Que “la situación puede empeorar” es el diagnóstico político más certero, porque se basa en que, aunque la democracia política proporcione un método de organizar la convivencia y trate de impedir la violencia, ese objetivo pacificador nunca se consigue del todo, porque la enemistad y la competencia sin respeto y lealtad acibara los conflictos que constituyen una parte muy sustancial de la vida colectiva de tal forma que, de modo habitual, permiten un margen de empeoramiento sustancial. Como dijo Jiménez Lozano, es siempre una delgada capa lo que nos separa de la barbarie. Los líderes deben evitar esas derivas, pero es evidente que no abunda la unión de sabiduría y valor necesarios para que un político llegue a ser una bendición.

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Son muchos los acontecimientos que invitan a considerar que las democracias fracasan, que la libertad política siempre está en peligro, que ha perdido su encanto y permite que la violencia se ofrezca de nuevo a los menos avisados como una fórmula más expeditiva y directa de lograr el paraíso. Cuando esa amenaza se asienta suele resultar inútil recordar que detrás de cada promesa de asaltar los cielos se agazapa el riesgo de la dictadura sin entrañas, del descenso a los infiernos. Lo vemos en muchas partes, desde Chile a Barcelona, y es bueno preguntarse por las formas que han desvirtuado la esperanza en la democracia como forma de obtener la paz y el progreso, de evitar el miedo y hacer que la libertad no resulte incompatible con la eficacia.

Las democracias empiezan a deteriorarse cuando cunde la sospecha de que van a la deriva, de que sus mecanismos sirven, sobre todo, para lo contrario de lo que se pregona. En la medida en que ese diagnóstico sea correcto, no hay duda de que nos encontraremos ante la forma más virulenta de corrupción, ante un déficit de ética en el desempeño de las carreras políticas, ante la esterilidad de las instituciones y, en el fondo, ante un fracaso político que no se quiere reconocer porque, a pesar de la disfuncionalidad del sistema, el tinglado sirve bien a los intereses y ambiciones de las minorías que lo controlan.

La situación puede empeorar, pero ya es hora de que exijamos una democracia capaz de mejorar la convivencia, una política que no se asiente en el maniqueísmo y que permita un gobierno que se atreva a ser incluso algo mejor de lo que nos merecemos

Que los gobiernos están siempre en manos de pequeños grupos, de unos pocos, es casi la única ley universal de la política. La democracia no consiste en un utópico gobierno de la mayoría, que como tal es un imposible lógico, sino en que quienes gobiernan se guíen por algo distinto a sus intereses personales, que actúen en beneficio del común y respetando siempre las leyes, las mejores tradiciones civiles y los derechos individuales. Cuando no se actúa así, los ciudadanos comienzan por sospechar de los políticos y pueden acabar tratando de liquidarlos mediante una revolución, algo que siempre empieza ocupando las calles y golpeando a los guardias. Tales procesos requieren un largo período de incubación, pero empiezan por sugerir cambios de hondura en los sistemas que, si no conducen a un buen fin, acaban por hacerlos fracasar. Solo los líderes que son conscientes del problema y se atreven a romper las inercias y empezar de nuevo a hacer política de realidades y no de quimeras pueden interrumpir ese tipo de escenarios, pero ese tipo de liderazgos exigen un valor y una clarividencia que no son usuales.

El político debiera serlo para algo más que hacerse fotos y rodearse de halagos. Tiene una misión, algo que le sobrepasa y que no puede consistir únicamente en mantenerse en el poder y compartirlo con sus allegados. Es increíble que se olviden de que para ser elegidos hace falta algo más que su voluntad de poder, que su deseo de vencer al adversario al que tienden a demonizar para excusarse de encontrar mejores razones.

Las crisis de las democracias ocurren cuando se olvida que el político tiene que respetar a los ciudadanos y, muy en especial, a quienes le han elegido porque han puesto en él sus esperanzas y no soportarán que una vez en el poder haga algo diferente a lo que prometió. Muchos cambios de la opinión tienen esta raíz tan simple, y cuando ocurren es insólito que el partido afectado hable del asunto como si se tratase de un azar o de un fenómeno ajeno a su desempeño. Comportarse así es un olvido culposo, pero además es una estupidez, porque hace falta ser muy necio para suponer que los electores no toman buena nota de ese refinado cinismo que consiste en hablar de los males causados como si fueran culpa de quienes los padecen, que es lo que sucede cuando, por ejemplo, la merma del voto y la derrota electoral se atribuyen al empedrado, o cuando se pretende engañar al público confundiendo los efectos con sus causas.

En cada país la cultura política dominante admite matices en esta clase de fenómenos tan generales, de forma que los desencantos que desembocan en tumulto no suelen ser homologables y no es fácil comparar lo que ocurre en Chile o Argentina con lo que pasa en Méjico, en Francia o en España. En el caso de las democracias más recientes, como lo es la española, cabe sospechar que los partidos, con unas reglas de funcionamiento muy alejadas de cualquier ideal democrático, se han alejado por completo de la sociedad civil, y han dado lugar a un cesarismo ridículo. El hecho de que la ampliación de la oferta electoral no haya supuesto una mejora sustancial en la identificación popular con el sistema político indica que nos enfrentamos a un déficit de tipo ético en la motivación de las carreras políticas, algo que, de no corregirse, tendrá un final desastroso.

Cuando Churchill dijo que el mejor testimonio en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante  medio, sin duda no pensó en que se pudiese superar la efectividad de ese test escuchando un par de argumentos, por llamarlos algo, del político medio, de ese personaje que se obstina en que le elijamos a Él porque sería muy grave que eligiésemos al Otro. Siento reconocer que con mínimas excepciones la campaña que hemos padecido en España ha tenido más de pesadilla chapucera que de deliberación racional, y eso solo muestra que los políticos desprecian a los electores, que de ellos solo quieren el voto y les consideran tontos porque piensan se lo darán tan de barato. La situación puede empeorar, pero ya es hora de que exijamos una democracia capaz de mejorar la convivencia, una política que no se asiente en el maniqueísmo y que permita un gobierno que se atreva a ser incluso algo mejor de lo que nos merecemos.

Foto: Emilio J. Rodríguez Posada


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web