Las pretensiones retóricas de la defensa de los políticos catalanes sometidos a juicio por el Tribunal Supremo de España se apoyan en una contraposición entre democracia y leyes que puede resultar seductora para los poco avisados. Oponer esos conceptos constituye una burda falacia tanto lógica como política, y, como es normal, esa trampa se esgrime para disfrazar un atentado a la ley tan claro como grave.

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Cuando existe una democracia, la ley es, y lo ha sido siempre, una garantía de las libertades públicas, porque sin respeto generalizado a la ley solo cabe la guerra o la tiranía. Que políticos electos pretendan hacer algo que va más allá del marco jurídico en el que su elección ha sido legítima, y hacerlo, sin respetar los cauces legales, supone una falta de respeto a la racionalidad que indica una voluntad política de imponerse por las bravas, aunque en este caso tan escasamente gallardo, haciendo todo lo posible para que no se note.

La democracia moderna es una manera de proteger a los ciudadanos de las arbitrariedades del poder, un sistema en el que los poderes públicos, sea cual fuere el grado de apoyo popular que ostenten, tienen que respetar ciertos límites a su capacidad de decisión y actuación. Los políticos catalanes que quieren convertirse en padres de una nueva república a costa de un territorio que no les pertenece en exclusiva, pues forma parte de una realidad política más amplia que es la Nación española, buscan amparo en dos afirmaciones que, a su entender, legitiman su vulneración del orden legal. La primera es que representan al pueblo de Cataluña, y la segunda es que ese pueblo ha manifestado claramente su voluntad de separarse del resto de España porque se sienten catalanes, no españoles, y que esa voluntad democrática no puede ser objetada por ley alguna.

Los supremacistas no se limitan a albergar pudorosamente su sentimiento y su intención de dejar de ser españoles, sino que se apropian de las instituciones de todos

Se trata de dos afirmaciones que pretenden fungir como premisas de una lógica política genuinamente democrática, según la cual ningún ordenamiento jurídico puede oponerse a los sentimientos y la voluntad de un pueblo. Pero, vayamos por partes. Los políticos presos representan a una parte importante de los electores catalanes, no a todos, pero, lo más importante es que esa representación se ha producido de acuerdo con las normas electorales españolas y para un objeto determinado, no para cualquier cosa. Cuando estos señores pretenden suplantar el orden constitucional para establecer una soberanía independiente no solo están saltándose la ley española sino el mandato recibido.

Por otra parte, la afirmación sentimental acerca de la no españolidad de los catalanes (se entiende, de quienes les votan) supone un enorme conjunto de deliberadas confusiones. ¿Qué demonios es exactamente un sentimiento? No es fácil saberlo, pero si hablamos de política, se supone que cualquier sentimiento tiene que expresarse en acciones, tiene que dejar de ser algo privativo e íntimo para convertirse en una conducta pública. Así actúan, de hecho, los supremacistas, no se limitan a albergar pudorosamente su sentimiento y su intención de dejar de ser españoles, extraño propósito que, en ningún caso, se puede conseguir de cualquier manera, sino que se apropian de las instituciones de todos, pretendiendo que sus sentimientos legitimen las acciones en que los convierten. No es difícil advertir la inconsistencia absoluta del argumento, porque de ser válido, se destruiría de plano cualquier ordenamiento jurídico: la pretensión no deja de ser una versión del “la maté porque era mía”.

Si el sentimiento sirviese para convertirse en no español, también debiera servir para apropiarme de algo que me apeteciera tener, o para exigir cualquier gollería. La pregunta que habría que hacer es la siguiente: ¿por qué se refugian en un argumento tan débil? No me refiero, únicamente, a que no tienen otros mejores, sino que lo que interesa es entender por qué razones lo consideran suficientemente válido.

Mi hipótesis es que este argumento sentimental es consecuencia de haber advertido previamente que otras violaciones de la ley vigente, como las normas educativas o las de política lingüística, no han acarreado ninguna sanción ni jurídica ni política, apenas un rechazo desvaído en ciertos sectores de opinión que podían quedar automáticamente descalificados al ser descritos como “españolistas”. Esa observación completaba un círculo de justificaciones del tipo de “por más que los españoles puedan protestar, los catalanes tenemos derecho a imponer normas al margen de la ley vigente”.

Es decir que la irresponsabilidad de los Gobiernos que consintieron las primeras violaciones de la ley común, es la causante de dos procesos de carácter político: el primero que cada vez más catalanes empezasen a creer que nada ni nadie iba a interponerse a la voluntad política de los nacionalistas, el segundo que cualquier “conquista” capaz de hacer trizas la Constitución, la ley y los derechos de las minorías perjudicadas, podría imponerse porque respondía a una demanda imperiosa y supuestamente unánime de la sociedad, y eso bastaba para que se convirtiera en ley.

Si se ha podido imponer una educación que excluyese a la lengua española, aunque la ley protegiese los derechos de los no catalanoparlantes, ¿por qué no dar más pasos en el mismo sentido? ¿qué podría impedir la plena soberanía de los catalanes en cualquier asunto? ¿porqué no una república? ¿es que acaso habría que seguir soportando un esquilme para financiar la holganza de los vagos españoles? Y así sucesivamente. La supuesta voluntad de independencia, el soberanismo teñido con tintes abundantemente supremacistas y violentos, aunque disimulados en lo posible, podía seguir dando pasos firmes, y como el puerto de arribada no acababa de estar claro, lo importante era consolidar el punto de partida, el lugar de no retorno, que el sentimiento de independencia se convirtiese en derecho a decidir y en una separación ejemplarmente pacífica de España.

Invocar el famoso sentimiento para nutrir la democracia al margen de la ley, supone alguna ventaja adicional. En general, se asume, toda la ideología romántica está detrás del caso, que los sentimientos son irreprimibles, y lo son, porque son inevitables: no es algo que escojamos, sino que nos embarga y condiciona, de modo que no hay otro remedio que rendirse. Esa pretensión de inevitabilidad, presta cierta fortaleza, pero supone que cualquier llamada al diálogo, por mucho que se repita a efectos de imagen, es una invocación mentirosa, porque se parte de que los sentimientos no se pueden negociar. El “referéndum sí o sí”, se convertiría en “independencia sí o sí”, es decir que siempre se ha pedido un diálogo que fuese una claudicación constitucional completa. Hora es ya de decir que, aparte de las supuestas habilidades en el alambre de Sánchez, nada hay que hacer al respecto mientras no se abandone una pretensión tan ajena a cualquier política razonable.

La remisión al sentimiento busca convertir a los catalanes en víctimas, a los abusones en abusados, a los poderosos económicamente en dignos de lástima, es decir trata de ponerse al día con esa mentalidad tan extendida que tiende a ver en la fragilidad de la víctima a un sujeto con derecho irrestricto, es a esto a lo que deben referirse cuando tratan de presentar como actual su pretensión absolutamente premoderna de avanzar hacia la desintegración en un mundo que camina claramente en otra dirección.

No hay democracia sin ley, ni puede haber leyes fundadas simplemente en sentimientos, sino en acuerdos explícitos, en negociaciones racionales, en procesos políticos, tantas veces tediosos, pero que se fundan en razones y procedimientos objetivables, nunca en el capricho y menos en el de una sola de las partes implicadas. No hay que esperar ningún milagro que arregle el desaguisado catalán, pero habrá que exigir a quienes nos gobiernen a partir de unos meses que comiencen a restaurar, con calma y con firmeza, el principio de que las leyes han de ser respetadas, por recónditos y sublimes que puedan parecer los sentimientos que nos aconsejarían infringirlas. La sentencia firme después de tanta verborrea puede ser un buen punto de partida para volver a poner los sentimientos en su lugar, y el respeto a la ley donde corresponde.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web