En una entrevista hace unos días con Juan Verde, el español que más alto ha llegado en Washington, contaba que ellos, los del Partido Demócrata, necesitaban sólo cuatro datos para saber el sentido del voto de cualquier estadounidense: el nombre, el código postal, la edad, la marca de su automóvil. Cuatro datos son suficientes para predecir el sentido de su voto con una fiabilidad del 97 por ciento.
Llevo, desde que me lo contó, con el juicio suspendido. No he querido enfrentarme a lo que ello supone. ¿De veras somos tan previsibles? ¿las circunstancias nos constriñen con una fuerza invencible? ¿O hay una lógica subyacente en estos cuatro aspectos, que pertenecen a conjuntos en principio disjuntos, y nosotros nos limitamos a seguirla como quien transita un camino ya trazado?
Parece que hay realidades culturales y políticas que guardan relación entre sí y que, como el humo lleva al fuego, así conducen algunas manifestaciones de nuestras acciones a otras que considerábamos ocultas, o al menos discretas. El libre albedrío no es albedrío estocástico, actuamos como tejiendo una red, en la que cada uno de los nodos tiene relación con el anterior.
Cambridge Analytica robó (accedió sin su permiso) los datos de 50 millones de usuarios de Facebook. Y, como en el caso de los códigos postales y las marcas de automóviles, utilizó esos datos para identificar el sentido del voto
Este asunto es ahora de plena actualidad. Pero no porque esperemos que un nuevo John Locke describa la naturaleza del entendimiento humano, un asunto que no ocupa las portadas de los medios, sino por la combinación entre destreza técnica y cléptica de Cambridge Analytica. Esta empresa robó (accedió sin su permiso) los datos de 50 millones de usuarios de Facebook. Y, como en el caso de los códigos postales y las marcas de automóviles, utilizó esos datos para identificar el sentido del voto, entre otras cosas.
Y utilizó la propia red social para enviar mensajes, especialmente destinados a ellos, para incitarles al voto por Donald Trump o, cabe pensar, para hacer que desestimaran el voto, que probablemente iría por Clinton. La huella digital, en una única cuenta que además está ligada a nuestra persona, tratada con inteligencia artificial, es capaz de decir a un tercero cómo pensamos y qué deseamos. Nos desnuda y nos hace vulnerables.
La red social liderada por Marc Zuckerberg ha expulsado a Cambridge Analytica del la megalópolis virtual que es Facebook. Pero, con ello, el joven empresario no ha cerrado el asunto. Es verdad que Cambridge Analytica rechaza la acusación, y alega que sólo utilizó los datos de los 270.000 usuarios que se los cedieron voluntariamente. Pero independientemente de que la acusación sea cierta o no, la empresa tecnológica tiene una responsabilidad evidente.
A Facebook le entregamos todos los datos que necesita para saberlo todo comercialmente, y políticamente, de nosotros
Facebook es gratis. Y la compañía vale miles de millones de dólares. ¿Qué es lo que proporciona su valor? Nosotros, los usuarios. Y no sólo nuestra monomaníaca presencia en la red social. Un cuarto de la población forma parte de la red social, y pasamos muchos minutos mirando sus actualizaciones. El verdadero valor proviene de que le entregamos todos los datos que necesita para saberlo todo comercialmente, y políticamente, de nosotros.
Ya no tienen que buscarnos los anunciantes con complejas y fallidas técnicas de investigación de mercados. Nosotros le decimos día a día a Facebook cuáles son nuestras apetencias e inquietudes y, así, Facebook nos conoce mejor que un confesor. Mejor, en cierto sentido, que nosotros mismos. Pues muchas de las nimiedades que compartimos allí se nos olvidan. Pero a Facebook, no. Y luego la red social vende esos datos a los anunciantes, que por fin pueden dirigirse a quienes desean y en el momento que les es preciso.
En 2012, Obama utilizó las mismas técnicas que Cambridge Analytica, sólo que con muchos más usuarios
La política también tiene su márketing, y ha entrado hasta la cocina, hasta nuestra cocina, como el resto de los anunciantes. Recuerdo las loas sin medida que recibía Barack Obama por hacer uso pionero de los nuevos métodos de identificación capilar de los votantes. ¡Qué artículos loando los logros del candidato Obama gracias a que observaba los cambios de canal de unos miles de hogares estadounidenses! Y aquello no fue nada.
En 2012, Obama utilizó las mismas técnicas que Cambridge Analytica, sólo que con muchos más usuarios. Y entonces, el entusiasmo de los analistas por el uso político de la red social rozaba el paroxismo. Pero quien ha utilizado la magia de los datos en cantidades ingentes es Donald Trump, que ganó las elecciones. Hay que poner coto a esta deriva.
El manejo masivo de los datos facilita el análisis y la identificación personal, concreta, de los gustos y preferencias de un ciudadano. Y esto hace la labor del márketing más eficaz. Pero no perfectamente eficaz. De otro modo Cambridge Analytica habría encumbrado como rival de Hillary Clinton a Ted Cruz, y éste perdió contra el outsider Trump.
Nada es perfectamente eficaz en la manipulación del comportamiento humano, pero la efectividad es suficientemente alta como para que el papel de Facebook resulte preocupante. Según recoge un artículo de Forbes, Facebook, con el apoyo de la Universidad de Cornell, elaboró una prueba y demostró que eran capaz de manipular los sentimientos de un gran número de usuarios.
Marc Zuckerberg debe estar despidiéndose estos días de su sueño, mal disimulado, de convertirse en presidente de los Estados Unidos
Marc Zuckerberg debe estar despidiéndose estos días de su sueño, mal disimulado, de convertirse en presidente de los Estados Unidos. El americano medio sigue desconfiando de las grandes empresas, y una coalición de un arma política que ahora se ve tan poderosa con el propio poder resulta preocupante. Además, él ya tiene bastantes problemas, como salvar su propia empresa.
Ya se está hablando de la necesidad de regular al gigante de internet. El propio Zuckerberg lo ha dejado caer, lo cual no debe extrañarnos. Son las grandes empresas las que dirigen la regulación de sus sectores. Pero ¿de verdad es necesaria una regulación? ¿Es la forma adecuada de controlar lo que pudiera considerarse un abuso de su posición? Sobre este asunto, recordemos cómo Enron demostró que el capitalismo funciona y la actuación pública, no.
El capitalismo hizo que las dos empresas que habían actuado mal se volatilizasen, y el poder público premió con más poder y recursos el fracaso de la SEC
Enron era la primera empresa de energía del mundo. Y a medida que acumulaba pérdidas, acumulaba mentiras sobre su situación financiera. Sus mentiras tenían el respaldo de la primera compañía de auditoría, Arthur Andersen. Cuando la verdad se coló por las grietas de su maquinaria de mentiras, ocurrió lo siguiente: Enron, desapareció. Arthur Andersen, desapareció. Y el organismo público encargado de controlar que nada de eso pasase, la SEC… agrandó sus poderes.
El capitalismo hizo que las dos empresas que habían actuado mal se volatilizasen, y el poder público premió con más poder y recursos el fracaso de la SEC. Lo mismo cabe esperar aquí. Los anunciantes encogen la mano frente a Facebook, que cae en Bolsa. Los usuarios reaccionan con más lentitud, pero si desconfían de la empresa de Zuckerberg, puede ser el inicio de su fin. Y la emergencia de otras plataformas, dispuestas a asumir nuevas reglas de conducta si eso les va a hacer los reyes de Internet.
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