos la península ibérica; la horrenda masacre de la Conquista americana… Eso explica que -por poner un ejemplo- frente a la épica del western, no se haya desarrollado en España una visión, no digo gloriosa, sino tan solo comprensiva de su historia. Esta incapacidad para asumir el pasado, con sus luces y sus sombras, explica en buena parte el marasmo de nuestro presente como nación.

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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).