Según el economista Douglas North, vinculado al llamado institucionalismo económico, las instituciones surgen cuando se deja de creer en la bondad intrínseca de los hombres y cuando las sociedades se percatan de que hay ciertos límites que los seres individuales no pueden trascender. Todos somos finitos en nuestras capacidades y en el tiempo que disponemos para poder desarrollar nuestra existencia. No todos tenemos las mismas preferencias, aptitudes y apetitos. Si Rousseau estaba equivocado y no todos somos iguales, debe existir algo que nos limite en nuestra capacidad de hacernos daño mutuamente, como creía Hobbes, y que al mismo tiempo supla nuestras limitaciones como individuos.

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En este doble aspecto, positivo y negativo, North creía encontrar la esencia de las instituciones. El estado moderno liberal tiene algo maravilloso, nos iguala en lo único en lo que es legítimo, real y posible en que seamos iguales: en derechos y obligaciones. Cualquier pretensión, como la moderna discriminación positiva por razón de sexo, raza o religión, constituye un paso atrás que nos hace involucionar hacia épocas pretéritas y felizmente superadas, como ocurría en antiguo régimen. Una de las tremendas paradojas de la COVID-19 es que aquellos partidarios de la igualdad sustantiva o material se muestran claramente con sus acciones, contrarios a esa única y verdadera igualdad y que según North se manifiesta en las instituciones. Durante estos ya más de dos meses de largo confinamiento domiciliario los ciudadanos han tenido la ocasión de comprobar cómo buena parte de sus “igualitarios” políticos han hecho ostentación de una obscena desigualdad ante sus conciudadanos.

Políticos con acceso privilegiado a medios sanitarios que estaban, por la magnitud de la pandemia, restringidos para buena parte de la ciudadanía. Un ejemplo de esto último lo hemos comprobado con el caso de nuestros conciudadanos de mayor edad, muchos de los cuales han muerto confinados en residencias y asilos sin haber tenido la más mínima posibilidad de recibir un tratamiento igualitario.

Tenemos una oposición completamente perdida, a merced del pulso del gobierno e incapaz de articular una respuesta firme, contundente e institucionalizada ante el desafío que presenta el programa radical de un gobierno que desprecia la institucionalización de la política

Resulta especialmente sangrante, que un vicepresidente que dice hacer de la lucha por la igualdad su bandera, se haya caracterizado por un comportamiento, para con sus conciudadanos, más propio del antiguo régimen que de una utopía socialista al estilo de las que florecieron en el siglo XIX y que hacían de la fraternidad entre los hombres su razón de ser.

Tampoco el cumplimiento de la cuarentena ha sido igual para todos los ciudadanos. Tertulianos de cuota y afectos al régimen se hacinaban literalmente en pequeños platós de televisión, mientras que sufridos ciudadanos soportan sanciones administrativas por incumplir eso que eufemísticamente ahora se llama distancia social. También hemos tenido la oportunidad de contemplar cómo la cuarentena se ha convertido en un requisito administrativo sólo exigible a los gobernados y rara vez a nuestros gobernantes.

Otro ejemplo flagrante de desprecio hacia las instituciones lo encontramos en la ambivalente actitud del vicepresidente Iglesias en relación con la libertad de expresión y de manifestación. Este derecho ha mutado. Ya no es el jarabe democrático con el que la ciudadanía trataba el virus de la desigualdad. Ahora la protesta es la expresión obscena de las élites económicas y políticas que se resisten, como la nobleza en los primeros momentos de la revolución francesa, a perder sus privilegios.

Que Iglesias y Podemos desprecien las instituciones tiene mucho que ver con el carácter trotskista de su organización política. La idea de la revolución permanente es mucho más atractiva para el político mediocre y demagogo. Vivir instalados permanentemente en lo que Chantal Mouffe llama momento instituyente de la política permite explotar en propio beneficio el sentimiento utópico que conforma el imaginario de buena parte del electorado de izquierdas desde mayo de 1968. En una concepción agonal de la política, que la presenta como un espacio de lucha permanente entre opciones políticas antagónicas, no hay nunca espacio para abrir un momento institucional, dominado por la previsibilidad de las acciones políticas, por la garantía de las instituciones y por la responsabilidad de los políticos frente a sus electores.

La accountability (responsabilidad política) es un principio de la organización política representativa. En virtud de este principio los políticos, en cuanto representantes de los ciudadanos, se hacen responsables de sus acciones y omisiones ante los ciudadanos. En un sistema político representativo maduro son impensables actitudes como la del señor Rafael Simancas culpando a la oposición de una mala estrategia parlamentaria que ha originado ciertos quebraderos de cabeza a su partido en el gobierno.

Si sólo tuviéramos un gobierno que despreciase el momento institucional de la política el problema sería muy grave pero ciertamente resoluble. Tarde o temprano la fuerza de los hechos, la mala gestión ante la crisis sanitaria y la próxima crisis económica o el lógico desgaste derivado de la acción de gobierno acabarían por poner fin a una nefasta experiencia de gobierno, como la que estamos padeciendo. El problema, en cambio, se tornaría casi irresoluble si la desinstitucionalización de la política hubiese también contagiado al resto de los actores de nuestro sistema político.

En parte parece que eso es así en el caso español. Tenemos una oposición completamente perdida, a merced del pulso del gobierno e incapaz de articular una respuesta firme, contundente e institucionalizada ante el desafío que presenta el programa radical de un gobierno que desprecia la institucionalización de la política. El PP sigue instalado en el rajoyismo, esa forma de agnosticismo político que en materia ideológica se muestra etéreo y que hace del diletantismo el modus vivendi del político. Los dirigentes del partido popular unos días se levantan con vocación moderada y esperan así obtener algún tímido aplauso de parte de la prensa afín al gobierno. Vana esperanza la suya.

En esta nueva forma de política desinstitucionalizada se ha instalado también una visión gnóstica de la misma. Según la cual ciertas formaciones políticas, las de la izquierda más radical, son portadoras del bien absoluto y el resto son expresión del fascismo. Para la izquierda realmente existente una oposición moderada calienta el asiento de las cortes generales y asume, como propio, el lenguaje político de la izquierda relativo al cambio climático, el feminismo o la política económica.

El caso de VOX es curioso también. Inicialmente surgió como un partido liberal-conservador con una clara vocación institucional, cuya misión no era otra que la de equilibrar el tablero político español cada vez más escorado hacia la izquierda. Esta estrategia política tuvo nulos resultados prácticos y VOX acabó siendo un actor político marginal dentro del modelo. En un segundo momento VOX se transformó en un partido nacional-populista que se presentaba como la expresión de la indignación nacional frente a los atropellos del nacionalismo periférico español, la deriva totalitaria de la izquierda española y la amenaza globalista. Gracias a este giro estratégico VOX logró aumentar exponencialmente su votos, y ganar mucho más espacio mediático, aunque en buena medida se trataba de un espacio mediático usufructuado por parte de una izquierda a la que le interesaba electoralmente agitar el espantapájaros de la extrema derecha.

Esta nueva estrategia no culminó en el tan esperado vuelco electoral por la querencia de VOX hacia posiciones muy liberales en lo económico en algunos asuntos, algo que casaba mal con una estrategia política netamente populista. El gran problema de VOX es que no ha sido capaz de sorprender a la izquierda.

Al igual que Kant marca un corte axial en la metafísica y la teoría del conocimiento, Maquiavelo hace lo mismo en el ámbito de la filosofía política. El pensador florentino señaló como una de las grandes virtudes del gobernante la audacia. VOX no está siendo audaz. Está siendo netamente conservador en su estrategia, instalándose cómodamente en el espacio político que le ha asignado la izquierda. No ha logrado, ni con su imagen, ni con su discurso abrazar plenamente el momento populista al que me he referido antes.

Se podría objetar a mi análisis que estoy empujando a una de las pocas esperanzas que le queda al sistema político español de sobrevivir a abrazar esa desinstitucionalización de la política a la que me refería antes. Como he dicho antes, el político de la modernidad debe aprender a ser audaz e interpretar lo que los teólogos llaman los signos de los tiempos. VOX, a diferencia de Podemos, por la competencia y la solvencia de algunos de sus cuadros políticos, podrá ejecutar a la perfección ese papel institucional de la política cuando le toque hacerlo: al alcanzar plena o parcialmente responsabilidades de gobierno. Ahora lo que toca es “expropiarle” el cielo a los social-comunistas.

Respecto de Ciudadanos poco hay que decir. Ha renunciado a hacer política para convertirse en un mero gestor de su fracaso o de su acierto como organización política. Nihil novo sub sole.


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