En Mil Mesetas los autores Deleuze y Guattari llevan a cabo una labor de arqueología de la epistemología en que se ha basado la civilización occidental. Según ellos, nuestra civilización, y su manera de conocer la realidad, se ha basado en lo que llaman un modelo “arborescente de conocer”, basado en el símil del espejo propuesto por Richard Rorty (La filosofía y el espejo de la naturaleza).
Según esta forma de entender el conocimiento, éste funciona como una especie de espejo que refleja la realidad tal cual es. Deleuze y Guattari van más allá y toman la metáfora de Descartes, que ve en la filosofía (el conocimiento en general) una especie de árbol, con sus raíces, tronco, ramas y hojas. Esta metáfora, extraída del mundo natural, apunta hacia la idea del saber como un conjunto de principios jerarquizados, que se tienen que asentar sobre bases sólidas, indubitadas según Descartes.
Se trata de una forma de pensar esencialista, universalizadora. Una forma de pensamiento sedentario, que busca una identidad entre el objeto y el concepto, que busca jerarquías conceptuales y orden en medio de la multiplicidad de lo cambiante. Frente a este modelo de pensar sedentario, Deleuze sostiene la necesidad de optar por un pensamiento basado en la idea del nomadismo que se base en el principio de la diferencia, lo marginal, en el que todo esté en continúa dispersión y cambio. A esta forma de pensar nomadista le corresponde una epistemología rizomática, que busca extirpar raíces, fundamentos, unidades y que privilegia lo múltiple, lo cambiante y lo disperso. Una forma de conocimiento que prima lo divergente y sin centro, lo inestable frente a lo permanente y un lenguaje con una semántica difusa (“desterritorializado según Deleuze”).
En la nueva lógica del Estado de partidos, el representante ya no lo es, ni de sus electores, ni tampoco de la nación: lo es de su partido, gracias al cual forma parte de las listas y cobra un sueldo público
La “nueva política” busca “desterritorializar” los fundamentos y las “esencias” de la política. Dotar al vocabulario político, unívoco en el pensamiento liberal, de una equivocidad constitutiva. Un ejemplo muy claro lo encontramos en la propia evolución de la noción de representación política. Ésta y la democracia no nacieron unidas (en esto tiene razón la “nueva política”), sin embargo confluyen en la única forma viable de democracia moderna; la democracia representativa.
Inicialmente la representación surge en el seno de las órdenes religiosas para hacer posible la elección de sus superiores. La dificultad de desplazarse en la época medieval motivó que se utilizara la figura de la representación jurídico-privada como un mecanismo para apoderar a unos religiosos que pudieran actuar por nombre y por cuenta de otros en la elección de los capítulos religiosos. De ahí la representación pasó a utilizarse en las asambleas estamentales medievales, donde los representantes del clero, la nobleza y las ciudades recibían instrucciones precisas, por parte de sus electores, sobre el sentido del voto que debían emitir. La democracia, por el contrario, nació vinculada a la idea de la máxima identidad entre gobernantes y gobernados, a través de lo que hoy llamamos democracia directa.
La heterogeneidad de intereses en las sociedades modernas sirve de asidero para considerar que la democracia sólo es viable a través de la representación. El término representación significa hacer presente lo que está ausente, implica una relación entre representantes y representados, de ahí que la determinación de los vínculos que unen a ambos, así como el contenido de la relación, sean aspectos centrales de la teoría de la representación.
Pitkin en una su obra El concepto de representación política distingue varios sentidos del término “representación política”. Fundamentalmente la representación apunta a la idea de la transferencia de autoridad de los representados hacia los representantes. Este es el concepto de representación que maneja, por ejemplo, Hobbes en su obra El Leviathan o los organicistas. En virtud de esta forma de entender la representación, el representado cede sus derechos al representante de forma que las actuaciones del representante vinculan al representado como si las hubiera hecho él mismo.
Esta es una forma autoritaria de entender la representación que encaja en la noción del poder fuerte y soberano que reclamaba Hobbes para acabar con el cruento estado de naturaleza en que se apoya su teoría del estado. Esta forma de entender la representación es la que perdura en el liberalismo. En la línea apuntada por Burke, el representante liberal lo es de toda la nación, no de aquellos electores que lo han elegido necesariamente. Esta forma ingenua de entender la representación tenía sentido en un parlamentarismo incipiente, donde los partidos políticos no se habían formado, burocratizado, ni habían secuestrado la lógica política del parlamentarismo.
En la nueva lógica del Estado de partidos, el representante ya no lo es, ni de sus electores, ni tampoco de la nación: lo es de su partido, gracias al cual forma parte de las listas y cobra un sueldo público. Es un concejal “lego”, no en el sentido de ignorante, aunque en muchos casos también, sino en el sentido de que se parece al célebre juego infantil de piezas que permiten articular las más ingeniosas figuras según los deseos del “constructor” del juguete. Los representantes posmodernos están para votar mociones, hacerse fotos, firmar compromisos cívicos que van a incumplir y, sobre todo, para cabalgar en medio de múltiples contradicciones.
La política rizomática entiende más de discursos que de compromisos, de estrategias que de principios, de palabras que de ideas. La política rizomática puede ser machista, practicando el culto al líder varón heterosexual, y al mismo tiempo dirigir su acción política hacia multitud de grupos sociales, colectivos agraviados (o supuestamente agraviados) o abrazar el feminismo más radical, pues la lógica clásica, que se basa en el principio del tercero excluso, o esto o aquello pero no las dos cosas al mismo tiempo, es una forma de fascismo racionalista, de lógica neoliberal, que limita la racionalidad al razonamiento puramente discursivo, marginando otras formas de entender la racionalidad.
Sólo desde esta forma de pensar “desterritorializada”, en palabras de Deleuze, cabe entender las contradicciones incensantes de la política posmoderna, que ejemplifican aquellos partidos que se sitúan en las coordenadas de lo que se llama nueva izquierda.
Tampoco hay contradicción alguna en que un país como España, uno de los más avanzados en lo relativo a la proscripción de la discriminación de género, se organice una huelga desde las instancias de poder, al estilo de las huelgas maoístas, para mostrar un rechazo contra una supuesta discriminación generalizada hacia las personas de sexo femenino. Tampoco que una ministra, que además es profesora de Derecho constitucional, afirme que en el derecho español no se reconoce la igualdad de género (obviando el famoso artículo 14 de la constitución española), pues al fin y al cabo la política posmoderna es rizomática y no arbórea.
Foto: FSA-PSOE