La erosión de la cultura política  a nivel global es tal que hemos llegado a un punto en el que el normal desenvolvimiento de nuestros sistemas democráticos se nos presenta como una forma de patología política del propio sistema. Nos estamos acostumbrando tanto al autoritarismo al que nos conduce el mundo post-COVID-19 que cualquier desarrollo político que desborde los marcos establecidos por una opinión pública secuestrada por intereses espurios se nos presenta como un ataque a la propia democracia.

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Casos paradigmáticos de este último fenómeno los hemos encontrado estos últimos días tanto en la política norteamericana como en la política española. En el caso español el anuncio de la presentación de una moción de censura el próximo mes de septiembre por parte de VOX, tercer partido político en el parlamento español, ha recibido una fuerte contestación por parte de una opinión pública y unos medios de comunicación que ven en la iniciativa política de la formación verde una enésima manifestación de intento de desestabilización política por parte de dicha formación, un ataque al parlamentarismo de cariz proto-fascista o una torpe maniobra política que sólo busca destruir el centro-derecha en España y que concede un balón de oxígeno a un gobierno socio-comunista acosado por su propia incompetencia.

Un fenómeno parecido se observa en la política norteamericana con algunas de las últimas iniciativas de la administración Trump. Sus órdenes ejecutivas federales que buscan garantizar la ley y el orden en buena parte del país, hoy bajo el caos por obra y gracia de los desórdenes públicos jaleados y alentados  por el movimiento antifa o el BLM, o las serias advertencias presidenciales de que el caótico sistema norteamericano de voto por correo no garantizan la limpieza en las próximas elecciones del mes de noviembre se presentan como iniciativas autoritarias, antidemocráticas y profundamente desestabilizadoras de la democracia moderna más antigua del mundo.

El miedo a la inestabilidad y al cambio funciona como un factor de estabilización de una democracia más simulada que real. Cualquier opción política que sea anatemizada como contraria a la estabilidad o al consenso tiene muy pocas posibilidades de prosperar políticamente

La distorsión informativa con la que dichas acciones políticas llegan a la opinión pública reflejan muy a las claras hasta qué punto ésta ha dejado de ser un instrumento de control del poder para pasar a convertirse en un mecanismo de control por parte del mismo poder al que debería fiscalizar. En todo fenómeno político de corte totalitario se constata una invasión del espacio propio de la sociedad civil por parte del poder político, como muy bien pusiera de manifiesto Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo. El poder político aspira a controlar todos y cada uno de los aspectos de la vida del individuo. Por otro lado en el totalitarismo el poder político, secularizado desde la modernidad, se vuelve a envolver de una aureola religiosa.

Junto a esta influencia totalitaria, la política posmoderna hunde sus raíces en una nueva ontología. La ontología de la posmodernidad ha renunciado a buscar algún fundamento último de lo real, por considerar que la propia noción de fundamento último es una suerte de reminiscencia última de la teología. De forma que la realidad ya no está anclada en el ser, sino en el puro devenir. Esta conformación de lo real como algo que deviene, que fluctúa y que cambia incesantemente tiene su reflejo gnoseológico en una merma del valor de la racionalidad como mecanismo privilegiado de acceso a lo real y una revalorización consiguiente del aspecto emocional del ser humano.

Freud, en sus Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, analiza el poder de la religión en la conformación de las conciencias de los hombres, una idea que ya había explorado el propio Maquiavelo en sus famosos Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En la llamada posmodernidad sólo la ciencia parece aspirar a tener reservada un nivel de influencia semejante a aquella a la que aspira el poder político. Como pone de manifiesto el propio  Freud la religión es un “magno poder que dispone de las más emociones humanas”. Es consabido que la política posmoderna se configura a la manera de una nueva religión que pretende manipular las conciencias mediante el uso y el abuso de las emociones humanas.

En las sociedades posmodernas que se caracterizan, como pone de manifiesto el sociólogo Ulrich Beck, por ser sociedades que pretenden administrar el riesgo vital, la política explota la emoción por antonomasia, el miedo, como herramienta de conformación de las conciencias políticas. El miedo a la inestabilidad y al cambio funciona como un factor de estabilización de una democracia más simulada que real. Cualquier opción política que sea anatemizada como contraria a la estabilidad o al consenso tiene muy pocas posibilidades de prosperar políticamente. Así el trumpismo, pese a ser en la práctica una ideología mucho más compatible con el legado de los padres fundadores norteamericanos que el radicalismo de la new left hegemónica en la opinión pública estadounidense, es anatemizado en los medios de comunicación de medio mundo como responsable de la inestabilidad social y política que vive el país como consecuencia de los disturbios raciales. Sólo así se puede explicar que una buena parte del electorado norteamericano se decante en la encuestas por un candidato tan débil como es Joe Biden.

Otro tanto ocurre en el caso español con el partido VOX y su reciente anuncio de presentación de una moción de censura contra el gobierno actual, responsable de la peor gestión en el mundo de la pandemia del Coronavirus o de la mayor caída del PIB español en el último siglo. Resulta chocante que aquellos que más están contribuyendo al deterioro y a la desestabilización del sistema político español apelen al miedo a la desestabilización política para deslegitimar una moción de censura. Hay que recordar que en los sistemas parlamentarios racionalizados, aquellos que son prevalentes desde el final de la II guerra mundial, la moción de censura es un mecanismo no sólo legal sino legítimo para hacer aflorar en el parlamento, sede de la soberanía nacional, aquella deslegitimación popular de la acción de gobierno. Si en un país al borde de la descomposición política, institucional y económica no sólo no es conveniente, ni tan siquiera legítimo presentar una moción de censura entonces no cabe imaginar un escenario donde dicha forma de actividad parlamentaria tenga algún sentido.

Actitudes como la del Partido Popular, consistentes en renunciar a cualquier forma de oposición política, supuestamente para no contribuir aún más a la propia desestabilización del sistema no obedecen tanto a una firme convicción en los principios conservadores, que postulan la defensa y conservación del valor de las instituciones, cuanto de una asunción acrítica y puramente estratégica de las nuevas formas de hacer política en la posmodernidad. Preservar esos valores constitucionales y defender verdaderamente las instituciones democráticas exige justo lo contrario: embarcarse en una oposición frontal a aquellas ideas que buscan desnaturalizar nuestras instituciones y valores políticos fundamentales. La deriva consensual del partido popular, iniciada ya en los tiempos de Mariano Rajoy, no busca tanto situar al partido dentro de una difusa centralidad cuanto  de transformarlo en una suerte de partido progresista moderado en la nueva política posmoderna global a la que se dirige inexorablemente el mundo post-covid 19. Un partido popular plácidamente instalado en todos y cada uno de los dogmas de la nueva normalidad posmoderna no es un partido centrado, ni moderno. Es un partido puramente instrumental al servicio de la imposición de una agenda política posmoderna abiertamente contraria a los valores liberal-conservadores que alguna vez estuvieron en el diseño de dicha formación política.

Foto: Jose Vega


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