En la sociedad posmoderna en la que vivimos se da una curiosa paradoja. Por un lado, proliferan los libros de autoayuda que descalifican el victimismo como una forma de personalidad tóxica por la que el individuo se convierte en víctima de sus propias acciones y decisiones con la finalidad de manipular a su entorno y así conseguir los frutos de la libertad sin tener que padecer sus inconvenientes. De la misma manera el discurso político dominante, especialmente en el ámbito de lo que se conoce como izquierda, acepta y fomenta el victimismo como un instrumento político que permite movilizar a importantes capas de la sociedad. Cualquier colectivo o causa que quiera acceder a la esfera pública debe tener un agravio que justifique su toma en consideración política.

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De esta manera abandonamos un modelo de sociedad que se había instalado entre nosotros al menos desde el renacimiento humanista. En el famoso Discurso de la dignidad del hombre de Giovanni Pico della Mirandola se hace una ardiente apología del antropocentrismo. Según Pico, aunque el hombre fue la criatura que Dios creó en último lugar, el creador la reservó el mayor de los dones posibles: la libertad de decidir, de elegir qué ser. De forma que la mayor dignidad del hombre no radica en lo que ya es, pues hay criaturas dotadas de mayor fuerza, de mayor astucia, de mejores condiciones biológicas para las adversidades naturales. Su verdadera dignidad radica en la posibilidad que tiene inscrita en su ser de poder llegar a tomar sus propias decisiones.

Pico se da cuenta de que este don implica una gran tragedia para el ser humano. Junto a la posibilidad de acumular grandes dichas, el hombre también se expone a la posibilidad de experimentar pesares, desdichas y multitud de inconvenientes. Pico ve en la acumulación de saberes y conocimientos heredados de los que nos precedieron una herramienta básica para ayudar al hombre a ser capaz de elegir mejor su propio destino.

Si la modernidad, con la obra de los ilustrados y sobre todo el pensamiento de Nietzsche, alumbró el final definitivo de Dios como referente intelectual de primer orden, la posmodernidad diluye el humanismo como principio legitimador del orden en el que estamos instalados

El posmodernismo supuso el fin del hombre, la finalización del antropocentrismo como paradigma hermenéutico. El pensador francés Michel Foucault en su obra Las palabras y las cosas rompe con la visión teleológica de la historia. Para él, ésta se compone de discontinuidades, de saltos abruptos en los que los criterios que la hacen comprensible cambian.

Si la modernidad, con la obra de los ilustrados y sobre todo el pensamiento de Nietzsche, alumbró el final definitivo de Dios como referente intelectual de primer orden, la posmodernidad diluye el humanismo como principio legitimador del orden en el que estamos instalados. El hombre deja de ser dueño de su destino y pasa a ser la creación de fuerzas ocultas que manejan su destino como si éste no dejara de ser una simple marioneta.

Foucault, uno de los pensadores más influyentes de los últimos 50 años, traza una genealogía del surgimiento de nuestra identidad y hace manifiesta nuestra falta de libertad. No somos lo que creemos que somos, sino el fruto de lo que otros nos hicieron ser. El individuo no deja de ser más que el resultado de complejos procesos de poder y de discursos que deciden lo que éste debe ser. En la escuela, en la familia, en el trabajo, en las instituciones represoras del estado se forma nuestra identidad a fuego. Una identidad que forja lo que somos y lo que haremos, o al menos lo que es aceptable que vayamos a hacer.

En Seguridad, territorio y población, un conjunto de lecciones que Foucault impartió en el prestigioso Collège de France en los años setenta, el pensador francés establece una evolución en la manera en la que el poder configura nuestra identidad. El proceso se ha hecho con el tiempo, según él, más sofisticado, menos violento y sobre todo mucho más preciso.

En un primer momento el poder era pastoral, en el que la configuración de la propia identidad descansaba en procedimientos de índole religiosa. Posteriormente, con el llamado poder soberano, éste comienza a ejercerse directamente de una forma brutal sobre los propios cuerpos. Era la forma de poder propia de los antiguos imperios y del llamado antiguo régimen. Más adelante, con el advenimiento de la modernidad, el poder se haría panóptico, casi invisible a través de la obra de las instituciones educativas, disciplinarias y gracias al avance de las ciencias sociales. La forma más perfeccionada de todas, la actual según Foucault, sería el bio-poder en el que la economía y la biologización de la vida serían sus señas de identidad.

Esta descripción de los procesos de constitución del individuo, plantean en definitiva que la libertad es una quimera y que el individuo, aunque se cree libre, como diría Rousseau, no es más que un individuo encadenado. Sus cadenas no serían visibles, como a las que hacía referencia el pensador ginebrino, sino que en buena medida permanecerían ocultas incluso para él mismo.

De estas ideas la izquierda posmoderna ha hecho un abundante uso. El liberalismo, que en último término descansa en una antropología que cree en la libertad del individuo, no deja de ser un gran engaño. Las apelaciones a la libertad individual que por ejemplo realizara Margaret Thatcher en buena parte de sus discursos de los años setenta y ochenta, no dejarían de ser más que meros autoengaños destinados a desmovilizar a la clase obrera, queriendo hacerla falsamente responsable de sus acciones individuales.

Aunque Marx puede ser leído desde una óptica estructuralista que diluye la libertad del individuo y lo convierte en mero resorte de estructuras productivas que lo sojuzgan, a mediados del siglo XX se intentó una simbiosis entre el humanismo y el existencialismo filosófico. Se trató de construir una izquierda para la que la libertad del individuo no fuera motivo de escándalo. Una izquierda que situaba al individuo en el primer plano de su preocupación. Una izquierda muy alejada de ese memorial de agravios colectivos de racializados, mujeres y oprimidos varios en que se ha convertido el discurso izquierdista. Una izquierda que creía en la libertad, como el don más preciado del ser humano, y que luchaba por crear las condiciones materiales que hicieran posible que éste pudiera disfrutar de su don.

Sartre fue un intelectual progresista que gozó de notable influencia en ambientes propios de la izquierda. Su apuesta decididamente humanista evolucionó desde un inicial existencialismo hacia un marxismo, que se decía también humanista pero que contenía numerosos elementos materialistas y colectivistas que no se conciliaban del todo bien con sus iniciales planteamientos.

El Sartre del Ser y la nada parte de una radical afirmación de la libertad individual, haciendo patente que el individuo debía hacerse responsable de sus propios actos para consigo mismo y los demás, frente al freudismo o el behaviorismo que limitaban el poder de la libertad, ya fuera por obra de impulsos inconscientes (psicoanálisis) o estableciendo determinismos entre la conducta y los estímulos de la misma (behaviorismo). En una célebre frase que resumía su pensamiento, se afirmaba que en el ser humano lo que se es no es algo dado de antemano, sino que es el fruto de decisiones conscientes y acumulativas a lo largo de la propia vida. El ser humano no nace a la vida, según su visión, con ninguna finalidad predefinida sino que el propósito último de ésta es una tarea por hacer.

En una fase ya posterior que se plasma en su Crítica de la razón dialéctica, influido por el marxismo, Sartre intentará explicar la historia como una lucha del hombre consigo mismo por superar el problema de la escasez y por conciliar la propia libertad con los derechos de la colectividad. Aunque el pensamiento de Sartre dista mucho de ser una filosofía sobre la que fundar una sociedad libre y abierta, sin duda el que haya sido abandonada en el seno de la izquierda en favor de concepciones post-estructuralistas, mucho más radicalmente nihilistas y sobre todo críticas con la individualidad ha tenido como consecuencia que esta ideología postule una especie de vuelta a una sociedad neo estamental, donde ciertos colectivos tienen el derecho a presentar al resto de la sociedad sus nuevos cahiers de doléances posmodernos. Una sociedad basada más en el privilegio que en la promoción de la libertad.

Foto: Tim Marshall


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