Durante décadas, en Europa y en general en las democracias occidentales, la vida se desenvolvió bajo un marco previsible. Estudiar, encontrar trabajo, formar una familia, prosperar y asegurar la vejez eran metas alcanzables, casi parte de un guion compartido e incuestionable. Esa estabilidad estaba sustentada en el crecimiento económico y demográfico, pero también en una paz social basada en la certeza de que el mañana sería, si no mejor, al menos igual de seguro que el presente.
Pero si algo nos enseña la Historia es que nada dura eternamente. El primer gran temblor llegó con las crisis del petróleo de los años 70: inflación, desempleo y, por primera vez en muchos años, la desconcertante revelación de que la prosperidad no estaba garantizada. Sin embargo, estas tribulaciones quedaron en suspenso con el final de la Guerra Fría y la caída de la Unión Soviética. Estos acontecimientos insuflaron un renovado optimismo. Parecía que la democracia, con economías más o menos libres, había ganado la partida definitiva. Sin la amenaza de la Guerra Fría y el totalitarismo comunista, el progreso, por fin, sería la máquina del avance perpetuo.
Nuestras sociedades afrontan enormes desafíos. Sin embargo, el principal peligro está en las mentes inmaduras. Si la irritación se convierte en el modo normal de relación política y social, no se perderá sólo bienestar; también inteligencia y capacidad de supervivencia
Pero era un espejismo. Espejismo que se sostuvo artificialmente durante un tiempo gracias al dinero barato y a la democratización del crédito. Hipotecas accesibles para todos, consumo a plazos y burbujas financieras permitieron mantener la ilusión de prosperidad. Pero las crisis se sucedieron: la asiática de 1997, el pinchazo de las puntocom en 2000, el 11-S y la inestabilidad geopolítica, hasta desembocar en la Gran recesión de 2008.
Fue esta última crisis la que marcó un punto de ruptura. No sólo se desplomaron bancos, empresas y empleos: también se quebró la confianza en el modelo político. En España, las plazas resonaban con lemas como “Lo llaman democracia y no lo es” o “Democracia real ya”. Mientras, algunas voces advertían de la hipertrofia estatal, la sobrerregulación y los abusos de las políticas monetarias. Sin embargo, fueron los populismos de izquierda, no las corrientes reformistas, los que capitalizaron el descontento.
En lugar de exigir eficiencia y control del gasto, se reclamó más protección estatal, más subsidios, más ayudas. Los gobiernos, incapaces de resistirse por miedo a perder apoyos electorales, inyectaron dinero en el sistema, aceleraron el endeudamiento, alimentaron clientelas y normalizaron la picaresca. El dinero público —ese que “no es de nadie”, según cierta ministra española— se convirtió en maná para todos, pero con efectos corrosivos.
El resultado es que hoy nos encontramos en un escenario todavía más precario que el de entonces: desindustrialización terminal, pérdida de competitividad y productividad, decrecimiento, inmigración masiva, envejecimiento acelerado, desplome de la natalidad, inseguridad creciente y un horizonte internacional incierto. La llamada multipolaridad es en realidad una nueva Guerra Fría, con más actores y más riesgo de choques: Estados Unidos, China, Rusia, Irán, India, Corea del Norte… Un tablero que también se divide en dos bloques, pero mucho menos previsible que el de hace cuarenta años.
Cuando más se necesitarían liderazgos serenos, capacidad de análisis y debate, lo que emerge es lo contrario: polarización, irritabilidad y emotividad. Lo de estadista se nos ha quedado antiguo: ahora tenemos influencers institucionales, más pendientes de los sondeos internos que de las alarmas que suenan fuera. Francia es un ejemplo de manual: huelgas permanentes, disturbios recurrentes y una sociedad que se niega a asumir que un gasto público cercano al 60% del PIB es insostenible. El Reino Unido, tras el Brexit, lidia con tensiones migratorias y un Estado desbordado. Alemania acaba de perder 170.000 empleos industriales en una sola semana. Y España, atrapada en una política de bloques, se desliza entre la precariedad y el guerracivilismo.
Adultos por edad, críos en espíritu
A este cuadro de incertidumbre económica y política se añade un fenómeno menos visible pero extremadamente peligroso: la infantilización social. Se trata de un concepto conocido en sociología y psicología social, que describe cómo individuos formalmente adultos adoptan actitudes propias de la infancia: necesidad constante de atención y protección, rechazo a la frustración, externalización de la culpa y tendencia a exigir privilegios sin aceptar responsabilidades.
No es un problema anecdótico. En las últimas décadas, el bienestar creciente, la sobreprotección y la cultura del consumo inmediato han creado generaciones habituadas a que los deseos se satisfagan con rapidez. Neil Postman lo advertía ya en 1982, en The Disappearance of Childhood, los límites tradicionales entre infancia y adultez se han ido difuminando, en gran medida por el poder de los nuevos medios de comunicación, que exponen a los niños a entornos adultos demasiado pronto y, paradójicamente, prolongan la adolescencia de los adultos. El resultado es una sociedad donde la madurez y la responsabilidad no sólo dejan de estar concatenadas, sino que se vuelven antagónicas.
Lo peor de la infantilización es la ceguera que la acompaña. Al igual que los niños pequeños, los adultos “infantilizados” son capaces de reconocer el comportamiento pueril en los demás, pero rara vez en sí mismos. El manifestante que increpa a la policía mientras grita “¡fascista!” ve en el uniforme un abuso intolerable, pero no repara en que él mismo está actuando como un adolescente patán y enrabietado. Del mismo modo, el ciudadano que denuncia la irresponsabilidad de los políticos puede, sin rubor, exigir a renglón seguido una subvención para su sector o una ayuda extra para sí mismo.
La paradoja es que el individuo infantilizado no se siente así, no es consciente de su afección: cree estar en posesión de la verdad, y por tanto justificado para traspasar los límites y exigir lo que le plazca. Es, de alguna manera, la encarnación política del berrinche del niño que se tira al suelo en el supermercado porque cree que su demanda es justa y, por tanto, puede gritar, patalear y golpear, y nadie tiene derecho a contrariarle.
En los vídeos de las redes sociales, esa actitud alcanza dimensiones cómicas: activistas que increpan, insultan, empujan o arrojan objetos a la policía, convencidos de que su causa les otorga un superpoder de inmunidad espiritual… y corporal. Cuando la policía actúa, reaccionan sorprendidos, con llantos y gritos histéricos: “¡No touch me, no touch me!” gimotean, como si todo el mundo, incluida la policía, estuviera obligado a respetar su burbuja emocional.
Este fenómeno tiene otra dimensión más preocupante: al infantilizarse, las sociedades se vuelven incapaces de asumir sacrificios compartidos. Los gobiernos temen aplicar reformas necesarias —como retrasar la edad de jubilación o recortar el gasto improductivo— porque saben que el electorado responderá con un berrinche electoral. Y los votantes, a su vez, viven convencidos de que cualquier esfuerzo personal es una injusticia, porque “el Estado tiene que hacerse cargo”. El Estado es, para muchos, como esos padres que consienten al hijo caprichoso: mientras sigan llegando las golosinas, nadie pregunta quién paga el dentista.
Advertía Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio (2010), que al eliminar la disciplina externa y convertir al individuo en su propio explotador, el sistema produce sujetos agotados, sin capacidad de resistencia real, pero al mismo tiempo hiperreactivos y propensos a la queja. Por su parte, Christopher Lasch en La cultura del narcisismo (1979), describe cómo las sociedades opulentas generan individuos más dependientes, más frágiles y más ensimismados.
La infantilización no sólo degrada el debate público: también bloquea la capacidad de una sociedad de afrontar desafíos. Lo preocupante es que, como en la paradoja del espejo, es mucho más fácil ver el infantilismo ajeno que el propio. Quizá por eso la irritación social se convierte en un círculo vicioso: todos se sienten maduros y responsables frente a la inmadurez de los demás, todo el mundo es idiota menos ellos, cuando en realidad todos juntos se deslizan hacia un estado permanente de intransigencia y berrinche.
La irritación social que hoy se observa en Europa no es, por tanto, un accidente pasajero. Es el síntoma de una doble fragilidad: institucional y cultural. La primera se nutre de sistemas políticos incapaces de gestionar reformas y de liderazgos atrapados en el corto plazo que prefieren el atajo de la polarización al arduo trabajo de debatir, contrastar y proponer visiones alernativas consistentes. La segunda proviene de una infantilización que impide a las sociedades asumir sacrificios, dialogar con serenidad, aceptar que no todo deseo puede ser satisfecho y que las soluciones no caen del cielo.
Es evidente que nuestras sociedades afrontan enormes desafíos. Sin embargo, el principal peligro está en las mentes inmaduras. Si la irritación se convierte en el modo normal de relación política y social, no se perderá sólo bienestar; también inteligencia y capacidad de supervivencia. Y entonces, como ocurre con los niños que se enfadan y se bloquean, llegará un momento en que ya no habrá consuelo posible. Lo previsible es que la realidad acabe propinándonos una bofetada antológica.
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