Pablo Malo ha tenido la amabilidad de leer Ética para valientes y es no solo mi deber, sino un placer, comentar la impugnación que intenta de mis tesis. El fin es culminar esta contraposición entre dos visiones de la moral que hemos expuesto —la suya, relativista, nihilista y fatalista; la mía, centrada en la mejor versión del ser humano (tantas veces realizada) y en la objetividad y universalidad de lo justo y bueno— para que los lectores decidan de cuál se sienten más cerca.

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El substack de Pablo es largo y proceloso; voy a centrarme en los que considero los cuatro principales puntos de nuestra discrepancia.

Ética descriptiva vs. Ética prescriptiva

Afirma Pablo que en mi texto «no se estudia la moral humana para aprender cómo funciona o en qué consiste, sino que lo que se pretende es dar unas pautas sobre cómo hay que vivir una buena vida desde el punto de vista ético». Lo que hago, como cualquier filósofo moral, es analizar las respuestas que se han dado a la pregunta «¿qué hace que la vida sea justa, buena?», y concentrar mis esfuerzos en las mejores (sin dejar de comentar las peores); de describir todo lo que hay sin entrar a valorarlo ya se ocupan la antropología y otros saberes. No obstante, describo, no me invento: subrayo, justificando, lo que es mejor de entre lo que el ser humano ha ensayado y ensaya cada día, y doy un sinfín de ejemplos tan reales como los peores, a los que él dedica el grueso de sus esfuerzos en Los peligros de la moralidad. La ética, en este sentido, es plenamente empírica.

Carecen de sentido, por lo mismo, todas las descripciones en las que él se extiende —munición fallida para refutar— sobre lo que hacen tribus antiguas o modernas para mostrarme «lo que hay», pues todo esto ya lo sé, incluida la obviedad de que la moral es también un instrumento de los grupos humanos para adaptarse al medio. Una analogía hará que se me entienda: una ética viene a ser una descripción de la mejor música del mundo; Pablo se queda en el hecho de que la música nació por razones evolutivas (apaciguar a los pequeños para que no atrajesen a las fieras, cantos guerreros, etcétera) y es incapaz de entender qué hace enorme a Beethoven. También le impide disfrutar de sus sinfonías: volveremos a ello.

Si confunde ética con etología humana y solo es capaz de abordar esta última es porque parte del axioma relativista-evolucionista: nada está bien y está mal, todo son estrategias adaptativas. Hace tiempo que el ser humano se despegó, en muchas partes del mundo y en no pocos asuntos, de la tiranía de los fines evolutivos (sobrevivir y reproducirse). Ya no hacemos música solamente para darnos ánimos antes de cazar o ir a la guerra; por supuesto, para un cientifista, todo obedece a la teoría de la evolución por su lado más simple; innumerables aspectos de la experiencia humana se le escapan al que así piensa. Más extraño resulta que afirme que no entiendo la moral humana por su lado biológico, pues todo eso está en un capítulo titulado “La ciencia del bien” que él mismo revisó y dio por bueno allá por 2021.

Tribalismo, individuo y comunidad moral universal

Es no ya extraño, sino directamente incomprensible que escriba que «en el mundo de David no hay grupos, naciones, religiones, ideologías que dividen, en definitiva, no hay tribus con intereses divergentes», cuando dedico varias páginas al «honor tribal», consignando desde el principio que «por más arcaico que pueda parecernos, este honor está muy vivo». ¿Cómo es posible que, tras leer lo anterior, escriba que «en el mundo de David el tribalismo moral es una cosa del pasado […] No vamos a dejar que la realidad nos estropee una bonita historia»? Dedico muchas más páginas al estatismo, el colectivismo y el resto de las formas de tribalismo —moral inferior— que siguen vigentes. Solo un poderoso sesgo puede explicar que las haya ignorado, y que añada esto: «Esto que dice aquí Steven Sloman en el mundo moral de David no existe: “Nuestras identidades están ligadas a nuestros grupos sociales mediante valores sagrados compartidos”». Explico en el capítulo séptimo el avance moral que ha supuesto la individuación para el ser humano, construida sobre la dignidad inalienable de todo individuo; allí se dice que dicho proceso «es muy reciente, y por lo tanto frágil y problemático», que está amenazado en todas partes, que la posmodernidad está viviendo retrocesos y que hay barbarie hoy en innumerables lugares. Pero esto que también digo, que «el mundo que protagonizaban las tribus, las castas o los Estados era incomparablemente más injusto», a él no le parece tal: es incapaz de apreciar avance entre aquella situación y la de ahora tal y como se da en la parte amable del mundo (no hay «avances» para el relativista, tan solo «cambios»).

«David defiende que todos los seres humanos vivimos en la misma comunidad moral, el mismo círculo moral»; este es el quid de buena parte de sus confusiones. No afirmo nada de eso, sino esto otro: en la medida en que el ser humano ha ampliado su círculo moral a la humanidad entera, por encima de razas, el color de la piel, ideologías o tribus, el mundo ha mejorado, mientras que lo contrario supone siempre una regresión que hace que la vida humana sea peor y más injusta. Hay que estar ciego a la historia para negarlo. A que el ser humano mire a otro ser humano como un igual, una experiencia que, desde la irrupción de Jesucristo y en diferente medida Buda (entre otros), ha permeado de millones de modos el planeta, lo llama Pablo «el lugar que no existe». No me entretendré en desmentir algo que cualquiera que haya tratado con seres humanos decentes conoce, y tampoco voy a jugar a saber cuántos hay de ese tipo o el tribal que él indefectiblemente describe: el caso es que hay de todo, lo bueno y lo malo.

Terminaré esta parte con esta otra afirmación pasmosa: «Toda la moral de David va del individuo». No sólo dedico páginas y páginas a explicar que la moral implica un equilibrio entre lo individual y lo colectivo, sino que hay no menos de un cuarto de la obra dedicada al otro, a ese de quien Pablo jamás escribe y yo menciono más de treinta veces: el prójimo. La realidad del prójimo resulta comprensiblemente invisible para quien solo entiende de tribus, endogrupos y exogrupos y pone la teoría de la evolución como explicación de cada cosa que ocurre. Como dice Paul Watzlawick en El arte de amargarse la vida, para quien solo tienen un martillo todos los problemas adquieren el irresistible aspecto de un clavo. La ética consiste precisamente en trascender la lógica endogrupo/exogrupo y aspirar a una comunidad moral más amplia, algo que sucede todos los días y en todas partes.

Compasión y empatía

Sostienen en su texto Pablo que alabo la empatía. Lo cierto es que en Ética para valientes se critica la empatía y se destaca la compasión. Como buen nietzscheano y nihilista, Pablo no dedica un segundo a la compasión; tampoco hay un pasaje en su comentario sobre los sentimientos morales. Uno atisba que el problema de fondo está ahí, en el corazón. Para confirmarlo, escribe: «No podemos sentir empatía por el enemigo o por el malvado. Pero no es solo eso, que no empaticemos con el sufrimiento del enemigo o el malvado, sino que disfrutamos de su dolor». Esto es terrible y falso. Es descorazonador que Pablo piense que todo el mundo está ahí, basándose —esto siempre— en las situaciones más extremas del ser humano, como la guerra, y negando además por omisión que en esta haya perdón y nobleza (los ejemplos son abrumadores) o como si solo la guerra demostrase la verdad del corazón humano. Para Pablo todo topos es distópico; y cuando afirma que «esta visión idealizada [¿!] de Ética para valientes ignora que los humanos priorizan a menudo lealtades tribales», su «a menudo» quiere decir, una y otra vez, «siempre», como demuestra en este pasaje revelador: «Esos ideales servirán tal vez muy bien para el Homo cosmopolitensis si alguna vez llegamos allí, pero son inalcanzables para el Homo sapiens». Esto es negar los innumerables actos de bondad del ser humano.

«Es decir», sigue Pablo, «la moral va de someter los intereses y egoísmos individuales al bien superior del grupo […] Los intereses de mi grupo (endogrupo) > Intereses del grupo externo (exogrupo) […] David no maneja este esquema y no distingue estos dos sistemas morales. Para él solo hay un sistema moral, el que conforman los individuos y la humanidad en su conjunto, Cosmópolis. Creo que solo hay que abrir los ojos y mirar alrededor para ver qué marco teórico refleja mejor la realidad». No insistiré en que todo, tanto lo mejor como lo peor, está contemplado en el libro, sino en la explicación de que él no lo haya visto: Pablo es ciego al bien y al punto más elevado de la moral. El libro recoge biografía breves de Hugh Thompson, Rosa Parks, Ignacio Echeverría e Irena Sendler. Decenas de veces he puesto estos ejemplos en su conocimiento, junto a las tesis de Zimbardo sobre la banalidad del heroísmo. Ni una sola vez los ha comentado. Descuadran de su hemipléjica teoría, de modo que los descarta. No hace falta decir que esos grandes ejemplos se exponen por ser muy significativos; en el mundo hay un sinnúmero de personas que se rigen por principios igual de elevados que solo esperan una ocasión para revelarse, por no hablar de los héroes anónimos. No hay día que no sepamos de un nuevo acto de bondad desinteresada hacia un prójimo. Negar que lo que ya ocurre exista es un acto de irresponsabilidad, o más bien el intento de irresponsabilizarse: algo que casa perfectamente con su determinismo moral. Acusarme de naif por constatar esa realidad es otro aspecto de su fatalismo. Debe ser tan duro vivir ahí que no me parece bien extenderme en ello. La compasión no es ingenuidad: es la fuerza más realista que hayamos concebido para romper el círculo del odio.

La objetividad moral y sus dilemas y el valor de la vida humana

No es la primera vez que Pablo se expone a la que llamo doble premisa cero de la moral (de su versión mejor, como siempre): la vida humana no insoportable e irremediablemente sufriente es un bien y el sufrimiento evitable es un mal. A pesar de ello, sigue queriendo encontrarla encarnada en una idea platónica o encontrarla entre batas blancas y probetas, cuando lo que he repetido hasta la saciedad es esto: si apreciamos esa doble premisa es porque, eliminada, todo empieza a salir mal. Es gracioso, por lo demás, que diga que lo evitable del sufrimiento es subjetivo y a continuación él mismo proponga un criterio objetivo: «un daño intencionado y no justificado». La regla transcrita es universal, y es una buena base para tratar ese «evitable»; cuando Pablo descubre que la ha enunciado, niega ser capaz de justificarla (¡?) y aduce que si la da por buena es porque pertenece a una tribu/un endogrupo llamado «la Ilustración». Esta parte es fascinante: de pronto, un endogrupo ya no es lo que siempre ha sido, un grupo humano que tiene reglas, cierta dirección, sentimiento de pertenencia (¿«la Ilustración?»), etcétera, sino una mera etiqueta; por no hablar de que algunos de los principios de Pablo —ateísmo, relativismo moral, negación de la existencia del libre albedrío— son directamente opuestos con lo que planteaban la mayoría de los ilustrados.

Lo que no es de recibo es que escriba que para mí «nunca hay jardines ni dudas ni incertidumbres». En la obra que comenta se mencionan los dilemas en más de una docena de ocasiones; en la posterior obra, que tan bien conoce, se habla sin descanso de los grises, los dilemas y los matices. El problema es el de siempre: luego de lamentar que yo no haga sitio a la duda (en la p. 121 menciono «los matices, las dudas razonables y los debates abiertos», entre otros sitios), es él quien exige que la objetividad entrañe simplicidad y en realidad simplismo: «Ninguna moral que yo conozca dice que no se puede matar y punto». Pues claro que no. La moral es un saber de la decisión, no de los resultados; la objetividad está en la decisión sobre qué hacer, no en que alguien resulte o no trágicamente muerto. Esto no son las tablas de Moisés, sino algo más complejo; he dedicado páginas que él conoce a exponerlo, de modo que no voy a repetirme. Solo quiero constatar que él no tiene una verdadera teoría moral, sino una serie de requisitos imposibles que al no verificar (obviamente) le llevan a afirmar que lo que está bien o mal es subjetivo.

Termino con la importante consideración de la vida y su defensa en la versión más elevada de la moral. «La vida humana» —escribe Pablo— «no es un bien absoluto», volviendo a su idea de que ese principio se ha de verificar por una especie de silogismo o naturaleza metafísica. Una vez más, es al revés: si no partimos de esa premisa, la moral —el bien y la justicia— no puede alcanzar sus mayores cotas. Por ensayo y error lo ha descubierto el ser humano; para intentar desmentirlo, él se refiere una y otra vez a la guerra y a lo más abyecto que tenemos queriendo hacernos creer que eso es lo real en nuestra especie. «La gente que recibe como héroes a los miembros de ETA en su pueblo», escribe, «no habita en el mismo círculo moral que los que consideran a ETA un grupo terrorista que ejerció una violencia no justificada». Ahí está el problema del terrorismo, en el ellos/nosotros, y por eso es un mal objetivo, querido Pablo. Por razones que se me escapan, tú lo consideras indemostrable; yo sigo pensando que en Ética para valientes lo he demostrado.

Conclusión: una cuestión de carácter

Decía H. L. Mencken que un cínico es un hombre que, cuando huele flores, mira alrededor buscando un ataúd. Al fondo de todos los argumentos fallidos de Pablo está este cinismo: un tono vital de profunda decepción con el ser humano, una ceguera para la bondad, un asqueo para con nuestra especie. Durante meses y con el fin de apoyar sus tesis, Pablo me ha enviado docenas y docenas de noticias y mensajes, el 99% de los cuales mostraban la cara más cruel, infame e insolidaria del ser humano. En todos mis escritos está esa cara, una de las mitades del ser humano; él es incapaz de ver la otra. Llega un momento en que la inclinación personal puede interponerse en las teorías hasta arruinarlas; yo creo que este es el caso. Razón de más para no culparle por esos desvaríos, porque el núcleo de ese tono vital no está del todo en nuestra mano.

Aquí está la clave de su incomprensión de la moral y de que la iguale sin más al tribalismo. Por fuerza ha de llegar uno al determinismo y a decirse nihilista a partir de esa decepción devastadora, una visión irreal, por hemipléjica, de la condición humana. Algo así le pasó a su admirado Schopenhauer; admirado en cuanto a sus tesis deterministas, claro está, pues Schopenhauer creía que existe un fundamento objetivo de la moralidad, basado en la compasión. Me parece una manera terrible de vivir, y en este sentido casi prefiero a quienes se equivocan por ser ingenuos y solo ven lo bueno de nuestra especie.

El mundo es testigo de que el bien, la nobleza de espíritu y la acción decidida por un prójimo que va más allá de todo endogrupo existen. Cuando piensa en el ser humano, Pablo solo ve las Gazas y las Ucranias de este mundo, y es normal que eso depare desesperanza, sobre todo si solo te alimentas de las noticias y obvias que hay montones de personas que incluso en tales circunstancias y más allá de toda tribu hacen lo correcto sin que Antena 3 o X te lo cuenten. Sostiene que no admito que la moral tiene un lado oscuro cuando lo he dicho por activa y por pasiva en mis textos y en todos nuestros diálogos; es él quien no admite que todo, desde la democracia al amor, pasando por el arte y el sexo, tiene un lado oscuro, confundiendo una y otra vez moral con moralidad y tribalismo. Pablo afirma que la moral es de suyo un problema; esa conclusión es disparatada a la luz de los hechos.

Este artículo cierra un diálogo de casi dos años que muchas personas, además de quien esto suscribe, han agradecido. Se cierra porque Pablo ha comunicado públicamente que no desea seguir conversando conmigo. Dos no hablan si uno no quiere; no conversaremos más en adelante, al menos mientras él lo diga: mi mano está tendida para siempre. Me gustaría, no obstante, ir más allá de la interpretación obvia —evita la conversación quien sabe de la debilidad de sus argumentos— y que nos quedáramos con esto: siendo, por naturaleza, reacio al debate, y habiéndose negado en más de una ocasión a que debatiésemos en vivo y en directo, ha tenido la generosidad de remontar ese disgusto suyo y discutir este trascendental asunto conmigo, propiciando que escribiera mi hasta ahora último libro (El bien es universal. Una defensa de la moral objetiva). Creo que eso merece un aplauso, así que aquí va el mío, en especial en estos tiempos en los que hay gente que ya se cansó de disentir y jalea a quienes optan por la violencia o se suman ellos mismos al aquelarre.

¡Muchas gracias, Pablo!

Foto: Justice Amoh.

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David Cerdá García
David Cerdá (Sevilla, 1972), es economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y El dilema de Neo (2024); El bien es universal (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información en www.dcerda.es