Ahora que parece que los españoles vamos a ser llamados de nuevo a las urnas para intentar resolver una situación enrevesada que los políticos se muestran incapaces de gestionar –el fin del bipartidismo, para simplificar y entendernos-, surge una pregunta recurrente a la vista de las previsiones y los datos de las encuestas: ¿cómo es posible que el actual presidente del gobierno en funciones pueda ser de nuevo -y de lejos- el más votado, o sea, el preferido por los españoles? ¿Nos hemos vuelto locos?

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Como no pretendo hacer aquí un alegato partidista, debo aclarar que no es mi intención descalificar ideologías. No se me ocurriría hacer el planteamiento de las líneas anteriores si el candidato socialista fuera un Josep Borrell o incluso (¡fíjense hasta dónde estoy dispuesto a llegar!) un García-Page. Quiero decir con ello que el problema en el caso de Pedro Sánchez, desde mi punto de vista, no es de orden ideológico, sino puramente personal: cómo un personaje tan transparentemente arribista, vacuo y mendaz puede concitar la adhesión de millones de españoles.

Aunque la cuestión arriba planteada se presta a respuestas simples y expeditivas –como exabruptos de barra de bar- creo que en cierto modo es obligación de los analistas tomarla en serio porque todos los indicios apuntan a que nuestras democracias están abocadas a este tipo de paradojas: cuanto más arduos son los problemas a los que nos enfrentamos en este mundo globalizado e hipertecnificado, más tendemos a elegir para que nos resuelvan la papeleta a sujetos inanes, esos que antes se llamaban charlatanes de feria. A veces, literalmente: ya son varios los payasos que han ganado elecciones en diversos países.

Tendríamos que hablar más que de paternalismo, de Estado maternal, aspiración irrenunciable del socialdemócrata de manual. Todo esto estaría muy bien si no fuera porque a uno se le ocurre la reacción de Josep Pla ante el lujo de París: y todo eso, ¿quién lo paga?

Reconozcamos por de pronto que no es un problema nacional. Basta alzar la vista más allá de los Pirineos y mirar lo que está sucediendo en la política británica, italiana o estadounidense, por mencionar países con los que nos unen vínculos profundos y no citar ahora otros casos más lejanos pero igualmente significativos. No obstante, debo precisar también que la explicación que voy a ensayar aquí se corresponde básicamente con las coordenadas nacionales. No es específica de España en sentido estricto pero sí es cierto que en España se dibuja con particular nitidez. Me explico inmediatamente.

A riesgo de promover algunas malinterpretaciones, expresaré con absoluta rotundidad mi hipótesis explicativa, que luego trataré de argumentar: aunque el PSOE presentara como candidata de gobierno a Belén Esteban –sustituyan si lo prefieren este nombre por cualquier otro, siempre que sea en ese nivel de estadista y preparación intelectual- seguiría siendo el partido hegemónico en un escenario de relativa normalidad, es decir, a menos que se produjeran circunstancias excepcionalmente desfavorables, como una corrupción insoportable o una brutal crisis económica después de una gestión nefasta.

Obviamente, cito estos dos casos no por causalidad sino porque fueron las razones que propiciaron el fin del ciclo de Felipe González (1996) y la abrupta caída de Zapatero (2011). Si no se dan estas circunstancias, la normalidad que debemos tomar como punto de partida o, por lo menos, la normalidad que muestra hasta ahora el devenir de nuestra joven democracia, es la del triunfo natural del PSOE. Me remito a los hechos. Desde 1982, con la implosión de un partido centrista, la UCD y la configuración de un bipartidismo imperfecto, hasta la crisis de este en 2015, el PSOE gana 6 elecciones generales (1982, 1986, 1989, 1993, 2004 y 2008) y el PP la mitad (1996, 2000 y 2011).

En otras palabras, el PSOE gobierna grosso modo unos veintiún años, por unos doce del PP. Es verdad que las elecciones de 2015 las vuelve a ganar el PP, pero no le sirve de nada y hay que volver a las urnas al año siguiente (2016) para configurar una insuficiente mayoría que termina con el éxito de la moción de censura de Pedro Sánchez (2018). Del mismo modo en ese ínterin se produjo una circunstancia insólita, la posibilidad de que el PSOE perdiera la hegemonía de la izquierda a manos de Unidas Podemos, pero el célebre sorpasso fue tan solo una amenaza que no llegó a consumarse y que hoy parece muy lejos de repetirse.

Así las cosas, la realidad es tan obvia –tan tozuda, como dicen algunos- que desde hace tiempo circulan explicaciones más o menos fundamentadas o sofisticadas. Quizá la más certera en su aparente sencillez es la que señala que el PSOE se ha logrado mimetizar con la España real hasta el punto de que es con diferencia el partido en el que más se reconocen los españoles, por la sencilla razón de que, con sus virtudes pero también con sus defectos, es el que más se parece a España en su conjunto.

No siendo despreciable el argumento, a mí me parece insuficiente, quizá porque creo que las cosas por lo general no suelen ser producto de la casualidad y esto de los parecidos sin más me resulta algo sospechoso. En política en particular se cosechan triunfos cuando antes se ha sembrado, no por generación espontánea. Si lo antes expuesto es cierto, lo es en la medida y resultado de una paciente labor de propaganda ideológica que no se reconoce como tal, una lluvia fina que cala cual fenómeno natural en el conjunto de la sociedad española. Algo por otra parte no muy distinto de lo que hacen los nacionalismos vasco y catalán.

Como ustedes sabrán, recientemente se publicó el Estudio Europeo de Valores 2019 de la Fundación BBVA. Apenas hay novedades relevantes en cuanto a los resultados respecto a años anteriores. Por simplificar y atendiendo a lo más notable para lo que aquí se argumenta, los españoles se reconocen mayoritariamente en un 4,4 en una escala del 0 (extrema izquierda) al 10 (extrema derecha). Socialdemocracia pura. Puro PSOE. De modo complementario, se puede resaltar que entre el 0 y el 5 se sitúa… ¡el 68% de los encuestados!

Los datos son todavía más significativos si introducimos criterios comparativos internos y externos. Con respecto a los primeros, por ejemplo, los españoles que se autoperciben en la extrema izquierda (de 0 a 2) casi duplican (20%) a los que se posicionan en el extremo opuesto (11%). Con respecto a los segundos, las comparaciones internacionales, el susodicho porcentaje de extrema izquierda (uno de cada cinco españoles) es exactamente el doble del resto de países analizados (Reino Unido, Alemania, Francia e Italia), que se sitúa en el 10%.

No doy más cifras sino que resumo: los españoles en su conjunto quieren verse como progresistas, solidarios y tolerantes (otra cosa es que en realidad lo sean, pero no estamos hablando de eso). Aquí tratamos de valores y su traslación al campo político. Cualquier iniciativa que se ampare bajo el manto del progresismo tendrá siempre ventaja en el mismo punto de partida. Por el contrario, cualquier grupo o partido al que se moteje de conservador (no digamos ya reaccionario o fascista) o simplemente xenófobo, tendrá que hacer un esfuerzo suplementario para explicarse y con mucha probabilidad su esfuerzo será baldío.

El corolario de todo ello es la valoración de la protección estatal como objetivo superior, si no supremo, es decir, la interpretación del Estado del bienestar como ilimitada fuente asistencial y benefactora, proveedora inagotable de pensiones, prestaciones sanitarias, subvenciones, indemnizaciones y toda suerte de ayudas para “colectivos desfavorecidos”, que cada vez resultan ser más: niños, jóvenes, estudiantes, mujeres, enfermos, inmigrantes… A tono con los tiempos, tendríamos que hablar más que de paternalismo, de Estado maternal, aspiración irrenunciable del socialdemócrata de manual. Todo esto estaría muy bien si no fuera porque a uno se le ocurre la reacción de Josep Pla ante el lujo de París: y todo eso, ¿quién lo paga?

Pero en una campaña electoral ningún candidato va a ser tan tonto como para plantear esa pregunta y sí, en cambio, intentará seducir a los electores ofreciendo más y mejor socialdemocracia, ideal u objetivo en el que convergen tanto la derecha (socialdemocracia liberal-conservadora) como la izquierda (socialdemocracia progresista). En esas coordenadas se entenderá perfectamente lo que antes pudo pasar por una boutade: en condiciones de normalidad, lo normal es que el PSOE, el partido que más se parece a España y los españoles, siga conservando su posición hegemónica. Con Sánchez o con el lucero del alba.

Foto: Edwin Andrade


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).