Sexto Empírico filósofo del siglo II d.C., vinculado al llamado escepticismo pirrónico, gustaba de utilizar analogías con las que defender la labor escéptica, de destrucción de falsos argumentos, frente a aquellos que le acusaban de profesar a su vez una forma de dogmatismo epistémico. En una de esas célebres analogías Sexto afirmaba que la labor del escéptico es equivalente al fármaco purgante, que no sólo expulsa los humores que causan la enfermedad sino que también en el proceso de sanación se expulsan a sí mismos. Con esta célebre metáfora se nos da el verdadero criterio del escéptico y que lo diferencia del dogmático: el escéptico no tiene problema en someter su propia posición a revisión a fin de depurar su pensamiento de cualquier atisbo de dogmatismo.

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En mi anterior post, que no versaba sobre la cuestión del populismo, por cierto, sino acerca de la tendencia cada vez más acusada de nuestro sistema político a perder el respeto por lo institucional y convertirlo en una especie de lodazal dialéctico, hacía una mención a VOX y su evolución. Decía que nació como un partido liberal-conservador que pretendía frenar la deriva hacia la socialdemocracia del PP de Rajoy. Posteriormente hacía referencia al cambio de trayectoria de este partido y su estrategia nacional-populista. Algunos lectores han entendido mi referencia a VOX como una crítica de trazo grueso hacia ese partido político, similar a otras que se vierten desde los principales medios de comunicación. Hay quien incluso atisbaba un dogmatismo en mi afirmación.

Me he referido en anteriores post a la cuestión del llamado populismo, sin embargo no está de más hacer ciertas precisiones al respecto. Ciertamente es un vocablo que tiene connotaciones peyorativas en el discurso político. En este sentido populista es equivalente de demagógico. La demagogia se entiende como el falso halago político al demos, que busca seducirlo con propuestas utópicas e irrealizables que sólo encubren las ambiciones de unos políticos sin escrúpulos. Esta forma de populismo es la que conoció la antigua Atenas durante la guerra del Peloponeso y que, según pensadores como Jenofonte o Platón, estaba en la causa de la ruina de la democracia antigua.

La situación es lo suficientemente grave como para nuestros actores políticos sometieran sus recetas a revisión. Que la izquierda no lo haga no debe sorprender a nadie: es heredera en buena medida del dogmatismo marxista. Pero que tampoco lo haga la derecha, heredera de los órdenes sociales evolutivos de Hayek o de la refutabilidad Popperiana, es cuando menos chocante

Buena parte de los discursos de la nueva izquierda de la que se ha nutrido el post-marxismo han hecho uso de este modo de hacer política, cuando han prometido una nueva política al margen de aquello que Freud llamaba el principio de realidad. Una política basada en la emoción y no en la racionalidad. Una política que prometía un endeudamiento infinito de los estados sin que esto supusiese ninguna consecuencia de índole práctico para la vida de los ciudadanos. Los populistas de la nueva izquierda prometían un Estado quebrado que no mermara las prestaciones sociales y que no subiera los impuestos, más que a lo que ellos llamaban de forma un tanto imprecisa “los ricos”.

Junto a este sentido podemos decir común del término populista, también hay otra noción propia de la teoría política y que es a la que me refería el otro día. Una noción utilizada no sólo por la nueva izquierda post-marxista sino también por la llamada alternative right. Populista en este sentido es aquella forma de hacer política que huye de la idea del consenso y que centra su atención en la idea de conflicto. El populista en este sentido es el que niega la legitimidad de gobernar a las élites políticas tradicionales, por la simple razón de que han dejado de gobernar en favor del bien común y se han centrado exclusivamente en sus espurios intereses como casta o grupo político privilegiado. Esta estrategia política (es discutible que el populismo sea una ideología como tal) también ha sido utilizada por la nueva derecha, como decíamos antes. Sólo que reformulada en sus términos. Ahora el enemigo del pueblo no son las élites nacionales sino las élites transnacionales, lo que se denomina las fuerzas globalistas. Parte de este discurso ha sido asumido por VOX, no entro a valorar qué hay de cierto en ello. Sólo constato que VOX ha hecho uso de este tipo de argumentación política.

Junto a esta idea general que anida en buena parte del discurso de la nueva derecha, VOX también ha añadido en su discurso algunos matices propiamente nacionales a su discurso populista. Ha hecho uso de la idea de que las élites políticas nacionales han enajenado el patrimonio común de todos los españoles: la propia realidad de la nación española como ente soberano. Cuando hace ya aproximadamente un año defendía, de una forma no dogmática creo, que VOX no es ni ha sido, ni espero que sea nunca, un partido fascista, hacía referencia a esta cuestión. Algunos, decía, quieren ver rasgos fascistas en esa apelación a la defensa de la nación española por parte de la formación verde. Se apoyan en  la tesis de Roger Griffin según la cual  el mito de la palingenesia constituiría la esencia del fenómeno fascista. Según esta visión en el fascismo italiano latía el anhelo de regenerar y recuperar el esplendor otrora perdido por la península itálica durante los tiempos de la Roma Imperial.

El principal escolló que tiene afirmar que VOX bebe del mito palingenésico es que su diagnóstico sobre el estado de la nación española tiene lamentablemente poco de mítico. La estabilidad de la nación española y su identidad está seriamente amenazada. No ya porque lo diga un partido que es sistemáticamente estigmatizado de una forma cuando menos cuestionable, a tenor de la realidad de sus propuestas que distan bastante de ser fascistas, sino porque empiezan a decirlo prestigiosas consultoras internacionales, como Marsh, para quien el riesgo político en España se aproxima más al de ciertos países africanos o al de la antiguo República federal de Yugoslavia en el periodo 1989-1991, que al del resto de países de la Unión Europea.  Hay poco de mito y mucho de logos en parte del discurso de VOX acerca del riesgo cierto y real de la desaparición de España como entidad soberana

Aprovecho esa crítica para referirme al otro gran problema que presenta nuestro sistema político actual: el dogmatismo de las posiciones políticas. La pandemia ha puesto de manifiesto que nuestra política tiene mucho de dogmática. La izquierda no parece haber evolucionado lo más mínimo en su posicionamientos más ideológicos y sigue proponiendo las mismas recetas que en 1917 para problemas del siglo XXI. Si España se está convirtiendo en un país poco o nada atractivo para la inversión internacional, nuestra izquierda ya tiene su receta dogmática: la expropiación. Con esta caduca y liberticida medida antieconómica nuestra autodenominada vanguardia de la modernidad izquierdista pretende hacer frente a un problema real que va a condicionar la vida y el patrimonio de muchos españoles en los próximos años.

Si la derecha no encuentra, a pesar del desgobierno creciente, la manera de hacer una oposición solvente y creíble siempre tiene a mano la receta dogmática: la moderación del culto centrista o el paroxismo de quien parece empeñado en convertirse en el mejor actor del guion escrito por la izquierda para hacer de la derecha una caricatura de sí misma. También hay mucho dogmatismo en parte de la sociedad que sigue empeñada en creer en el dogma del Estado providencia. En una sociedad tan secularizada como la actual, las esperanzas soteriológicas de buena parte de la gente se “invierten” (en el sentido psiconanalítico de catexis) en la peregrina idea de que el Estado es un ente benefactor y todo poderoso al que el individuo le debe todo y del que todo debe esperar. Hemos interiorizado tanto el mantra de que tenemos la mejor sanidad del mundo, la mejor educación, la mayor calidad de vida que nuestra principal reacción frente a la frustración de que las cosas no son como pensábamos no es otra que echar la culpa a la otra mitad de la población que no piensa igual que nosotros.

La situación es lo suficientemente grave como para nuestros actores políticos hicieran caso a Sexto Empírico y sometieran sus recetas a revisión. Que la izquierda no lo haga, no debe sorprender a nadie: es heredera en buena medida del dogmatismo marxista. Pero que lo haga también la derecha, heredera de los órdenes sociales evolutivos de Hayek o de la refutabilidad Popperiana, es cuando menos chocante. Sólo se explica por la falta de imaginación de sus élites, más preocupadas de mantener su posición que de contribuir al bien de los demás. Pensadores como Constant o Tocqueville ya advertían de que las revoluciones no se producen de un día para otro. Son la consecuencia de la desidia de unas élites políticas que no son capaces de leer lo que en la teología se llama “el signo de los tiempos”.

Foto: Thomas Hawk

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