Cuando el niño nace no ve, apenas siente el exterior, está centrado en sus propias sensaciones. El bebé nace ciego, solo percibe luces y sombras, las pupilas están débiles y sus ojos se mueven muy perezosamente. Veinte centímetros es la distancia de su zona visual, los que separan sus ojos de los pechos de su madre. Pero nunca la atención estuvo tan centrada como entonces.

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Si la atención es la puerta por la que asoma el cerebro, es probable que preocupe el déficit de atención actual, con un entorno que se acomoda el ruido y la vorágine de la distracción. Silencio y atención, un tándem muy poco frecuente, sostienen una estrecha complicidad para el aprendizaje, el conocimiento y la construcción interior. Como se ha comentado en estas páginas, el cerebro necesita el silencio porque internaliza y evalúa la información en esos tiempos de calma.

El escritorio de nuestra pantalla abierto muchas horas al día y de la noche en varias ventanas, con la probabilidad de que asomen una cuantas alertas, es el escenario que describe una atención débil y fragmentada. La era de la información instantánea obliga al cerebro a un continuo arranque. Autores que han estudiado nuestro cableado de neuronas en profundidad como  Nicholas Carr y Gary Small señalan que el cerebro avanza y retrocede entre una tarea y otra, de modo que los circuitos neuronales necesitan un breve receso. Es decir, cada vez que la atención cambia de objetivo, los centros ejecutivos del lóbulo central arrancan circuitos neuronales diferentes.

El escritorio de nuestra pantalla abierto muchas horas al día y de la noche en varias ventanas, con la probabilidad de que asomen una cuantas alertas, es el escenario que describe una atención débil y fragmentada

Este permanente baile de acceso y elecciones provoca que el cerebro de quienes buscan entretenimiento permanente desarrollen la necesidad de una recompensa inmediata, no hay lugar para la espera, ni para la paciencia. Hace tiempo que cambiaron nuestros hábitos de lectura. Los lectores antiguos, explica John Saenger, movían los ojos de forma lenta y vacilante por las líneas del texto porque las normas no se habían inventado, no existían signos de puntuación, ni nada parecido. La mente luchaba por comprender dónde terminaba una palabra y comenzaba la siguiente, leer era organizar un rompecabezas. Bastantes siglos más tarde leer un libro extenso en silencio requirió y requiere una capacidad de concentración intensa durante un dilatado periodo de tiempo.

La evidencia es que el estado natural de nuestro cerebro tiende a la distracción, estamos predispuestos a desviar la mirada, por lo que la lectura impresa obliga a una práctica antinatural, a un ejercicio del pensamiento que exige atención sostenida, sin interrupciones, como así ocurría anteriormente con los cazadores, ascetas, artesanos, que habían entrenado su cerebro para el control y para focalizar la atención. Una lectura prolongada de un libro, sin distracciones, propicia en el lector las asociaciones, la imaginación, el cultivo de sus ideas y reflexiones. Es muy probable que piense profundamente quien lee profundamente. En este escenario, Jacob Nielsen se preguntaba hace dos décadas ¿cómo leen los usuarios de la Red?, su respuesta fue rápida y rotunda: “No leen.”

El escaneo que hacemos sobre la pantallas describe otro tipo de “lectura”, en el que el ojo salta de una zona a otra. Algo que no es nuevo, siempre hemos saltado las páginas de un periódico y hemos paseado la vista por las portadas de los libros y revistas. Lo distinto es que el hábito dominante de lectura está atrapado en la distracción, la superficialidad y la gratificación inmediata. Sin conocer Internet, McLuhan describió perfectamente el fenómeno en “Comprender los medios de comunicación”, cuando afirmó que nuestras herramientas terminarán por “adormecer” cualquiera de muchas de nuestras partes del cuerpo que “amplifican”, nuestro oído, vista, tacto se han amplificado, pero facultades de nuestra mente como la percepción, memoria,  atención, quedan limitadas. Google siempre es consultable, llevamos nuestras relaciones y experiencias con el Smartphone en nuestro bolsillo.

James Evans, sociólogo de la Universidad de Chicago, tras un arduo esfuerzo, consiguió reunir una ingente base de datos con 34 millones de artículos académicos publicados en revistas científicas desde 1945 hasta 2005. Analizó las citas incluidas en los artículos para averiguar los patrones de citación, y demostrar cómo habían cambiado los modelos de investigación desde que las revistas flotan en Internet, en vez de imprimirse en papel. Evans descubrió que conforme las publicaciones transformaban su soporte, del papel al digital, los estudiosos citaban menos artículos que antes, y lo hacían con los artículos más recientes. El trabajo de este científico publicado en Science en 2008 concluye que se ha “producido una reducción de la ciencia y la erudición”. En la era del filtrado automatizado de la información, los motores de búsqueda establecen la popularidad en el número y permanencia de visitas, no en la calidad de los contenidos.

La bomba energética del cerebro devora información, su voracidad engulle infinidad de estímulos a gran velocidad, y exige constantes y excitantes novedades. Las pantallas móviles, ubicuas y siempre encendidas alimentan las demandas de nuestra central cerebral. Las múltiples llamadas, alertas y alarmas del móvil envían sus píldoras de dopamina, que producen una gratificación inmediata, efímera e intensa. Pero insuficiente porque siempre necesitará más

El miedo al silencio ahuyenta la atención, un bien muy escaso y muy difícil de cultivar en esta era ruidosa. Impera la memoria flotante, parcial, discontinua, que precisa grandes dosis de estimulación para la atención y la retención. Cada vez son necesarias más cargas de dopamina para activar esta central neuronal. El “por si acaso” y el miedo a “perderse algo” son señales claras del estado de ansiedad, que propicia la saturación informativa   y la carga de sobre estimulación actual.

Foto: Rawpixel


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