La ciudad alegre y confiada lleva unos cuantos días la mar de entretenida despellejando a una figura muy conocida porque ha decidido hacer algo que podía hacer, que casi nadie quiere hacer, que muchos no podrían hacer y que a casi todo el mundo le parece mal. Es difícil encontrar un objetivo más adecuado para fijar la atención de una opinión pública muy mal conformada, incapaz de centrarse en lo que debiera importarnos a todos y con gran tendencia al chismorreo y a la lapidación, a ejecutar en la plaza pública a quien se atreve a hacer algo que no se debe hacer, a juicio de los más.
El hecho es que la noticia de una gestación subrogada de una famosa actriz ya entrada en años ha servido admirablemente para exhibir el desmedido afán de juzgar, de obligar y prohibir que embarga a gran número de personas y que desempeña una función política bastante precisa, el panem et circenses que tan bien explotaban los emperadores romanos. Esta pasión moralista es lo que da gas a los partidos de izquierda (aunque no solo a ellos) y es muestra de que se ha olvidado por completo la profunda sabiduría de él «no juzguéis y no seréis juzgados».
Estamos ante una consecuencia directa del triunfo de la cultura de masas cuando se alía con la convicción democrática de que las leyes deben depender de nuestra opinión
Estamos ante una consecuencia directa del triunfo de la cultura de masas cuando se alía con la convicción democrática de que las leyes deben depender de nuestra opinión, todo lo cual es razonable, pero deja de serlo cuando lo que se pretende es introducir mandamientos legales en conductas que debieran ser privadas, como todas las que atañen al sexo, la procreación, etc., un venero casi inagotable que están explotando los políticos que pretenden hacerse con la exclusiva sobre las fuentes de la moralidad y dejar la libertad individual en nada. Hay un ideal totalitario detrás de cualquier lapidación, una convicción de que todo lo que no sea obligatoria debiera estar prohibido y no hay más.
Los Estados se han convertido en los auténticos dioses que administran cualquier moralidad con el apoyo implícito de las multitudes. Bien es verdad que algunos buscan un residuo de descontrol en la conducta hipócrita, en hacer nosotros lo que prohibimos hacer al resto. En el caso que nos ocupa se han mezclado en forma caótica tres tipos de creencias, cuyo fondo de provisión moral dista de ser homologable, la que supone que la maternidad natural es la única permisible, la que se fija en que cuando el dinero anda por medio el asunto se convierte siempre en inmoral, y la que pretende que el cuidado de la infancia debiera impedir a una persona, a una mujer en este caso, de edad avanzada tener descendencia. Se trata de motivos respetables que sirven para poner de manifiesto la complejidad del asunto cuando se aborda con seriedad. Lo tremendo es que la censura de esa conducta no ha solido expresar una discrepancia moral sino que exigía, de alguna manera. una sanción pública, una prohibición y un castigo.
La primera suposición es la más razonable, pero no es obvio que dé base suficiente a la prohibición de formas de natalidad diferentes, salvo que se sea un completo misoneísta. La idea de que el dinero todo lo corrompe suele suponer una cierta hipocresía y una ignorancia afectada sobre cómo nos comportamos en realidad, que casi siempre tiene que ver muy poco con las beatíficas doctrinas que decimos venerar. Por último, la atención a la infancia es una preocupación admirable, pero en tiempos de escasísima natalidad, no está claro que pueda servir para suponer que el tipo de madre en cuestión vaya a ser una irresponsable. El fariseísmo no es sólo algo que pasaba en tiempos del nuevo testamento.
En fin, el fondo del asunto es complejo, lo que hace todavía más irritante la sobreabundancia de opiniones apenas sopesadas con las que se ha procedido a lapidar a la insensata que ha exhibido una conducta cuestionable. Sobre ella ha recaído de inmediato la furia inquisitorial de la señora Montero y su séquito que nos han ordenado ver en el asunto un ejemplo palmario de violencia sobre la mujer, un caso que, a su entender, muestra a las claras la oportunidad de un ministerio tan gaseoso como el que trastea.
El significado político de esta distracción moral es claro si se piensa que la atención prestada al polémico natalicio ha impedido que los periódicos puedan prestar sus portadas a hechos tan tremendos como que la contabilidad de 2022 ha mostrado que gastamos cada día 150.000.000 de euros más de lo que recaudamos, incluso siendo el caso de una recaudación récord a base de impuestos sobre gasolinas y energías que se han puesto por las nubes, o que Sánchez haya añadido 400.000 empleados púbicos a la nómina que todos pagamos, sin que nadie haya podido notar el más leve apunte de mejora en los servicios o que, para terminar más de 13.000.00 de personas casi el 28% de los españoles esté en riesgo de pobreza.
A muchos les gusta más el chismorreo que el trabajo con los números y así nos esquilma la Agencia Tributaria sin apenas un leve gemido que, por lo demás, nadie escucharía, porque una buena mayoría vive feliz creyendo que los impuestos los pagan los ricos y que eso no le afecta. Esto pasa, entre otras cosas, porque muchos periodistas raramente se paran a pensar lo que dicen, menos aún a considerar si es en verdad relevante o solo servirá para llamar la atención de quienes la tienen abotargada para las cuestiones públicas. Así pasan cosas increíbles como la que ha ocurrido este mediodía en un Telediario: un corresponsal daba cuenta de que ricos californianos se han apresurado a vender sus mansiones para evitar que les pille un impuesto especial de casi el 10% sobre el precio de venta que llega el 1 de abril: lo asombroso es que citó el caso de dos famosos actores que han vendido mansiones de más de 10.000.000 de dólares a mitad de precio… No se puede saber quién es el tonto, si el actor que pierde el 50% para evitar un impuesto del 10%, o el corresponsal que lo cuenta. Preferimos los cuentos a las cuentas y, así, la deuda que dejaremos a nuestros deudos hará que nos maldigan.
Foto: Christopher Burns.