Hace varias semanas se hizo viral el vídeo compartido por un usuario de twitter en el que se podía observar a un caracol que, como si fuera un pavo real, exhibía a lo largo de su anatomía los colores del arcoíris con movimientos sincronizados e hipnóticos. Tanto el usuario que subió el vídeo a la red social, como otros muchos que lo comentaron y compartieron, se mostraban impresionados con la belleza del colorido caracol, que les servía como pretexto para alabar la belleza de la naturaleza y del mundo animal.

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Pero la ciencia demostró que los contoneos multicolor del caracol nos distraían a todos de la siniestra realidad: los impulsos que le llevaban a exhibir acompasadamente esa fantástica gama cromática los causaba un parásito, un gusano que había infectado su cerebro con el objetivo de hacerlo atractivo para su depredador, las aves, en cuyos estómagos se reproduce y a través de cuyas heces es expulsado al exterior para buscar nuevas víctimas.

La triste historia del caracol zombificado que es devorado por un parásito mientras el público asiste impertérrito, embelesado con la belleza del espectáculo, me traslada a la situación política actual de nuestro país.

Se trata de un hermoso despliegue de color y emotividad con un formato embriagador para la ciudadanía, que transforma la política en el instrumento para la búsqueda de la perpetua belleza y felicidad, de un mundo seguro y perfecto en el que el bien triunfe sobre el mal

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, se pavonea orgulloso de su apostura y la exhibe en los continuos reportajes fotográficos y vídeos de los eventos oficiales a los que asiste, con los que su gabinete inunda los medios de comunicación y las redes sociales. Su atractivo físico lo engalana con la ventaja que le confiere la erótica del poder y con discursos efectistas en los que repite consignas feministas y ecologistas vacías de contenido, pero de enorme belleza estética, cuya contemplación genera en el oyente la falsa creencia de sosiego, moderación y estabilidad. Hasta tal punto llega el ahínco de los socialistas por explotar la belleza como eslogan electoral, que se apropiaron con descaro de la colorida simbología escogida por la ONU para representar la agenda 2030 sobre el desarrollo sostenible.

Se trata de un hermoso despliegue de color y emotividad con un formato embriagador para la ciudadanía, que transforma la política en el instrumento para la búsqueda de la perpetua belleza y felicidad, de un mundo seguro y perfecto en el que el bien triunfe sobre el mal, mientras se soslayan los verdaderos problemas y retos en los que se halla embarcada la sociedad española.

Pero la realidad es tan triste como la de nuestro desdichado caracol: la belleza física y discursiva que gira en torno al presidente en funciones y candidato a la presidencia del gobierno no es más que una cortina de humo, pretenciosos fuegos artificiales que no nos dejan ver al parásito que lo zombifica: la ideología carmencalvista que se agazapa en las sombras, y que mueve los hilos para colonizar con políticas identitarias y sectarias las instituciones y parasitar sine die los organismos públicos, la educación y la cultura de nuestro país, hasta alcanzar nuestras mentes mientras, entretanto, asistimos obnubilados con el hermoso espectáculo multicolor.


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