Una serie de acontecimientos recientes parecen que han catapultado la Historia –con mayúsculas- al primer plano de la actualidad política y cultural. En un primer momento, un observador desprevenido podía llegar a pensar que, así, sin más, el pasado –lo que yo mismo he tratado de analizar y teorizar en un libro no muy lejano como “el peso del pasado”- se dejaba sentir por su propia naturaleza sobre nuestra circunstancia concreta y hasta cierto punto, pero en no despreciable medida, condicionaba nuestro presente y prolongaba su influencia sobre las perspectivas de futuro.

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Entre esos hechos, como el lector bien puede colegir, el asunto de la exhumación de los restos de Franco ha ocupado el papel estelar pero, precisamente por ello, no ha quedado reducido a la cuestión puntual de un traslado mortuorio sino que ha implicado inmediata e inevitablemente otros problemas anejos, como todo lo relativo al monumento que albergaba la tumba en cuestión –el Valle de los Caídos-, y seguidamente todo tipo de consideraciones sobre la pervivencia de determinadas secuelas de la guerra civil, es decir, desaparecidos, fosas y, en general, actitudes sociales respecto a las víctimas.

De ahí que, en cuanto ha decaído la controversia en torno al traslado del dictador, muchos de los que pescan en río revuelto hayan traído a colación a José Antonio (¡cómo si no hubieran sido suficientes sus dos espectaculares entierros!) o al general Queipo de Llano. Lo que importa, para unos, es alimentar el morbo necrófilo, mientras otros excitan los ánimos –hay que mantener la tensión, ¿no?, como confesó Zapatero- y todos coinciden en sacar una rentabilidad en forma de superioridad moral y reparación victimista, al compás de lo que parecen demandar los tiempos que corren.

No deja de ser un claro exponente de la radicalización sectaria de nuestro ámbito intelectual que un historiador como Santos Juliá se convirtiera de un tiempo a esta parte en la bestia negra de la autoproclamada auténtica historiografía progresista

Por las mismas fechas aproximadamente se estrenaba en medio de una gran expectación la última película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, centrada en los últimos días de Unamuno y en particular el famoso incidente del Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. En síntesis y como era previsible, la película subraya frente al grito irracional y necrófilo de “¡Viva la muerte!” (Millán Astray) la respuesta de la inteligencia: “Vencer no es convencer”. El fascismo queda retratado como barbarie y la guerra como borrachera de sangre, sepultando ambos todo atisbo de racionalidad.

Las interpretaciones del choque entre el rector y el fundador de la Legión siguen blandiéndose como armas arrojadizas y ello afecta a la consideración misma del filme. No he estado últimamente en reunión alguna de colegas o amigos en la que en un momento dado no haya surgido la pregunta, “oye, ¿habéis visto la película de Amenábar?”, con inmediata cascada de pareceres encontrados, a veces precedidos de una tímida confesión, “yo no la he visto, pero…” o una contundente declaración de principios: “yo no la he visto… ¡ni la pienso ver…!”

Gracias a la labor de unos esforzados hispanistas franceses, especialistas en la obra unamuniana, he podido seguir la controversia en la prensa nacional y puedo dar fe de que han terciado en el debate los más variopintos articulistas desde los más recónditos rincones de nuestra piel de toro, a los que hay que sumar, naturalmente, todos los del ámbito digital. No menos de cien artículos he leído u ojeado. No es mi intención empero en demorarme en este caso porque ya tuve ocasión de referirme a él en estas mismas páginas de Disidentia cuando despuntaba la controversia y puedo remitir desde aquí a lo que ya dije.

Menos expectación mediática y más menguada acogida del público en general ha tenido otra película española que se estrenaba en las mismas fechas, La trinchera infinita, dirigida por tres cineastas vascos, Jon Garaño, Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi. Trata, para ilustrar sucintamente a quien no la haya visto, de uno de esos sujetos, los llamados “topos”, que se ocultaron durante décadas por temor a las represalias de la guerra civil y del período subsiguiente. Presentada en el último festival de San Sebastián, el menor impacto antes aludido se ha visto sobradamente compensado por una rendida admiración de la crítica.

La película, en efecto, es excelente, pero no la traigo aquí a colación por sus virtudes cinematográficas sino porque incide, aunque desde otra perspectiva, en la misma cuestión a la que antes me refería: no ya solo las secuelas de la guerra sino de manera más específica cómo puede condicionar la vida –individual, en el caso del filme; colectiva, en el caso general de nuestro país- el peso de nuestro pasado inmediato. O sea, nuevamente la Historia –otra vez, insisto, con mayúsculas- llamando a nuestra puerta como llama el Destino a la conciencia con tres golpes secos en tantas obras emblemáticas de nuestra cultura.

Por si fuera poco, también en esta rentrée otoñal se han dado cita varias importantes novedades editoriales que incidían en el mismo punto: no eran solo relevantes libros de historia sino que -ya desde la portada o incluso el propio título- subrayaban el carácter histórico de nuestro presente, esto es, hasta qué punto lo que somos hoy es consecuencia directa de nuestro pasado reciente o lejano. Uno de ellos, el de María Elvira Roca Barea, distinguido con el premio Espasa de Ensayo, acuñaba el término Fracasología para referirse a la actitud predominante en las elites españolas a la hora de juzgar la trayectoria histórica del país, remarcando desde el mismo título la continuidad, de los afrancesados a nuestros días.

Entre esos mencionados libros de reciente aparición cabe destacar igualmente dos volúmenes de considerable extensión y pareja ambición historiográfica, por más que ideológicamente representen tendencias dispares y de algún modo contrapuestas. Me refiero a ese impresionante vademécum que es España. Un relato de grandeza y odio de José Varela Ortega y la ambiciosa y polémica interpretación de nuestra historia contemporánea que ha efectuado el hispanista Paul Preston con el título de Un pueblo traicionado. También aquí el subtítulo resulta más significativo: España de 1874 a nuestros días. Corrupción, incompetencia política y división social. Una vez más, con razón o sin ella, se subraya la continuidad.

Ha querido el azar que por estos mismos días haya fallecido el historiador español que más páginas ha dedicado a este asunto del peso del pasado en nuestros afanes colectivos, Santos Juliá. Historiador claramente encuadrado en el ámbito progresista, eran notorias tanto sus simpatías socialistas como su vinculación intelectual y sentimental al azañismo, por no hablar de su dependencia de un medio de comunicación tan significativo como El País, diario en el que escribía regularmente. No deja de ser un claro exponente de la radicalización sectaria de nuestro ámbito intelectual que un historiador como Juliá se convirtiera de un tiempo a esta parte en la bestia negra de la autoproclamada auténtica historiografía progresista.

Para esta última no caben medias tintas que prolonguen el espíritu pactista de la Transición o perpetúen el silencio respecto a los crímenes de la dictadura y el olvido como falsa terapia. Cualquier intento de moderación es para ella sinónimo de traición y, desde este punto de vista, Santos Juliá como Andrés Trapiello o Javier Cercas, cada uno en sus respectivos campos, se había pasado al enemigo. Desde mi punto de vista, la recuperación del lenguaje guerracivilista no solo representa una cerrazón ideológica sino que trasciende ese ámbito y muestra bien a las claras la nueva dimensión que hoy se le pide a la historia, constituirse en elemento de combate.

Otra novedad en el sector que ha pasado más inadvertida –inevitable pero injustamente- es Retaguardia roja de Fernando del Rey. Pese al título genérico, que presumo una imposición editorial, se trata de una investigación rigurosa en el campo de la microhistoria, es decir,  circunscrita a unas coordenadas espaciotemporales muy determinadas, en su caso una zona manchega correspondiente a la provincia de Ciudad Real, durante los años de guerra. Mientras leía este libro, me imaginaba las cunetas rebosantes de cadáveres, casi intercambiables con los que presenta Amenábar en su recreación de la Salamanca azul: aquí mataban unos y allá los hotros. Los verdugos decían ser opuestos pero hacían lo mismo: matar y matar.

Esto es lo que no quieren ver ni oír los que se consideran con orgullo herederos de uno u otro bando, que militando en campos opuestos, la barbarie resultante era la misma. Por eso soy escéptico ante el protagonismo actual de la Historia y sobre todo el uso que se quiere hacer de ella. Es indudable, como ya he dicho, que la historia nos marca y en algunos aspectos hasta nos determina. Pero ahora se la invoca no para conocer y en su caso tomar nota, sino para acusar y deslegitimar al adversario, haciéndole directamente responsable de un pasado ominoso. La historia como tal queda triturada. Se evoca el pasado solo para convertirlo en recuerdo espurio y este se convierte así en mero acicate del rencor.

Imagen: Duelo a garrotazos, por Francisco de Goya


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).