Julio Cesar tras vencer a los llamados optimates, facción aristocrática de la república romana, en la batalla de Munda retorna a Roma y es aclamado por la multitud. Contando a su favor con un inmenso apoyo popular logra ser nombrado dictador y cónsul perpetuo de la república.  Su vasto proyecto reformador ambicionaba transformar a la decadente y corrupta república romana mediante una serie de reformas económicas y políticas. El senado, institución oligárquica romana, temerosa de que César acabara por consumar el  antiguo proyecto populista de los Graco urdió un complot para derrocar a César liderado por los senadores Marco Junio Bruto y Cayo Casio. Sin embargo el senado romano era consciente de la dificultad de la empresa que tenía por delante. Ante el enorme grado de aceptación popular que estaba alcanzando César entre las clases populares, el Senado diseñó una estrategia para neutralizar el peligro del general romano.

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Por un lado, se buscó convertir al peligroso líder militar y político populista en lo que hoy en día llamaríamos parte del establishment. Por otro lado se trató de acumular suficientes evidencias que pudieran presentar a César, caso de que las circunstancias lo requirieran, en un aspirante a déspota. César que era un hombre muy inteligente políticamente no aceptó los múltiples regalos envenenados que les presentaba la clase senatorial, y siempre que se presentaba la ocasión rechazaba públicamente aquellos atributos de poder que pudieran expresar una ambición no transitiva por el poder. Así César rechazó, mediante un ostentoso gesto de desprecio, la corona de laurel que le ofreció el sacerdote Liciano. El senador Cayo Casio, en un intento por mostrar al pueblo romano la sed de poder del recientemente nombrado dictador,  retiró la corona de laurel a César esperando algún tipo de reacción de desagrado por parte de éste.  Ante el intento de Marco Antonio por colocarle de nuevo la corona triunfal, César, visiblemente molesto, la arrojó lejos de sí.

Las alusiones de Trump al posible fraude electoral americano no son “violentas” para la izquierda porque inciten a sus seguidores a tomar violentamente el poder, desconociendo la voluntad popular expresada en las urnas. Son “violencia” porque rompen el silencio en relación a una serie de prácticas y discursos cuya legitimidad no se puede discutir

Unos días después el 44 ac César caía asesinado cuando era interceptado por un grupo de senadores en el teatro de Pompeyo, el lugar donde se reunía el senado. A partir de ese momento se comenzó a erigir la leyenda que presenta el célebre magnicidio cometido en el Idus de Marzo del año 44 como la fecha en la que se conmemoraba el triunfo de la libertad republicana frente al autoritarismo. Aunque los conspiradores senatoriales no lograron su objetivo político, debido en buena medida a la inteligente labor de Marco Antonio.

Sin embargo el culto a Bruto alcanzaría gran notoriedad en la edad moderna convirtiéndose en el símbolo de los defensores del llamado tiranicidio. En la época revolucionaria el culto a Bruto sería alegado tanto por los jacobinos en su pretensión de acabar con la vida del último capeto, como luego por los termidorianos que buscarían un paralelismo evidente entre las figuras de César y de Robespierre.  Ya consideremos a César un político ambicioso y sin escrúpulos, ávido de poder y maestro de la demagogia. O bien lo consideremos un líder popular dotado de gran carisma cuyo plan político de regeneración republicana jamás pudo llevarse a su fin por la conspiración urdida por la clase senatorial romana. Hay un hecho cierto: el conocimiento de César, lo que fue y lo que significó, no sólo para la historia romana sino para la civilización occidental siempre vendrá mediado por la imposición de un relato que lo ha presentado como un aspirante a tirano, al que una agonizante republica pudo hacer frente. Para muchos autores como Canovan, por el contrario, la muerte de César es la primera defunción del populismo en la historia. El primer intento exitoso de unas élites corruptas de ahogar un deseo popular de cambio social, político y económico

El día 6 de enero del 2021 pasará a la historia de los Estados Unidos, la república moderna más antigua del planeta, como un segundo intento de eliminación del populismo. No, como afirman algunos iletrados corresponsales y redactores poco versados en la historia americana, por constituir el mayor intento de desestabilización de la democracia americana. Esta ha conocido cuatro magnicidios (Lincoln, McKinley, Garfield, JF Kennedy),  una destrucción de la casa blanca durante la quema de Washington por los ingleses en 1812 o los luctuosos sucesos acaecidos en la década de los años 60 en la revolución contra-cultural que vivió el país norteamericano. La invasión del congreso de los Estados Unidos por una hueste de epígonos cutres de los Village People constituye un episodio grave en la vida institucional de la democracia americana, pero no más grave que otros vividos en los pasados meses y que han tenido como protagonistas a violentos grupos de antifas y miembros del BLM. Si no fuera por la gravedad del hecho de que se han producido muertes violentas todavía no adecuadamente aclaradas (respecto de las cuales no se plantean exigencias de esclarecimiento inmediato como en el caso de George Floyd), el ataque a Capitol Hill se asemejaría más a una parodia política dentro de una sit-comedy que a la marcha fascista sobre Roma o el famoso Putsch de Munich, como algunos han sugerido.

Más allá de lo que nos parezca Trump como persona, como político o como el 45 presidente de los EEUU, el proceso de caída de Trump orquestado por una confluencia de intereses de las Big tech, el establishment del Partido Republicano y el Partido Demócrata, los movimientos de izquierda radical y en buena medida por los errores del propio Trump tiene una significación política que va más allá del propio personaje.

Un balance ecuánime de la presidencia de Trump exige hacer mención de sus aciertos políticos y económicos, pero también de sus múltiples errores, algunos de los cuales pueden costar muy caros a la república americana en el futuro. Su principal error ha sido sobredimensionar sus fuerzas, fundamentalmente el papel de unas redes sociales cada vez más intervenidas y la lealtad de ciertos sectores del partido republicano. Junto a esto su gestión en materia de comunicación ha sido nefasta. Lo que le funcionó como candidato, outsider en las primarias republicanas y contra Hillary Clinton, esto es la provocación y la desorientación al oponente, se ha convertido en una enorme rémora cuando se ha convertido en presidente.

Sus continuos exabruptos han acabado por exasperar a buena parte del electorado republicano, más timorato en cuestión de modales, y ha acabado por espantar al electorado demócrata más moderado que podía haber resultado un gran caladero de votos para él dada la deriva radical del partido demócrata. Sin embargo y a pesar de todo logró mantener unos más que aceptables niveles de popularidad, pese a tener al 99 % de los medios en contra. No obstante ha sido su última infravaloración de la fuerza de sus adversarios lo que ha determinado su derrota, no ya política (esta se daba por descontada salvo por el círculo más trumpista) sino fundamentalmente cultural.

Trump ha perdido la batalla del relato. Su imagen ahora siempre quedará vinculada a una noción, la violencia, que la izquierda radical magistralmente ha resignificado. Por violencia ya no se entiende necesariamente un ejercicio físico o material de coerción sobre alguien o sobre algo. Violencia para la izquierda es lo que apuntaba Derrida en Escritura y Diferencia en su polémica con el estructuralismo: todo intento por alterar un marco significativo dado, una palabra puede ser según Derrida más violenta que un hecho en la medida en que la primera puede “romper la paz del silencio”. Las alusiones de Trump al posible fraude electoral americano no son “violentas” para la izquierda porque inciten a sus seguidores a tomar violentamente el poder, desconociendo la voluntad popular expresada en las urnas. Son “violencia” porque rompen el silencio en relación a una serie de prácticas y discursos cuya legitimidad no se puede discutir. Así todo discurso, práctica o acción, incluso la violencia, que venga del lado correcto de la historia (ideal progresista) no es violencia porque no rompe la estructura semántica fundamental sobre la que se erige la forma debida de pensar y actuar.

Que la izquierda radical abomine del trumpismo y de Trump va de suyo. Que la derecha liberal y conservadora lo haga puede ser más discutible. Que un personaje como Trump no sea del agrado del establishment conservador y liberal es comprensible también. Sus modos no son los del GOP (Great Old Party), sin embargo, que esta tradición rechace el trumpismo por su carácter tendencialmente violento y anti-institucional me parece mucho más discutible. Voy a dedicar un par de artículos más analizar por qué Jorge Vilches, José Luis González Quirós o Antonio Papell, cada uno de ellos por razones diferentes, aunque coincidentes en el fondo del asunto, yerran al vincular el populismo trumpista con la violencia y lo sitúan en un territorio cercano al fascismo.

Foto: History in HD


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