Donald Trump lo ha vuelto a hacer: decir en voz alta lo que otros sólo se atreven a susurrar. “España debería ser expulsada de la OTAN”, proclamó con su habitual desparpajo. Y aunque parezca una fanfarronada más, una patada diplomática —otra— en la espinilla de un socio cada vez menos fiable, lo cierto es que su frase encierra una advertencia: España se ha convertido en un socio imprevisible.
En Washington, los informes sobre la deriva española se amontonan desde hace tiempo. Nuestro país apenas roza el 1,2 % del PIB en gasto militar —muy lejos del 2 % exigido a los aliados—, y combina ese incumplimiento con una política exterior errática, una retórica antioccidental cada vez más marcada y una hostilidad abierta hacia Israel, aliado clave de Estados Unidos. De Ucrania a Gaza, España proyecta una ambigüedad que inquieta a quienes sostienen el armazón del orden occidental.
No es sólo Trump. En los despachos de Bruselas, además de los de Washington, ya no se habla de “la posición española”, sino del “problema español”
Trump, pragmático hasta la brutalidad, no siempre mide sus palabras, pero sí sus advertencias. Cuando habla de expulsar a España, en realidad está diciendo algo más grave: que Madrid ha dejado de ser fiable. Y ese mensaje, en el lenguaje áspero de la geopolítica, no se pronuncia a la ligera. La reiteración revela que en Washington la desconfianza hacia el Gobierno español —y, por extensión, hacia España misma— va en aumento. En un mundo cada vez más volátil, la confianza es la nueva divisa estratégica, y la de España cotiza peligrosamente a la baja.
Formar parte de la OTAN no significa sólo obedecer a Washington, como caricaturizan sus detractores, sino compartir un destino político, tecnológico e incluso moral. Estar en la Alianza implica acceso a inteligencia compartida, sistemas de defensa avanzados, estabilidad económica y, sobre todo, protección recíproca. Es, en definitiva, la línea que separa la autonomía estratégica de la soledad defensiva. Y lo que Trump parece haber olfateado —quizá antes que nadie— es que España se desliza con obstinación hacia esa soledad.
No es sólo Trump. En los despachos de Bruselas, además de los de Washington, ya no se habla de “la posición española”, sino del “problema español”. Hace no mucho, los diplomáticos calificaban nuestra política exterior como una “ambigüedad calculada”. Hoy, los mismos funcionarios hablan más bien de deriva. España juega en dos tableros: el de la Alianza Atlántica y el de un nuevo bloque híbrido que mezcla democracias fatigadas con dictaduras en ascenso.
El viraje no empezó ayer. José Luis Rodríguez Zapatero lo inauguró con su retórica antiamericana y su proximidad a los regímenes bolivarianos. Pedro Sánchez no ha hecho más que perfeccionarlo: cortejo a China, equidistancia con Rusia, guiños a Irán y Turquía, y un discurso cada vez más alineado con el frente euroasiático que intenta debilitar a Occidente desde dentro.
Los ejemplos se acumulan. Huawei, pese a las advertencias de la inteligencia aliada, sigue presente en infraestructuras críticas de telecomunicaciones. Más de un centenar de empresas chinas operan en el sector energético español, muchas en posiciones estratégicas. La dependencia tecnológica respecto a Pekín en materia de renovables se ha convertido en un lazo dorado que compromete la autonomía industrial. Los viajes del presidente a China se multiplican; los encuentros con nuestros aliados tradicionales, en cambio, escasean.
En este contexto de desconfianza creciente ha llegado la última afrenta: el rechazo definitivo al caza estadounidense F-35 y la apertura de un diálogo con Turquía —y la pretensión de involucrar a Airbus— para cooperar en el desarrollo del TAI Kaan, competidor directo del avión norteamericano. Lo que a primera vista parece una decisión técnica es, en realidad, un gesto político: otro movimiento que confirma un cambio de eje. En Washington no albergan dudas y lo han interpretado como una deserción encubierta del ecosistema tecnológico aliado. De hecho, ese último gesto del Gobierno español encaja milimétricamente con la declaración más reciente de Trump: “España debería ser expulsada de la OTAN.”
El Gobierno puede seguir invocando la “autonomía estratégica europea”, eufemismo con el que disfraza su distanciamiento del liderazgo estadounidense. Pero esa autonomía, sin músculo militar ni industria de defensa sólida, equivale a una desnudez voluntaria. Y desnudo, en geopolítica, no se está mucho tiempo. España juega en dos tableros, sí, pero sin la astucia de un espía ni la fuerza de una potencia. Y cuando se juega en dos tableros en condiciones tan precarias, lo más probable es acabar siendo una pieza, no un jugador.
Imaginemos un amanecer de 2028. Un dron hostil sobrevuela Ceuta. En Melilla, los sensores de Defensa se apagan tras un ciberataque. En el Estrecho, un destructor estadounidense da media vuelta: su mandato ya no incluye aguas españolas. Madrid está sola. Una operación de guerra híbrida —una revuelta interna combinada con hostigamiento exterior— bastaría para comprometer la integridad territorial. Ante semejante escenario, España tendría que decidir entre la humillación y la escalada, con desenlace imprevisible.
La expulsión formal de la OTAN no está prevista en sus tratados, pero la marginación práctica sí: basta con dejar de compartir inteligencia, excluir del planeamiento operativo y cerrar el grifo de la cooperación tecnológica. El aislamiento no empieza con un portazo; empieza con el silencio.
Sin el respaldo político y operativo de la Alianza, España vería agravada una de sus vulnerabilidades históricas: la indefinición sobre la defensa de Ceuta y Melilla, territorios fuera del perímetro del Artículo 5. Su seguridad depende más de la voluntad política de los aliados que de un compromiso jurídico, y esa voluntad no se gana exhibiendo deslealtad. Canarias, aunque sí amparadas por la cláusula de defensa colectiva, quedarían igualmente expuestas si España quedara fuera del paraguas aliado. Las rutas marítimas del Estrecho y del Mediterráneo occidental perderían su cobertura disuasoria, encareciendo seguros y transportes. Los programas de cooperación industrial y tecnológica —Airbus, Indra, el futuro escudo antimisiles europeo— se resentirían por falta de confianza. Y, con ellos, miles de empleos de alta cualificación y millones en inversión. Allí donde termina el Artículo 5, empieza la incertidumbre. Y en esa franja ambigua, España ya no tendría aliados, sólo vecinos.
Fuera del paraguas atlántico, España no sería una potencia neutral, sino un territorio vulnerable. Un socio degradado, sin acceso a la inteligencia compartida ni a los sistemas de defensa integrados. Un país visible en los radares de Pekín y Moscú, pero invisible en los de Washington y Bruselas. La consecuencia sería inmediata: España dejaría de ser actor para convertirse en escenario. Y las naciones convertidas en escenarios suelen acabar siéndolo de otros.
La historia enseña que los países que olvidan quién los protege acaban preguntándose quién los invade. España, que fue puente entre civilizaciones, corre hoy el riesgo de transformarse en frontera. Y las fronteras, cuando no se defienden, se borran.
Quizá todo lo que hace Pedro Sánchez sea, como muchos sostienen, una sucesión de huidas hacia adelante. Pero la acumulación de decisiones, gestos y omisiones configura un patrón demasiado constante para atribuirlo al azar. Desde la ruptura con Israel hasta el acercamiento a China y Turquía, pasando por la erosión deliberada de los vínculos con Washington y Bruselas, la política exterior española se ha desplazado —casi imperceptiblemente al principio, de forma acelerada después— hacia un eje que ya no es occidental.
Es difícil saber si ese desplazamiento responde a una estrategia deliberada o a condicionamientos externos. Conviene recordar que el propio Sánchez fue víctima de un ataque con el software Pegasus, un hecho que en cualquier otra capital habría desencadenado una crisis de seguridad nacional. En España, se despachó como una incidencia técnica. Ese episodio, nunca esclarecido, añade una sombra inquietante: la posibilidad de que parte de la acción exterior española esté condicionada por actores que operan fuera del control soberano.
Sea por deseo propio o por dependencia de otros, el resultado es el mismo: una alteración paulatina del eje geopolítico nacional, una pérdida de anclaje en el bloque atlántico y una creciente permeabilidad a los intereses de potencias adversarias. No hace falta imaginar conspiraciones para advertir que algo estructural está cambiando.
Como en toda novela de espionaje, los protagonistas rara vez saben que lo son hasta que el desenlace ya está escrito. La cuestión ya no es si España sigue en la OTAN, sino cuánto tiempo más la OTAN seguirá contando con España.
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