La escena final de la película The Last Full Measure (2019), del director Todd Robinson, expresa con la sencillez que sólo el cine es capaz algo complejo y valioso, y que desde hace ya tiempo parece que hemos olvidado o, quizá, nos han hecho olvidar: la trascendencia que tienen los actos de un hombre solo.
El film en cuestión relata la historia del héroe de la Guerra de Vietnam William H. Pitsenbarger, un paracaidista de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que salvó personalmente a más de sesenta hombres.
Durante una misión de rescate el 11 de abril de 1966, Pitts (así llamaban sus compañeros a Pitsenbarger) eligió voluntariamente abandonar la relativa seguridad del helicóptero de rescate para, sobre el terreno y bajo un fuego muy intenso, atender a los heridos. Algo que los demás miembros de su equipo se negaron a hacer, porque juzgaron, y con razón, que era un suicidio.
Contra todo pronóstico, Pitts logró hacer su trabajo y mantenerse milagrosamente intacto. Sin embargo, cuando se le ordenó subir al último helicóptero para ser evacuado, optó por desobedecer y quedarse en tierra para atender a los heridos que, pese a todos sus esfuerzos, no dejaban de amontonarse. Esta última decisión le supuso sacrificar su vida en una de las batallas más sangrientas de la guerra.
Aguardamos la emergencia de un líder milagroso que nos saque del atolladero. Desgraciadamente, los líderes no caen del cielo, surgen de entre nosotros, y sus virtudes y capacidades suelen corresponderse con nuestros actos anónimos
Treinta y dos años después de ese suceso, por uno de esos extraños azares de la burocracia, Scott Huffman, funcionario del Pentágono, se vio en la tesitura de desempolvar la solicitud de la Medalla de Honor para Pitsenbarger cursada en 1967 por Tulley, su mejor amigo y compañero, y sus padres Frank y Alice. Huffman, con desgana, se dedicó a recopilar los testimonios de los veteranos que habían sido testigos o salvados por Pitt. Su reconstrucción de los hechos avanzó razonablemente bien hasta que se topó con la resistencia de sus propios jefes en el Pentágono. Entonces Huffman tuvo que hacer una difícil elección: continuar con sus pesquisas, poniendo en riesgo su carrera, o devolver al cajón la solicitud de la Medalla de Honor a favor de Pitsenbarger.
En circunstancias normales, Huffman, que era un funcionario ambicioso, habría escogido complacer a sus jefes. Sin embargo, los testimonios a los que había tenido acceso le habían conmovido profundamente. Así que, para sorpresa de todos, incluido el propio Huffman, decidió jugarse el todo por el todo y hacer justicia al héroe caído.
La escena final de la película se desarrolla de la siguiente manera. Durante el acto de entrega póstuma de la Medalla de Honor al malogrado William H. Pitsenbarger, el orador que preside el acto se dirige a los asistentes y les dice: “Esto no figura en el programa pero, si me conceden algo más de su tiempo, me gustaría reconocer a algunos hombres que van a odiarme por esto. Tenemos entre nosotros a algunos veteranos de la ‘operación Abilene’. Estos hombres fueron testigos del heroísmo de William H. Pitsenbarger y han trabajado durante treinta y dos años para que este día llegara… ¿Harán el honor, por favor, de ponerse en pie?”
Los interpelados dudan por unos momentos y se miran entre sí. Durante todo este tiempo han vivido traumatizados o sobrellevando un profundo sentimiento de culpa y lo último que desean es mostrarse públicamente. Pero, finalmente, se levantan de sus asientos y se ponen en pie.
Entonces el orador prosigue: “Y los aviadores de la unidad de Pitts, ¿se ponen en pie también?” y al poco otro grupo de asistentes se levanta. “Y cualquier otro rescatista de Vietnam, ¿se ponen en pie?” insiste el orador, y más personas se levantan de sus asientos. “Si hay algún otro veterano aquí, ¿se ponen en pie, por favor?” insiste nuevamente, y más asistentes se ponen en pie. Pero el orador no se detiene ahí, continúa: “Si hay esposas o padres aquí, ¿se ponen en pie? Y los hijos y nietos, ¿pueden sumarse? Y cualquier otro amigo o familiar al que hayan conmovido de algún modo los actos del receptor de esta Medalla de Honor, ¿pueden ponerse en pie?”.
Cuando por fin termina, todos y cada uno de los asistentes a la ceremonia están de pie. Entonces, el orador, tras recorrer con la mirada el salón de actos, dice: “Fíjense. Este es el poder de lo que una sola persona puede hacer”.
Obviamente, aunque basada en hechos reales, se trata de una película, y no especialmente brillante. Además, hoy día el sacrificio supremo, esto es, dar la vida por los demás, es para la inmensa mayoría un acto fuera de la lógica de nuestro tiempo. Este tipo de heroísmo pertenece al mundo de ayer. En el presente, la guerra no sólo nos parece inconcebible, sino que los sacrificios y actos de heroísmo que conlleva nos resultan anacrónicos.
No obstante, la escena final de The Last Full Measure, que, todo sea dicho, es bastante fiel a la realidad, desvela una circunstancia que trasciende tanto el contexto temporal como el estado de opinión imperante en cada época. Es cierto que el sacrificio del sanitario Pitts es la expresión sublime de un heroísmo anacrónico y que, por lo tanto, no se corresponde con nuestra realidad, sin embargo, pone en evidencia un efecto multiplicador. Las acciones sean buena o malas de una única persona siempre tienen consecuencias, se propagan, la mayoría de las veces veces de forma inapreciable, como las ondas generadas por una pequeña piedra que es lanzada sobre la superficie de un estanque.
No importa si se trata de acciones sublimes, dignas de ser noveladas o llevadas a la gran pantalla, o de actos ordinarios que pasan desapercibidos, este efecto multiplicador está presente en todas ellas. Esto significa que lo que hacemos individualmente influye en nuestro entorno, en los otros y en nosotros mismos, bastante más de lo que somos capaces de apreciar o reconocer.
Evidentemente, este hecho casa bastante mal con las sociedades de masas, donde la tónica general es el anonimato y la reducción del individuo a la nada. En estos entornos masificados y cada vez más virtuales, lo habitual es sumirse en colectivos para que sean los intereses grupales, que supuestamente compartimos, los que prevalezcan. De esta forma, aceptamos nuestra alienación como individuos, lo que ya de por sí es bastante inquietante, pero sobre todo descargamos de responsabilidad nuestros actos, despreciando su efecto multiplicador y los beneficios o perjuicios que con ellos propagamos.
Así, paso a paso, acto a acto, decisión a decisión, el efecto multiplicador nos ha conducido hacia una situación límite de la que, paradójicamente, nadie, salvo un puñado de nombres propios, parece ser responsable. Ahora, aguardamos la emergencia de un líder milagroso que nos saque del atolladero. Desgraciadamente, los líderes no caen del cielo, surgen de entre nosotros, y sus virtudes y capacidades suelen corresponderse con nuestros actos anónimos.
Decía Bertolt Brecht que desgraciado es el país que necesita héroes, porque esto significa que todos los demás han fallado y que sólo un milagro evitará la debacle. Pero ni cien William H. Pitsenbarger habrían evitado que la guerra de Vietnam acabará en desastre porque las malas decisiones y despropósitos que afectaron a su devenir se sucedieron de forma abrumadora y desde todas partes.
En verdad, lo que se debe aprender del heroísmo de tipos como el tal Pitt no es que los milagros existen, ni siquiera que su muerte no fue en vano porque, al fin y al cabo, salvó sesenta vidas. No es eso, no. Tanto en guerra como en tiempos de paz, seamos héroes o personas corrientes, lo que Pitt nos enseña es que lo que hacemos individualmente siempre tiene consecuencias, las queramos ver o no. Nos demuestra, en definitiva, el poder de lo que una sola persona puede hacer… para bien o para mal.
Imagen: fotograma de la película The Last Full Measure.