La hidra de siete cabezas que es el progresismo tiene una de ellas que es particularmente eficaz, aunque no se suela poner a la vista. No es como la tabula rasa, o la pretensión de privar a la sociedad de su caleidoscópica variedad. Se trata del modo en que vemos la historia.
Aunque hay otras fuentes que han contribuido al caudal de la visión progresista de la historia, la principal es G. W. F. Hegel. Pero antes de entrar en él, tenemos que remontarnos a San Agustín. Quizás sea el primer filósofo de la historia; es decir, el primero que ve un trasfondo filosófico en el pasado humano. O que ve en el transcurrir de la especie un “sentido” que va más allá de la mera sucesión de hechos.
Es como si la historia hubiera llegado a una de las múltiples metas que se ha marcado la razón progresista, y nuestra realidad estuviera formada por pequeños fines de la historia. Una vez alcanzados, echarse atrás es un crimen
Para San Agustín, la historia es una teodicea. Dios es quien le da sentido al paso del hombre por este mundo. Es lógico, porque el Dios judío es un Dios histórico, que interviene en el devenir del hombre en momentos decisivos, le señala el camino, y le da lecciones.
Pero para San Agustín, el fin de la historia está fuera de ella. No puede ser de otro modo. Nosotros, por el pecado original, hemos caído en este mundo, que es transitorio. Pero nuestra mirada se encamina al más allá; a la salvación o a la condena eternas.
No ocurre lo mismo con Hegel. Él habla de una idea secularizada de Dios. Su reino no está más allá del hombre, porque es el de la razón. Ese reino de Dios secularizado se realiza en la historia del hombre, y culmina precisamente en el tiempo de Hegel, y en el Gobierno que a él atañía. Hegel creó una filosofía de la historia para elogio de quienes tenían el poder en ese momento en Prusia, la familia Hohenzollern. Esta familia le había dado contenido el reinado divino de la razón.
Así, historia y razón son distinguibles, pero están inextricablemente unidas. La historia es una inmanencia de la razón. La razón, trasunto de Dios en el curso de la experiencia humana, va haciéndose visible de forma progresiva, hasta el momento en que realiza por completo. En ese momento, la historia no tiene mayor sentido. Se alcanza el fin de la historia.
Karl Marx, su discípulo más importante, asumió esa misma idea, de un modo plenamente secularizado; en verdad materialista y ateo. Hay una razón material (económica), que está fuera de cada uno de nosotros, y que se va imponiendo por sí misma en nuestro devenir. Se va desplegando, a un ritmo mayor o menor, en tal o cual circunstancia histórica, según el capricho de la historia, pero de un modo necesario.
Esa razón es dialéctica, de modo que a base de que cada estadio se niegue a sí mismo, va dando paso al siguiente. Los últimos pasos que da la historia son los de la emergencia del capitalismo, y su necesaria caída a causa de sus contradicciones internas. De los cascotes del sistema capitalista saldrá el comunismo, que se identifica con el fin de la historia. La razón se ha desplegado por completo, se funde por entero con el hombre histórico, y no va más allá.
Para Hegel, la inacción de la razón equivale a la inexistencia de la historia. Se ve claramente en la idea que tiene de China y de Asia en general. En esas latitudes también pasa el tiempo y se suceden las generaciones, pero puesto que en ellos nada parece cambiar, Hegel se permite decir: “Los Estados del Oriente están muertos y permanecen en pie porque están ligados a la naturaleza”. En China, dice, “lo estático, que reaparece eternamente, reemplaza a lo que llamaríamos lo histórico”. En la naturaleza el sol sale todos los días, el depredador se alimenta de la presa y el agua se congela a determinada temperatura. Son todo ciclos que se repiten. Por eso Asia pertenece a la naturaleza, pero no a la historia.
El cambio es la manifestación visible, aunque sea traslúcida, de la razón. Ese espíritu de la razón que opera el cambio es la misma libertad del hombre. El hombre es libre porque cambia lo que hay.
En realidad, Hegel no sería posible sin que hubiera cambiado antes la visión de la historia. De un decaimiento necesario, como se veía en la actualidad, y de un statu quo inmutable, natural y anclado al hombre y a Dios, como se veía en la Edad Media (tómese todo ello con pinzas), se pasa a una idea de progreso. Esta idea está ligada con la de la perfectibilidad del hombre. Si el hombre es moldeable, se puede operar sobre él desde la razón. La razón puede hacerse cada vez más presente en la historia, operando sobre sí misma.
Todo esto, ¿en qué nos ayuda a entender el discurso progresista de hoy? En realidad, esa visión progresista y hegeliana de la historia está tan imbuida en el ambiente que es difícil verla.
Esa concepción de la historia nos ha imbuido la idea de que hay un sentido necesario de la vivencia del hombre. Nosotros vamos pasando etapas, la última de las cuales es superior a las anteriores. Aquí, el papel de la razón de Hegel lo ocupan las ideas progresistas, claro. Todo lo que sea la plasmación del progresismo, sea lo que ello fuera en cada momento, es considerado un avance. Es más, es considerado una “conquista”. Es como si la historia hubiera llegado a una de las múltiples metas que se ha marcado la razón progresista, y nuestra realidad estuviera formada por pequeños fines de la historia. Una vez alcanzados, echarse atrás es un crimen.
Curiosamente, es una concepción de la historia que nos resta cualquier idea de libertad. Si el Estado de Bienestar, así llamado, es una de esas metas, una de esas “conquistas históricas” de las que no podemos librarnos, nos va a seguir ahogando en una ciénaga de deuda e inflación a la que estaríamos eternamente condenados. Y cualquier intento por reformarlo ¡o substituirlo! Es un sindiós.
Foto: Unseen Histories.