Que el mundo ya no es lo que era es una constatación, lo malo es que resulta bastante antigua y, a base de serlo, no sirve demasiado para explicar casi nada. No se puede negar, sin embargo, que desde la segunda mitad del siglo XX hay tantas o más razones que en cualquier otro momento para alegar esa disolución de lo habitual, para tener sensación de que no se sabe bien qué puede acabar pasando y, en consecuencia, no resulta fácil adivinar lo que se puede hacer. En lugares como España, poco dados a la revolución, se diga lo que se diga, esa incertidumbre se está traduciendo, evidentemente, en un alto nivel de desafecto hacia la política, en especial, y, de momento, hacia los dos grandes partidos.

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Se trata de una crisis que, con sus caracteres específicos en distintos países, afecta a medio mundo, porque nace de la dificultad de casar los intereses y deseos de los ciudadanos y la acción política, lo que, a su vez, resulta del deterioro del marco previo en el que las reglas de compromiso de los políticos resultaban relativamente funcionales con las distintas demandas de los electores. Ahora eso se ha hecho más difícil. Las razones son muy diversas, pero querría señalar dos que no se tienen habitualmente presentes, sobre todo, porque, de una manera demasiado fácil se carga la mano en las responsabilidades de los políticos como si simplemente fueran ineptos y/o corruptos, lo que no quiere decir que no lo sean en bastantes ocasiones.

Se ha hecho muy difícil de sostener el tipo de Estado de bienestar que, además, ha servido para atraer a centenares de miles de emigrantes

En Europa, el pacto de socialdemócratas y democristianos hizo de la UE un espacio, para entendernos, socialmente avanzado, y ese modelo se está resquebrajando por dos vectores distintos que apuntan en la misma dirección, la perdida del tren de la competitividad tecnológica, y por tanto de los beneficios empresariales, y el fin del protectorado militar americano, que, conjuntamente, han hecho muy difícil de sostener el tipo de Estado de bienestar que, además, ha servido para atraer a centenares de miles de emigrantes que han hecho crecer las cargas sociales sin aportar beneficios suficientes en una balanza global.

Al tiempo que esa quiebra del sistema social se ha producido, la cultura popular ha ido evolucionando en un sentido bastante contrario al de la ética exigente que hizo posible un sostenido progreso económico a lo largo de más de cien años, en parte como consecuencia de la generalización de una mentalidad mágica, pero inspirada en los milagros del progreso tecnológico, que considera que todo es posible y que cualquier carencia o recorte es fruto de una perversidad.

En casi todo Occidente se ha instalado una especie de ley del deseo, en contraste radical con cualquier imperativo moral o de solidaridad real, porque la solidaridad se proclama, pero se espera siempre del Estado, del esfuerzo de otros y del maná supuestamente inagotable del déficit público y de una deuda que acabará por explotar, aunque todavía no sepamos ni cómo ni cuándo, mientas anything goes.

En ese clima, los partidos han pretendido seguir viviendo de su ideología, pero, en el fondo, se han convertido en proveedores de soluciones verbales, de derechos, de deseos, de ventajas, y, muchas veces, de promesas realmente absurdas. En esa dinámica han tendido a olvidar uno de sus deberes mayores, su capacidad de analizar los problemas reales y de proponer soluciones viables y distintas a las de sus rivales.

Sus programas han tendido a converger de manera descarada en lo esencial, y a diferenciarse mediante recursos sentimentales y demagógicos que se ocultan detrás de eslóganes ya muy gastados. Pondré un ejemplo, muy del día: la lucha de los taxistas contra las empresas tecnológicas que han aportado soluciones distintas al problema de la movilidad urbana, se extiende por toda España, pero los partidos no se han dignado expresar nada medianamente comprometedor al respecto.

La descomposición política española responde a causas más de fondo que un supuesto cansancio de los electores con los grandes partidos

El PSOE, por ejemplo, ha recurrido a un expediente dilatorio, pasar la patata caliente a las CCAA y a los Ayuntamientos, y nadie ha dicho nada que vaya ligeramente más allá de la retórica de la solidaridad y la llamada a la negociación, como si la cosa fuese una mera pelea de vecinos, cuando está en cuestión un conflicto múltiple entre regulaciones, tecnologías, privilegios gremiales y libertades y/o preferencias ciudadanas, si bien esto último no importa nada a los partidos porque se trata de intereses obvios, pero desorganizados. El colmo del esperpento se produce, tal vez, cuando una revuelta gremial adopta la indumentaria amarilla que en Francia ha servido para mostrar una insatisfacción muy general con las políticas oportunistas y engañosas de Macron, con la rotunda discrepancia entre lo que se ha dicho y lo que se pretende hacer.

La descomposición política española responde, por tanto, a causas más de fondo que un supuesto cansancio de los electores con los grandes partidos, y no se pasará hasta que los partidos no afronten de una manera decidida las raíces algo más hondas del malestar ciudadano y de la desafección electoral, si es que lo hacen alguna vez. Pero no parece difícil pronosticar que nada se va a arreglar porque en lugar de tener una derecha y una izquierda poderosas, tengamos tres supuestas derechas (incluyendo a Ciudadanos) y hasta cuatro izquierdas, sin incluir a Ciudadanos, pero contando con PSOE, Errejón y sus estrictas recetas populistas, lo que quede de Podemos, más los restos del PCE que se resisten a morir desde hace décadas.

En el caso del PP, un partido que se ha descoyuntado y desmembrado de manera intensa bajo la presidencia de Rajoy, es corriente decir que su problema se debe a que ha perdido cualquier clase de identidad con tal de ganar en votos, un argumento interesante, pero que olvida lo esencial, Rajoy lleva al PP al despeñadero desde una envidiable posición mayoritaria, en 2011 y con casi once millones de votos, más del 44% sobre el total de los emitidos, es decir, que no ha sido su ambición por ganarlo todo, sino su falta de determinación para hacer cualquier política distinta al más de lo mismo pero con mejores técnicos,  lo que ha llevado al PP a su estado actual.

Ese hacer lo mismo es un sinónimo estricto del no hacer política, que deriva de no comprender hasta qué punto son hondos los problemas que padecemos, y, en consecuencia, conduce al partido hacia la inanidad con el desvaído aliento del voto del miedo, admirablemente suministrado por un supuesto Lenin con coletas que admiraba a Maduro, lo que no deja de ser asombroso, por el despiste que supone.

Nunca se sabe en qué puede acabar un proceso que expone a la democracia a un deterioro sistemático

En 1978, Juan José Linz, al analizar la quiebra de las democracias, señalaba cuatro indicadores de deterioro: el rechazo de las reglas del juego, la negación de legitimidad a los oponentes, tolerar o alentar la violencia, y amenazar con reducir las libertades. Se trata de rasgos extremos, aunque presentes sin duda en Cataluña, por ejemplo, que muestran una ruptura de fondo con la democracia como valor moral y político.

Modestamente, creo que hay un síntoma que precede habitualmente a los mencionados por Linz, y que no se puede considerar ajeno a la descomposición política española, a saber, que los partidos vayan más a lo suyo que a lo nuestro, y si el PP puede ser invocado como ejemplo por su tolerancia con sus corruptos, que no decir de Sánchez en el alambre, de modo que sus políticas muestren un grado alto de falta de respeto a los electores, por moverse permanentemente en el lado de los sentimientos y, consecuentemente, desentenderse de las razones y de los compromisos, eximiéndose de contribuir, también con los rivales, a que se fortalezca una trama común de afectos, proyectos e intereses.

Cuando los políticos consideran que la preocupación por los votos y por mantenerse en el poder les exime de hacer bien su trabajo, de presentar iniciativas sensatas, positivas y practicables, de ser coherentes con los ideales que deben presidir sus propuestas, y de defender por encima de todo su compromiso con la democracia y con la Constitución, la descomposición política se convierte en una resultante inevitable de sus idas y venidas. Y nunca se sabe en qué puede acabar un proceso que expone a la democracia a un deterioro sistemático.

Foto: seisdeagosto


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web