En las sociedades democráticas, una vez que se ha admitido el principio de la soberanía popular, el gobierno es inseparable de la opinión y, por tanto, de la contienda política que se establece entre los distintos grupos sociales y sus diversas formas de comprender los conflictos. Esta ligazón de los gobiernos con la opinión, que en cierto modo es inevitable, no es nunca una garantía de éxito ni de acierto, porque los climas políticos son muy sensibles frente a las alteraciones de todo tipo que aparecen a cada poco en unas sociedades, como las de ahora mismo, sometidas a fuertes tensiones culturales, financieras, económicas y tecnológicas.

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Ello provoca la paradoja de que un gobierno que es elegido conforme a las promesas hechas sobre la manera de abordar y tratar de resolver los problemas que afectan a los ciudadanos suelen ver alterados sus planes iniciales, en el caso no tan habitual de tenerlos, por las convulsiones que experimenta la opinión pública, que son muy graves cuando sus causas afectan de lleno a la vida personal, como siempre sucede con las epidemias y con las guerras.

En realidad, la tarea de un gobierno se debería reducir a tratar de llevar la nave del Estado a buen puerto, a mantenerla a flote y, a ser posible, mejorando su seguridad y su confortabilidad. Por el contrario, lo que suele suceder, en realidad, es que los gobiernos empiezan a preocuparse demasiado pronto no de los problemas de los ciudadanos, sino de las dificultades que pueden llegar a experimentar si se atienen a un buen diagnóstico y a unas terapias coherentes, es decir que pronto empiezan a poner su propia estabilidad y subsistencia en primer plano. Una manera irónica y optimista de verlo es la sentencia que se atribuye a Jen Claude Juncker, “los gobiernos suelen saber lo que hay que hacer, lo que no saben es la manera de hacerlo sin perder las elecciones”.  Esta realidad tan cruda es la que ha traído a primer plano la monserga de los relatos y la subsecuente de las supuestas campañas de desinformación que se suponen bien diseñadas y mejor ejecutadas por los enemigos políticos del gobierno. Cuando los gobiernos se sitúan en este escenario, cualquier atisbo de lo que podamos entender como realidad acaba desapareciendo, se reduce a un confuso rumor, incluso cuando las situaciones vividas puedan ser tan crudas como la que ahora mismo experimentamos.

Estamos por completo en manos de políticos que nos cuentan historias, que quieren reducir su acción a sentimentalismos, utopías y control de las conciencias levantiscas

Si se pregunta a los funcionarios de la presidencia del gobierno cuál es el clima que se vive en estos momentos en torno al líder, la respuesta es que hay una intensísima actividad política, mientras que se esperaría oír algo como esto “el presidente y sus colaboradores no quieren ni oír una palabra de política, porque están entregados a la solución de la pandemia”. La primera consecuencia de todo ello es que el gobierno se ha empeñado a fondo en estrategias de comunicación que no han conseguido desdibujar los perfiles de un fracaso tan notorio y que nos afecta y perjudica a todos.

En España se ha producido un intenso contraste entre la disciplinada actitud de la población frente a la pandemia y la sensación de nerviosismo e improvisación de una buena mayoría de las decisiones del gobierno, sin duda preocupado por la mortalidad de COVID-19, pero muy desconcertado por tener que enfrentarse a una situación por completo ajena a sus planes, algo que ha podido influir en la resistencia a reconocer la magnitud de la amenaza y en su tardanza en afrontarla. Ignacio Varela lo ha comentado de manera muy elocuente en su reciente columna, “cuando hay problemas graves, lo habitual es que la sociedad se altere y descomponga, y que el Gobierno ponga orden y marque un rumbo. Aquí sucede lo contrario”. La mala política, los relatos frente a los conflictos, las carencias y los dramas, está impidiendo no ya el buen gobierno, sino un gobierno llevadero que no agrave con su impericia y sus desaciertos una situación tan dolorosa.

Cuando los planes se vienen abajo, los gobiernos tratan desesperadamente de controlar la situación, pero cuando el daño es muy grave, como sucede ahora mismo, los llamados planes pueden acabar siendo auténticos palos de ciego, el puro desgobierno. Sánchez ha pasado de negar de forma imprudente una amenaza muy grave, a tratar de combatirla a cañonazos, y con ello ha creado una situación en verdad difícil que precisa de una salida pronta y ordenada, pero, conforme al dicho norteamericano, volver a meter la pasta de dientes en el tubo es mucho más difícil que sacarla. El segundo error importante que ha cometido el gobierno ha sido el de no saber pedir la ayuda en la gestión política de la crisis al resto de fuerzas políticas, con lo que podría haber evitado una parte de las críticas que se le hacen, pero se ha dejado llevar de un orgullo difícil de comprender y sigue insistiendo en que le dejen solo a la hora de decidir, como acaba de proclamar el ministro de sanidad reclamando todo el poder para definir la forma de escalar el cese de un confinamiento que está siendo el más duro, radical y absurdamente minucioso de Europa.

La gestión de los datos ha sido desesperante, pero ahí no encuentro especial responsabilidad de este gobierno, porque es consecuencia de la mala calidad de nuestros sistemas públicos de previsión y de gestión de la información, abundantes pero caóticos, y de la ridícula manera de articular el funcionamiento de las distintas administraciones que, ante una crisis tan grave ha quedado expuesta a la rechifla general, un mal que habrá que corregir muy a fondo para que episodios venideros y harto previsibles no nos vuelvan a dejar en ridículo.

Cuando Felipe González resumió días antes de las elecciones de 1982 su propósito político lo hizo con tres palabras muy simples, “que España funcione”. Casi cuarenta años después, lo grave sería que no cayésemos en la cuenta de que casi no tenemos gobierno, pero estamos por completo en manos de políticos que nos cuentan historias, que quieren reducir su acción a sentimentalismos, utopías y control de las conciencias levantiscas. Debiéramos proponernos no consentirlo por más tiempo, y no es tan difícil imponerlo, pero hay que empezar muy desde abajo porque el mal de confundir la buena política con la pura propaganda se ha hecho endémico.

 

Foto: Pool Moncloa / Borja Puig de la Bellacasa

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web