Decía el escritor checo Milan Kundera en su célebre novela La insoportable levedad del ser que los regímenes comunistas no suelen ser creados tanto por criminales, como por fanáticos que se creen en posesión de la única receta posible para alcanzar el paraíso en la tierra. Tan convencidos están de ello que no dudan en defender su cosmovisión de la realidad incluso incurriendo en los más horribles crímenes posibles. Cuando la represión se generaliza hasta extremos inimaginables aquellos entusiastas se convierten en crueles asesinos.

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En los últimos días la Asamblea Nacional venezolana, último residuo de legitimidad democrática en el país caribeño, ha procedido conforme a lo previsto en la constitución de aquel país a la destitución del inconstitucional presidente Nicolás Maduro y a su sustitución provisional por parte del dirigente opositor al régimen Juan Guaidó. Con dicha medida se puede estar poniendo fin al enésimo intento fallido de rehabilitar la utopía política comunista. Frente a aquellos que todavía reivindican el socialismo bolivariano como cuadratura del círculo que permite conjugar democracia política y democracia económica, es menester volver la mirada atrás y analizar como el pueblo venezolano pudo caer en las garras del totalitarismo comunista hace ya veinte largos años.

Hugo Chávez venció después de muerto, cuando logró que su delfín, Nicolás Maduro, lograra la elección presidencial

Hugo Chávez, militar golpista de tendencias izquierdistas, asumía la presidencia de la república de Venezuela el mes de febrero de 1999, con la intención de llevar a cabo una revolución pacífica, democrática y bolivariana. Su campaña para la elección presidencial se había basado en dos grandes ejes; el primero una propuesta de apertura de un proceso constituyente que acabara con el sistema bipartidista corrupto, nacido de la constitución de 1961.  Por otro lado, también prometió acabar con las políticas económicas neoliberales, que habían tenido su momento de máxima contestación en los incidentes sociales, conocidos como el “caracazo” de 1989.

Chávez, gracias a su carisma personal, logró mantenerse en el poder hasta el momento de su muerte en marzo del 2013. Durante sus catorce años de mandato se sometió a cuatro elecciones presidenciales, que ganó holgadamente, y a numerosos escrutinios electorales (reformas constitucionales, un referéndum revocatorio…). Sólo sufrió una derrota electoral parcial, cuando su propuesta de reforma constitucional del 2007 fue rechazada por un estrecho margen. Incluso podemos decir que venció después de muerto, cuando logró que su delfín, Nicolás Maduro, lograra la elección presidencial. Ninguna de esas elecciones las ganó limpiamente pues la oposición nunca estuvo en condiciones reales de poder cuestionar el relato presidencial con el que el tirano monopolizaba los medios de comunicación del país. Aquellos medios críticos, como Glovisión, fueron debidamente censurados y reprimidos.

Veinte años más tarde el panorama económico de Venezuela es desolador, una inflación interanual superior al 250%, una caída del PIB superior al 10 %, un déficit público cercano al 20 % ( que no sólo se justifica por la caída del precio del petróleo como dice la propaganda Chavista), una devaluación masiva del bolívar para monetizar la deuda pública, un déficit comercial de más de 25.000 millones de dólares anuales, una situación de desabastecimiento generalizada, una disminución alarmante del nivel de reserva de divisas en el país ( cercana a los 8.000 millones de dólares). Incluso algunos de los “supuestos” grandes logros del régimen, como son la erradicación de la riqueza, se han venido abajo: hoy en día la pobreza está más generalizada que nunca en Venezuela (más del 70 % de la población es pobre).

La idea paranoica de la conspiración contra revolucionaria es tan antigua como el propio nacimiento de la misma izquierda radical

Algunos atribuyen el desastre a una conspiración internacional para acabar con el socialismo del siglo XXI, otros aluden a la incapacidad del sucesor de Chávez para mantener la herencia que recibió. Todas son justificaciones clásicas que siempre ha usado la izquierda radical para defender lo indefendible. La idea paranoica de la conspiración contra revolucionaria es tan antigua como el propio nacimiento de la misma izquierda radical. Durante la revolución francesa, el comité de salud pública denunciaba continuos intentos para derrotar los logros revolucionarios, mientras el país se sumía en un caos bélico, inflacionario y en un régimen de terror que silenciaba cualquier posibilidad de discrepancia.

La incapacidad del líder, pero la bondad de la idea es otro tópico manido, Salvo “intelectuales” contados (Losurno, Honecker, Althusser…), a la izquierda radical le ha resultado muy difícil la justificación de genocidios como el estalinismo, el régimen de los “jemeres rojos” o la revolución cultural maoísta. Ha preferido descalificar al personaje, para preservar la “pureza” de la idea. Otras ideologías, como el liberalismo, la socialdemocracia o el socialismo han revisado sus propuestas y se han sometido tanto a una crítica teórica, como a múltiples escrutinios electorales.

El comunismo, pese a sus fallidos intentos de hacerse compatible con la democracia representativa, Eurocomunismo o más recientemente con el socialismo del siglo XX), sigue anclado en una visión mesiánica, esencialista y hegeliana de la realidad. Parafraseando la célebre frase de Hegel, “Todo lo real es racional, todo lo racional es real”, podríamos decir que el comunismo transmuta “racional” por “comunista”, en la medida en que es incapaz de cuestionar sus propios dogmas. Hasta el caso chino es paradigmático. El abandono de la receta colectivista obedece más a razones estratégicas, de consecución de objetivos fetichistas de maximización del poder económico rojo, que a un cuestionamiento serio de las ideas de Marx o Mao.

El desastre venezolano no es atribuible ni a conspiraciones capitalistas, ni a liderazgos deficientes. Lo que está errado es el diagnóstico y la terapia comunista

Por lo tanto, el desastre venezolano no es atribuible ni a conspiraciones capitalistas, ni a liderazgos deficientes. Lo que está errado es el diagnóstico y la terapia comunista. Utilizando una metáfora médica1 aplicar recetas “comunistas”, a problemas tan complejos como los actuales, sería tanto como intentar curar en pleno siglo XXI un cáncer con metástasis con “sangrías” aplicadas al enfermo. El problema del chavismo surgió desde el mismo momento en que una buena parte de la población venezolana compró el discurso falaz, mentiroso y de revancha social a un enloquecido mando intermedio del ejército, Hugo Chávez Frías, quien llevaba conspirando contra el sistema, al menos desde 1982.

Su proyecto de reforma institucional, económica y político encubría una enorme sed de poder, un intento de implantar la receta cubana, de una forma más atrayente para el votante, cansado de un bipartidismo corrupto e ineficiente. Una vez en el poder Chávez se hizo un “traje” institucional a la medida, un régimen que exacerbaba el presidencialismo de los anteriores disminuyó los mecanismos institucionales para la rendición de cuentas, autorizó leyes habilitantes que aumentaban exorbitantemente sus ya amplios poderes y creo un régimen clientelar, una auténtica legión de seguidores enfervorecidos dispuestos a darlo todo por su líder.

La nacionalización masiva de industrias (la petrolera entre otras) le permitió acumular importantes reservar financieras con las que financiar su mesiánica política, destinada no erradicar la pobreza sino sólo encaminada a “contentar” a los pobres, para fidelizar su voto y su adhesión inquebrantable a los principios del chavismo. Una vez asentado su poder en el interior, se dedicó a expandir los principios de su movimiento por otros países de América Latina. De la mano de Fidel Castro y de la organización internacional ALBA (Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América) expandió el cáncer populista por el mayor número posible de estados del continente primero, para luego intentar “exportar su receta” al mundo entero.

Una parte del marxismo heterodoxo europeo vio en Chávez el Stalin de nuestro tiempo. Al igual que el Partido comunista francés de los años treinta sentía admiración por la obra del dictador georgiano, y era incapaz de asumir una visión crítica del mismo (pese a las denuncias de los abusos del dictador), la izquierda radical europea corrió rauda y veloz a echarse en los brazos del socialismo del siglo XXI. Mandó a sus “intelectuales” orgánicos primero para analizar la experiencia de “éxito” venezolana y luego para asesorar en la mejor manera de perfeccionarla. Por eso no debe sorprendernos que ahora, incluso, cuando el edificio chavista se desmorona, todavía multitud de intelectuales europeos se resistan a aceptar la enésima derrota de la utopía comunista.

Foto: Nicolas Genin


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