“Lo que llamas amor fue inventado por tipos como yo. Para vender medias” – Don Draper

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Se trata de Mad Men, la estupenda ficción creada por Matthew Weimar, la pronuncia Don Draper, protagonista de la serie y creativo de la agencia, poco amigo de la sonrisa aunque en los dos últimos capítulos de la séptima temporada, la cosa cambiará. Mad Men es un relato en toda regla, con personajes sólidos, calidad en el guion, y abundante ingenio en sus diálogos, conducido por una cámara que casi siempre está donde debe, empapada en humo, tabaco y alcohol.

Si abandonamos nuestro sofá y su ficción, tropezamos cada día con otros muchos relatos, que a diferencia del anterior, sirven las emociones en una constante obscenidad narrativa. Si hoy queremos reafirmarnos en nuestras verdades, señalar al enemigo, ser muy identitarios y difundir nuestra religión, debemos tener un relato que mueva y conmueva, sobre todo que aglutine a grandes masas y contagie.

La RAE ofrece dos acepciones del término. La primera, “conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho”. Su segundo significado es “narración, cuento”. No en vano, al colocar en Google el término relato, me salen más setenta y dos millones de entradas, donde la primera definición es “cuento o narración de carácter literario, generalmente breve”. No es que nos fiemos demasiado del resultado del buscador, pero es evidente que refleja lo que circula.

Un relato sin dosis de neurociencia no es relato

Si los siglos XVIII, XIX y XX fueron los de la razón, este siglo es el de la neurociencia, en el que lo que no emociona o no existe o no interesa. Proliferan los relatos en la economía, cultura, educación, sociedad, en particular en la política, que se encargan de analizar, descifrar e interpretar los politólogos, esos nuevos chamanes del elixir ideológico. Sus conclusiones y los resultados de las encuestas construyen las corrientes de opinión, que con frecuente facilidad se convierten en axiomas, no científicos sino sociales e ideológicos, siempre aliñados con la suficiente carga emocional.

Escuchar y contar cuentos han sido dos necesidades primarias que han formado parte de la cuna de la humanidad. Hans Magnus Enzensbergerg, uno de los ensayistas con más prestigio en Alemania acierta cuando dice que el más primitivo analfabeto no sabía leer y escribir, pero sabía contar. Todas las culturas tuvieron el deseo de contar sus vidas y sus experiencias, del mismo modo que todas las generaciones tuvieron la necesidad de transmitir su sabiduría a los más jóvenes, no solo para conservar las tradiciones y el idioma, también para enseñarles las normas de convivencia y los valores.

Actualmente el relato es el término de moda en la comunicación política, que se ha reducido a las historias que cada partido cuenta a su electorado apelando a las emociones

Actualmente el relato es el término de moda en la comunicación política, que se ha reducido a las historias que cada partido cuenta a su electorado apelando a las emociones. No es un invento de Iván Redondo, ni de Fernando de Páramo, los tertulianos de la radio, columnistas de los medios o de los venerables politólogos, pues su origen se remonta a los inicios de la humanidad, pero hoy se han vaciado de significado mítico, simbólico y experiencial, y se han llenado de artificio retórico e impacto emocional.

El victimismo funciona muy bien en la narrativa emocional, consigue ser catártico en su propia mentira. Estamos inmersos en el relato de los ERE, donde la prensa exculpa al PSOE, desde su tribuna El País sentencia que su partido se encuentra con la “sentencia más difícil”. Nada dice que perjudique a los trabajadores, ciudadanos, incluso a sus votantes. Pero sí, el partido de los trabajadores pasa por una enorme dificultad ante estos hechos, con graves consecuencias, pero sin autoría ni intención.

La comunicación política que idiotiza e insulta a la inteligencia

Liberato Pérez Marín, de la Fundación UNED, indica que el relato político de hoy “aglutina las estrategias diseñadas en el cuarto trasero de los partidos”, solo es necesario un telón de fondo de la realidad, unos conflictos y unos personajes. El escritor y columnista británico George Monbiot señala en “Salir del naufragio: una nueva política para una época de crisis”, que “el desorden castiga el país causado por fuerzas poderosas y malvadas que actúan contra los intereses de la humanidad. El héroe (persona o grupo), se revuelve contra el desorden, lucha contra estas fuerzas, las vence pese a las dificultades y restaura el orden” (pg 3).

A veces la evidencia, aunque no se reconozca, se confirma. Los políticos de todo el mundo han ido abandonando el discurso racional y el pensamiento analítico y han decidido dirigirse a los votantes con mensajes simples y elementales que sólo transmiten seguridad y emoción. El estudio editado por Steven Pinker, publicado en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), ha analizado más de 33.000 textos de todos los presidentes de Estados Unidos desde finales del siglo XVIII, así como intervenciones en debates, entrevistas, campañas de primarias y discursos.

Dicho de otro modo, cuando un político utiliza preposiciones, conjunciones o adverbios enunciativos como «posiblemente» o «seguramente», o bien frases subordinadas o cautas expresiones como “de este modo”, «por lo visto» o «según parece,” esta exponiendo un discurso racional, que no interesa. Se presenta una sucesión lógica que conduce a unas conclusiones o consecuencias. Lo contrario y frecuente son expresiones como “no es no”, “España va bien” o el «yes we can» de Obama, y la «América real» de Trump.

La construcción actual de los relatos en Occidente, difundidos en los medios y las redes sociales, es un revulsivo que cataliza el sentido de pertenencia e identificación acompañado de consignas emocionales tan auténticas para sus creadores como verdaderas para los que las sienten. Lazos amarillos, colores en las diferentes mareas y banderas de todo tipo ocupan las plazas, balcones y calles.

Quizá por eso el Metro de Santiago se convirtió en el emblema de la vanguardia revolucionaria, fue necesario construir una potente metáfora tal y, como explicaba la politóloga Kathya Araujo, en hora punta el Metro es el lugar donde las personas están obligadas a funcionar como en una guerra contra los otros, donde para subir al vagón hay que pelearse todos contra todos, donde queremos que no nos empujen, pero estamos obligados a empujar. Es la simbología perfecta para dar cuerpo al relato de la desigualdad.

«Es una paradoja del éxito de la democracia que ocurre desde los tiempos de Platón», explica Steven Pinker «Los líderes políticos tienen que dirigirse a un grupo cada vez mayor de votantes y esto no lleva a una mejora de la calidad de su comunicación, sino a una mayor simplicidad y emocionalidad. Y esto no tiene nada que ver con sus habilidades comunicativas, sino a su necesidad de conseguir votos». Es necesario construir ese relato que mueva y conmueva la ilusión colectiva, el uso del “nosotros” como parte del cambio garantiza la víscera social que cataliza las pulsiones de pertenencia e identificación con una causa o un género, la consigna emocional es tan auténtica para sus creadores como verdaderas para los que las sienten como suyas. Lazos amarillos, mareas, banderas de todo tipo.

Asistimos impávidos a un cambio de régimen mediático caracterizado, diseñado en la intensificación del politainment (info-entretenimiento) y del simulacro político. Ya no existe separación entre información y entretenimiento, como tampoco entre lo público de lo privado, ya que ambas producen una espectacularización de la política. El infoentretenimiento es la alcoba emocional. El reality show se ha convertido en el metagénero que recrea la vida política. Es muy cómodo no pensar, para que lo banal llene las noticias. “En todo problema humana hay siempre una solución fácil, clara, plausible… y equivocada” (Henry-Louis Mencken). Como me dijo un forero hace unos meses, aquí en Disidentia: “Quizás la emoción más intensa que puede sentir un hombre sea descubrir “La Verdad”.

Foto: Markus Spiske


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