Desde los albores de la historia, Europa se ha caracterizado por ser un continente marcado por la guerra. Desde el auge y caída de Roma, las invasiones germánicas, las Cruzadas, la Guerra de los Treinta Años, las guerras napoleónicas y los dos conflictos mundiales del siglo XX, el Viejo Continente ha sido un escenario de batallas constantes, donde el equilibrio de poder se ha construido sobre ejércitos, conquistas y alianzas forjadas en sangre. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, esta tradición bélica dio paso a una transición insólita: Europa dejó de verse a sí misma como un actor militar clave y abrazó una filosofía de pacifismo extremo que, en muchas ocasiones, ha derivado en una cobardía disfrazada de diplomacia.
La transición al pacifismo
El giro de Europa hacia el pacifismo tiene su raíz en la devastación absoluta que dejó la Segunda Guerra Mundial. Tras el conflicto, la prioridad era la reconstrucción, no la revancha. Con la creación de instituciones como la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957 y, posteriormente, la Unión Europea, el continente se volcó en la idea de que la interdependencia económica sería la garantía de la paz. En paralelo, la Guerra Fría delegó la defensa del bloque occidental a Estados Unidos, permitiendo que muchas naciones europeas redujeran drásticamente sus presupuestos militares.
Los últimos 70 años han visto cómo Europa ha desmantelado sistemáticamente su capacidad bélica en nombre de una visión idealista de la diplomacia y la legalidad internacional
Los últimos 70 años han visto cómo Europa ha desmantelado sistemáticamente su capacidad bélica en nombre de una visión idealista de la diplomacia y la legalidad internacional. Mientras tanto, actores como la URSS y, posteriormente, Rusia, China y otras potencias emergentes, han seguido manteniendo un enfoque realista de la política internacional basado en la proyección de fuerza.
Del pacifismo a la irrealidad
El pacifismo de Europa no solo se convirtió en una doctrina oficial, sino en un dogma incuestionable. Los líderes europeos promovieron la idea de que el derecho internacional, la diplomacia y las sanciones económicas eran suficientes para contener a regímenes agresivos. Ejemplos de esta creencia son:
- La inacción de Europa en la Guerra de los Balcanes durante la década de 1990, que requirió la intervención de Estados Unidos.
- La anexión de Crimea en 2014, cuando la respuesta europea se limitó a sanciones económicas sin ningún efecto real en la estrategia de Moscú.
- La dependencia energética de Rusia, que continuó hasta bien entrado el siglo XXI, con países como Alemania reforzando su compromiso con el gas ruso a pesar de las advertencias sobre la instrumentalización de los recursos energéticos por parte del Kremlin.
Esta desconexión entre la realidad geopolítica y la fe en el pacifismo absoluto ha convertido a Europa en un continente vulnerable y débil ante adversarios que no comparten sus valores ni su visión del mundo.
La cobardía Interesada
En muchos casos, el pacifismo de Europa ha sido menos una convicción moral que una justificación conveniente para evitar asumir responsabilidades. La reducción del gasto en defensa no solo responde a una visión utópica del mundo, sino también a la comodidad de delegar la seguridad en terceros, principalmente Estados Unidos y la OTAN. Esta estrategia ha permitido a muchos países europeos destinar más recursos a sus Estados de bienestar, sin preocuparse por el costo de la defensa propia.
Sin embargo, este modelo ha mostrado sus límites. La crisis ucraniana ha evidenciado que, cuando un conflicto serio estalla en su propio continente, Europa no tiene la capacidad militar ni la voluntad política para responder de forma efectiva. La necesidad de depender nuevamente del apoyo militar estadounidense para asistir a Ucrania confirma la incapacidad europea para sostener su propia seguridad.
¿Un punto de inflexión?
Los acontecimientos recientes han generado un despertar incipiente en ciertos sectores de la política europea. Países como Polonia y los Estados Bálticos han aumentado su gasto militar y han reforzado sus capacidades defensivas, conscientes de la amenaza real que representa Rusia. Alemania, tras décadas de recortes militares, ha anunciado planes para reforzar su ejército, aunque con muchas reservas.
A pesar de estos movimientos, el cambio es lento y está lleno de resistencias internas. Una parte significativa de la opinión pública europea sigue aferrada a la idea de que la guerra es un fenómeno del pasado y que el diálogo puede resolver cualquier conflicto. Esta mentalidad no solo es ingenua, sino que pone en riesgo la estabilidad y seguridad del continente.
Europa ha transitado de ser un continente marcado por la guerra a uno en el que el pacifismo extremo ha debilitado su posición en el mundo. Mientras que el ideal de la paz es noble y deseable, no puede sustentarse en la negación de las realidades geopolíticas. Sin un cambio de enfoque, el Viejo Continente corre el riesgo de seguir siendo un actor irrelevante en los grandes conflictos del siglo XXI, confiando en que otros asuman su defensa mientras mantiene una postura de superioridad moral que, en la práctica, solo oculta su vulnerabilidad.
Europa debe recordar que la paz no se garantiza con buenas intenciones, sino con la capacidad y la voluntad de defenderla.
*** Marcelo Langarica
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