En un mundo imaginario, una epidemia que convierte a los seres humanos en bestias ha destruido la civilización tal y como la conocemos. Sólo queda un ser humano sin infectar: Robert Neville, que refugiado en la fortaleza en que ha convertido su casa, aprovecha la luz del día para ir en busca de provisiones (el sol resulta letal para los mutantes), mientras que por las noches permanece oculto.

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Este es el argumento de la novela Soy leyenda (I Am Legend), de Richard Matheson (Nueva Jersey, 1926 – California, 2013), publicada por primera vez en 1954. Y que es en realidad una puesta al día del mito vampírico añadiendo una simbología: la desesperada lucha del individuo contra la masa.

Matheson enfrenta la racionalidad, encarnada en el personaje del solitario Neville, al gregarismo de la masa. Y plantea una cuestión inquietante: ¿qué es lo “normal” y qué lo “anormal” en una sociedad que se ha vuelto del revés? Y es que, en el mundo que emerge después de la pandemia, Neville se ha vuelto la excepción, “lo anormal”, mientras que los seres a los que la enfermedad ha infectado se han constituido en la nueva mayoría, es decir, representan “lo normal”.

Cuando Una celebración se convierte en una admonición que segrega a la sociedad en grupos o, mejor dicho, identidades irreconciliables,  ya no debería parecernos tan loable

Sirva la simbología de esta novela (en realidad, cuento largo) para denunciar las enormes dificultades que la persona ha de enfrentar para no sucumbir ante la masa. Buen ejemplo de este problema es la celebración del Día internacional de la mujer, que tiene lugar el 8 de marzo de cada año. Un acontecimiento que comenzó el 19 de marzo de 1911 en Alemania, Suiza, Austria y Dinamarca. Y que más tarde, en 1977, la Asamblea General de las Naciones Unidas, ese paraíso burocrático donde participan los regímenes totalitarios en igualdad con los democráticos, extendió a numerosos países.

A primera vista, nada que objetar a la celebración del Día internacional de la Mujer. Concienciar a la gente sobre lo injusta y perjudicial que es la discriminación es un propósito loable. Cualquiera que no sea un vampiro puede entenderlo. Pero cuando esta celebración se convierte en una admonición colectiva que segrega a la sociedad en grupos o, mejor dicho, identidades irreconciliables, hombres y mujeres, y exige dosis letales de discriminación positiva, ya no debería parecernos tan loable ni deseable… salvo que nos encontremos infectados por el extraño virus de la novela Matheson.

El exorcismo y el género

Durante los días previos a la celebración, los medios de información suelen realizar un bombardeo preventivo –lo que en argot militar se llama “ablandar al enemigo”– con infinidad de declaraciones de políticos, consignas y datos, donde las evidencias siempre están sujetas a marcos interpretativos predefinidos, monolíticos, sesgados… incuestionables. Luego, llegada la fecha de la celebración, en las redes sociales se produce una agitación febril, un spam masivo del que solo es posible zafarse huyendo de Internet.

Las redes sociales suelen ser un clamor en pos de una especie de exorcismo colectivo

Las redes sociales suelen ser, en efecto, un clamor en pos de una especie de exorcismo colectivo para erradicar el mal: la supuesta discriminación por género. Según proclaman, la composición de los consejos de las empresas deben constituirse de forma escrupulosamente equitativa con hombres y mujeres; los partidos políticos que no cuenten con suficientes mujeres en sus ejecutivas, deben emprender acciones inmediatas para subsanar la anomalía; los gobiernos también debe garantizar la paridad entre ministros y ministras; la brecha salarial –¡ay, ese ser mitológico que pese a décadas de planificación es más difícil de matar que a un vampiro!– exige una solución final; la violencia de género debe combatirse con más leyes, con más medidas, con más presupuesto; y las reliquias de personajes femeninos injustamente olvidados por la historia, han de ser colocadas en un altar… Aunque en esto último el consenso está quebrado pues, al parecer, dependiendo de su ideología, unas figuras históricas merecen ser santificadas mientras otras deben permanecer enterradas dos metros bajo tierra.

Todas estas demandas, y otros muchas, conforman una corriente de opinión atronadora, donde prácticamente no hay resquicio para la crítica ni para la reflexión; si acaso para algún gesto de escepticismo por encima del que la turba pasa indiferente, como una apisonadora, repitiendo machaconamente las consignas de siempre. Al menos de todo esto se saca alguna enseñanza positiva pues a muchos personajes se le acaban clareando los intereses: dejan constancia de que el objetivo fundamental de todo este circo, travestido de causa altruista, no es otro que su medro personal.

Cualquiera que pretenda separar el grano de la paja puede acabar como Robert Neville: aterrado ante la perspectiva de que una masa enloquecida arremeta contra él

Sea como fuere, cualquiera que pretenda separar el grano de la paja, puede acabar como el desdichado Robert Neville: aterrado ante la perspectiva de que una masa enloquecida arremeta contra él. Incluso algunos que se declaran liberales prefirieren nadar a favor de la corriente, comportándose como el personaje de aquel chiste, en el que un amigo cuenta a otro que se topó con cuatro tipos que estaban apalizando a un pobre desgraciado. Cuando su interlocutor le pregunta: “¿y tú qué hiciste?”, responde: “Entre lo cinco le dimos una soberana paliza”.

Sin embargo, lo más preocupante no es el delirio colectivo en que degeneran estas “celebraciones”, cuyos fines no son tanto abolir la discriminación como, aprovechando el río revuelto, imponer determinadas políticas. La cuestión es más profunda y compleja pues, lejos de liberar a las personas, se trata de vincularlas de por vida a grupos, a identidades predeterminadas. La discriminación es algo indeseable, cierto, pero combatirla con políticas que conducen a que nuestra vida gire siempre alrededor de características que no podemos elegir, como el sexo, no nos hará más independientes; mucho menos más felices.

Después, eliminar a la persona

La división de la sociedad según identidades y colectivos tiene sus orígenes en el pensamiento hegeliano, y se asocia indirectamente a Antonio Gramsci (1891-1937) y también a la Escuela de Frankfurt. La idea es estructurar a la sociedad en “grupos opresores” y “grupos víctimas” o “grupos fuertes” y “grupos débiles”.

instaurada la idea de una sociedad  dividida en “grupos opresores” y “grupos víctimas”, lo siguiente es promover la equidad o justicia social

Una vez instaurada la idea de una sociedad dividida en “grupos opresores” y “grupos víctimas”, entre “buenos” y “malos”, lo siguiente es promover la equidad o «justicia social»: la obligación moral de combatir con todos los medios disponibles, caiga quien caiga, la subrepresentación de los grupos débiles. Así, si las mujeres suponen el 52% del censo, los miembros de los consejos de las empresas, de los partidos políticos, de las instituciones o de cualquier gremio han de ser mujeres en un 52%. No se tolera la neutralidad: hay que apoyar las medidas que sean necesarias hasta conseguir la anhelada paridad. El que no lo haga, que se prepare: será quemado en la hoguera por hereje.

Este principio de equidad se sustancia en un paradigma: la «proporcionalidad de grupo», que lleva bastantes años ganando terreno hasta el punto de generalizarse en la sociedad occidental. Como anécdota, ya en 1998, tal y como relata John Fonte, en los Estados Unidos se alarmaron porque el 85 por ciento de los visitantes de los parques nacionales eran de raza blanca, aunque los blancos constituían solo el 74 por ciento de la población total. El Servicio de Parques anunció que trabajaría para resolver el «problema». Seguramente, como sucede con la incombustible brecha salarial, aún estarán buscando una solución. Pero no es posible encontrar remedio alguno sin atentar contra la libertad, la igualdad ante la ley o los derechos individuales. ¿Por qué habría de obligarse a más personas negras a visitar los parques si no desean hacerlo?

Finalmente, desmontar la democracia liberal

En las democracias liberales, el ciudadano entendido como individuo debe ser la unidad de medida fundamental. Éste, de forma voluntaria, se constituirá en grupos, conformará las mayorías y dotará a la sociedad de un marco constitucional. Sin embargo, a día de hoy, aunque sigamos ejerciendo nuestro derecho al voto, no es así. Los ciudadanos ya no forman grupos voluntariamente sino que están siendo adscritos a colectivos predeterminados según ciertas características que no puede elegir, como el sexo, la raza, el origen. Las leyes ya no salvaguardan al individuo sino a los grupos. Pero no a todos los grupos sino solo a los presuntos «grupos débiles». Esto, se vista como se quiera, supone la quiebra de principios fundamentales de la democracia liberal, como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia.

En realidad, se trata de la vieja estrategia de divide y vencerás. No hay mejor forma de asegurarse el control total del Estado, el poder y… del presupuesto, que lograr que los ciudadanos se fragmenten en grupos presuntamente antagónicos, con intereses contrapuestos. Una sociedad dividida y enfrentada desde la raíz queda imposibilitada para fiscalizar a sus gobernantes.

 políticos, intelectuales y “expertos” alimentan ciertas causas para buscar soluciones equivocadas, que beneficien a ciertas élites

Es posible que de seguir así, algún siglo venidero tengamos todos los mismos ingresos y nos encontremos representados de forma escrupulosamente proporcional, aunque es de temer que al final, como suele suceder cuando políticos, intelectuales y “expertos” alimentan una causa para luego buscar soluciones equivocadas, serán determinadas élites y minorías las que saquen tajada.

En cualquier caso, no seremos más libres, sino más bien al revés. Un día, igual que Robert Neville, amaneceremos en una sociedad que se ha dado la vuelta por completo. Y descubriremos que una persona, por sí sola, sea hombre o mujer, negro o blanco, autóctono o inmigrante, homosexual o heterosexual, ya no vale nada.


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