Hace 135 años Félix Sardá i Salvany, catalán y tradicionalista, escribió un libro que trataba de mostrar la casi absoluta incompatibilidad entre el liberalismo y la fe. Por fortuna, hoy en día casi nadie cree que exista esa incompatibilidad, aunque tampoco sea raro encontrar ramalazos de esa idea en los juicios y opiniones de algunos. Lo que el texto de Sardá suponía es que, de existir una verdad objetiva, como toda persona de fe sostiene, las opiniones que no se atuviesen a ella suponían, ante todo, un error y, en consecuencia, un mal.

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Ahora no es corriente encontrar ese tipo de razonamiento, de una lógica implacable, porque no se comparte el punto de partida, a saber, la existencia de una verdad incontestable previa a cualquier opinión y ante la cual todo el mundo tendría que inclinarse. El reconocimiento de esa paradójica verdad, que no existe ninguna verdad por encima de la libre discusión racional entre personas dispuestas a entenderse, es lo que se ha consagrado como un valor político y moral de gran importancia al reconocer la legitimidad del pluralismo, es decir, del carácter esencial de los derechos a la libertad de conciencia, de pensamiento, de opinión, de expresión que, junto a la igualdad ante la ley y el derecho a la propiedad, constituyen el fundamento más sólido de las modernas democracias liberales.

Pero al hablar de todo esto estamos hablando de historia, de algo que se ha conquistado con plenitud en algunas partes del mundo, que está todavía vigente en algunas otras, que nunca se ha alcanzado en otros lugares en los que las formas de despotismo y dictadura han seguido vigentes, pero que, por desgracia, se encuentra ahora mismo gravemente amenazado en muchos lugares, no por el dogmatismo católico de un Sardá, sino por un cierto número de creencias que se están extendiendo y que adquieren un aire peligroso de verdad indiscutible, de fundamento para declarar delincuente a quien no se atenga a los nuevos mandamientos.

Los censores se multiplican porque representan la cara oculta y muy peligrosa de una dimensión demasiado humana, la pasión por prohibir, y qué mejor cosa que prohibir la maldad

Sardá suponía que no resulta aceptable que nadie tenga una moral y unas creencias no sometidas a lo que él interpretaba como la autoridad superior e indiscutible del mismo Dios encarnada en la Iglesia y, en aquellos momentos, todavía aliada con el poder político en muchas partes de Europa. Pues bien, ahora mismo abundan quienes creen que existe algún tipo de verdad que está por encima de cualquier libertad de pensamiento y opinión.

Con lo que ahora nos encontramos es con la tentación de imponer por las bravas nuevas formas de dogmatismo ideológico y sus correspondientes dictaduras culturales y sociales que no se pretenden derivadas de Dios, sino de entidades que han ocupado su lugar en las mentes fanáticas de los nuevos censores. No es que escaseen ese tipo de instancias a las que acogerse para liberarnos del pánico que puede dar el vivir al aire en un mundo tan complejo y cambiante. Son abundantes las deidades disponibles. Baste pensar, por ejemplo, en el nacionalismo, la corrección política, el ecologismo, el feminismo o en cualquiera de las múltiples transformaciones del socialismo.

El socialismo, por empezar por el final, sigue considerando que el liberalismo es una forma, en cierto modo sutil, de perversión moral, y de ahí el sentimiento de superioridad que la izquierda sigue administrándose en dosis peligrosas y que sirve para ocultar cualquier especie de fracaso, y los ejemplos abundan, que siempre se cargan en la maldad de los enemigos del pueblo y del progreso a los que es imperativo seguir negando el pan y la sal, como acaba de hacerlo, la vicepresidenta Calvo, al negar el perdón a los arrepentidos de derechas que ahora quieran hacerse pasar por feministas: si no estás en la lista de los escogidos nunca merecerás otra cosa que piedad, en casos excepcionales, y, por lo general, displicencia y severas admoniciones cuando trates de apoderarte de inventos que siempre han sido de la izquierda (como el helicóptero, en frase de Orwell).

El nacionalismo es otra verdad indiscutible que sus defensores identifican, además, con la verdadera democracia. Como quiera que el nacionalismo es, indefectiblemente, una forma de privación, los nacionalistas tienen que inventarse un opresor, un enemigo a las puertas y se afanan de forma incansable en hacer evidente su intrínseca maldad. Ahí tienen a Quim Torra, si quieren un resumen, su manera habitual de contraponer democracia y ley, cuando la ley no le gusta.

El ecologismo, que como decía Ramón Margalef, el primer ecólogo español, tiene que ver con la Ecología lo mismo que el socialismo con la sociedad, es una verdadera religión de la madre Tierra que tiene especial peligro porque recurre casi siempre a disfraces científicos. Es fácil descubrir al científico ecologista porque se refugia en la unanimidad de la ciencia, como si la ciencia fuese un colegio cardenalicio y no un estupendo batiburrillo de investigaciones en permanente ebullición y muy consciente de sus limitaciones, de que una cosa es suponer y otra comprobar, pero con ayuda de las televisiones, los telepredicadores y la cátedra YouTube llevan las de ganar, acaban de descubrir, por ejemplo, que julio ha sido el mes más caliente de la historia y eso se debe, sin duda alguna, a los herejes que todavía abundan y no aplauden a Greta con las orejas.

El feminismo está a punto de acabar con la presunción de inocencia en lo que a hombres se refiere, lo que no es pequeña conquista. Basta con llamarnos manada o con que se nos oiga decir que Woody Allen a veces ha tenido mucha gracia para caer en las redes de la Santa y muy Femenina Inquisición. Ojo, porque según advierte Soto Ivars, en comandita con el estalinismo cultural, van a por Tarantino y si cae una torre tan alta, a ver quién aguanta el tipo.

No es para broma: los censores se multiplican porque representan la cara oculta y muy peligrosa de una dimensión demasiado humana, la pasión por prohibir, y qué mejor cosa que prohibir la maldad. Hay que esperar la resistencia inteligente y con buen humor de los que sabemos cierto lo que decía Hölderlin, que siempre que los hombres (y las mujeres) han intentado construir el Paraíso han acabado edificando un infierno.

Foto: Hermes Rivera


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web