A primera vista puede parecer hasta lógico que muchos se feliciten por la muerte del viejo consenso y celebren la radicalización del Parlamento, anticipando un nuevo y esperanzador horizonte político, pleno de justicia social, igualitarismo, identitarismo y subjetivismo. Sin embargo, quienes así entienden lo sucedido están cortados por el mismo patrón que el consenso que creen haber fulminado, ese consenso que entendió el Estado sin nación como núcleo irradiador del bienestar y la prebenda.

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A lo que asistimos pues es a la culminación de la impostura del régimen del 78, convenientemente banalizada durante años por las televisiones, las radios y los diarios. De hecho, ni siquiera es cierto que el consenso haya muerto: los mitos no mueren nunca porque no viven nunca, son mitos. Lo que por fin ha eclosionado en todo su esplendor es el monopartidismo que ha estado latente durante 40 años: el pensamiento único, la no libertad de expresión, la dictadura de lo políticamente correcto. En definitiva, el totalitarismo gelatinoso del siglo XXI en su versión española.

El falso bipartidismo, donde en demasiadas ocasiones no se sabía quién era quién, ha terminado alumbrando mediante cesárea una pluralidad monocromática y radical en la que, por más que usted busque, no encontrará un solo defensor de la libertad individual. Todos los agentes políticos que componen el glorioso lienzo, del primero al último, del menor al mayor, son en esencia caudillos colectivistas, aprendices de brujo que abusarán del presupuesto, de la recaudación y la deuda para ejecutar el viejo truco de un mundo feliz: nada por aquí, nada por allá… me lo llevo yo.

Por eso Pablo Iglesias lloraba a moco tendido. Sabía que ya estaba. Que por fin había tocado el poder y echaría raíces en él. Las suyas fueron las lágrimas obscenas del que se cree ungido, del Mesías que por fin se ha hecho carne para cumplir la voluntad del Padre

Lo que asoma es la vieja política, pero corregida y aumentada. El epílogo de una historia que siempre careció de contrapunto, de acciones simultáneas, nudos argumentales y encrucijadas que pudieran alterar el desenlace. El nuestro es, por tanto, un principio del fin previsible y, a lo que parece, inevitable. La profecía que se cumple a sí misma. La apoteosis del sistema clientelar. La compra de voluntades, las prebendas, subsidios y excepciones legislativas extendiéndose de forma transversal —como es obligado decir hoy— hasta que la maquinaria gripe.

Lo que España necesitaba a la muerte del dictador era no ya liberalizar la economía, eso habría sido lo mínimo en una sociedad sana con deseos de prosperar mediante su propio esfuerzo y no es el caso, sino liberalizar al individuo, arrancarle de la matriz y privatizar su mente, para que espabilara y entendiera que sin responsabilidades no hay derechos. Y ha sucedido justamente al revés.

Lo dijo Heráclito: «El hombre está en la tierra como en un huevo. Ahora, no puedes seguir siendo un buen huevo para siempre; debes eclosionar o pudrirte». Nosotros decidimos pudrirnos.

La novedad es que la famiglia ha crecido, ahora a su alrededor florecen los particularismos, el caciquismo local y el marxismo de provincias, con sus Lenin con boina pero la misma mala leche. A su sombra, los nuevos capos, Pablo Iglesias y Pedro Sánchez (en este orden), intentarán ampliar sus dominios y poner en práctica en cada oportunidad su ingeniería clientelar, para enraizarse aún más profundamente en el poder y no soltarlo nunca.

A poco que se sientan seguros, que entiendan que ya han atravesado su zona de peligro, dejarán caer el antifaz. Porque, aunque no lo parezca, todavía lo llevan puesto. Saben muy bien que el modelo que heredan carece de cualquier control, que es un régimen “llave en mano” donde las líneas rojas pueden difuminarse a voluntad. Los padres de esta patria posmoderna, nación de naciones, se creyeron infalibles y no contemplaron la eventualidad de la suplantación.

Ahora, a sus inopinados herederos sólo les falta un pequeño empujón para reducir la libertad a la mínima expresión, a cambio prometerán la felicidad sin esfuerzo ni lágrimas ni sudor. Por eso Pablo Iglesias lloraba a moco tendido. Sabía que ya estaba. Que por fin había tocado el poder y echaría raíces en él. Las suyas fueron las lágrimas obscenas del que se cree ungido, del Mesías que por fin se ha hecho carne para cumplir la voluntad del Padre.


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