Desde muy antiguo conocemos valoraciones sociales acerca de la posesión de riquezas, asunto que los escolásticos españoles, verdaderos fundadores de la ciencia económica, trataron y resolvieron magistralmente. Manejaron para ello dos categorías de justicia económica: conmutativa y distributiva.

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La primera se resume en los intercambios del libre mercado: en él, se llevan a cabo por un “precio justo”, entendiendo por tal el que está dispuesto a aceptar un vendedor y pagar un comprador en ausencia de coacción o fraude. Nada más justo que esta conmutación, ya que el vendedor cede libremente su bien porque estima que vale menos de lo que cobra por él, y, al mismo tiempo, el comprador asume que el bien recibido vale más que lo que paga por él. Siendo libres las transacciones (conmutación de bienes y/o dinero) la justicia económica siempre está implícita en ellas.

Producida la natural distribución de riqueza que resulta de los libres intercambios, surge otro concepto de justicia, en este caso distributiva, que viene a cuestionar los resultados a posteriori de la justicia conmutativa.

El Estado mediante impuestos crecientes ha aumentado su dimensión económica hasta extremos  cada vez menos soportables

Para F. Hayek, “la libre elección de la ocupación de cada uno es irreconciliable con la justicia distributiva”. La justicia distributiva, que no consiste en otra cosa que “quitar a unos para darlo a otros”, plantea muchos problemas de asunción y ejecución, ya que toda redistribución requiere una previa confiscación. Solo el Estado y siempre desde una óptica estrictamente legítima y legal dentro de un marco de Estado de Derecho, puede expropiar a unos para beneficiar a otros. En una sociedad avanzada y mínimamente próspera, es razonable que el Estado vele por las condiciones de vida de quienes no puedan valerse por sí mismos, amén de prestar determinados servicios públicos. La financiación de sus costes toma la forma de impuestos, que típicamente afectan más a quienes más ingresos tienen.

Mientras que la sociedad civil es la sede de la justicia conmutativa, el Estado ha ido adueñándose de la justicia distributiva como excusa moral para su incontrolada expansión.

La expansión del Estado presenta dos frentes: el regulatorio y el económico. Mediante la legislación, cada vez más prolífica, limita el quehacer ciudadano y sobre todo la función empresarial, restando espacio a la sociedad civil y por tanto a su creatividad que es la base del progreso de las naciones. En el ámbito económico, mientras que la creación de riqueza es una función exclusiva de la sociedad a través de la función empresarial, el Estado mediante impuestos crecientes ha aumentado su dimensión económica hasta extremos  cada vez menos soportables: los españoles trabajamos medio año para Hacienda y el gasto público ha crecido más que en cualquier otro país en las últimas décadas.

Es evidente, tanto desde el sentido común como a la luz de la doctrina económica, que el crecimiento de la dimensión económica del Estado resta dinamismo a la economía y por tanto restringe el crecimiento económico y del empleo, pero además genera incentivos muy perversos tanto económicos como morales para el porvenir.

En el ámbito puramente económico está ampliamente comprobado que la gestión pública de los recursos es menos eficiente que la privada; por tanto cuanto mayor es aquella peor es el resultado de la gestión. Como consecuencia de esto y habida cuenta de que la dimensión del Estado es tan grande y adiposa que poco más puede crecer, el desafío de los países con “más Estado” es mejorar su eficiencia (perdiendo grasa y ganando músculo) responsabilizando a la sociedad civil de muchas de sus actuales funciones.

La más grave secuela de la expansión del Estado es de orden moral: crea cada vez más dependencia social y desanima a la gente a buscarse la vida por si misma

Sin embargo, después de todo lo dicho, la más grave secuela de la expansión del Estado es de orden moral: crea cada vez más dependencia social y desanima a la gente a buscarse la vida por si misma. Frente a la libertad y responsabilidad individual propias de las sociedades más sanas y maduras, el Estado cultiva la dependencia de cada vez más ciudadanos de sus subvenciones y ayudas paternalistas. Por otra parte en los estados expandidos las élites extractivas y el capitalismo de amiguetes proliferan y viven a  sus anchas. Además debe añadirse que la siniestra lacra de la corrupción está directamente relacionada con el tamaño del Estado y la irresponsable administración de sus recursos.

La exageración de la dimensión del Estado ha llegado tan lejos que ha desbordado por completo su propio horizonte temporal hasta alcanzar un territorio paranoico: el delirio de grandeza de crecer a costa de los que todavía no pueden votar o ni siquiera han nacido, tal es la deuda acumulada que cosecha y que resulta impagable por las generaciones actuales a las que supuestamente beneficia.

Aunque nos parezcan países lejanos en el espacio y la cultura política, Grecia y Venezuela representan dos tristes y lamentables ejemplos de expansiones estatales.

En el extremo opuesto residen las naciones más prósperas de la tierra, aquellas en las que las libertades civiles están mas vigentes y los estados menos expandidos. La actual Suecia, después de superar no hace mucho una gravísima crisis de expansión de su Estado y haber aprendido la dura lección, mantuvo su nivel de endeudamiento, ahora moderado, durante el periodo 2007-2014 mientras la “alegre” España lo duplicaba. Y aún quieren llevarlo mas lejos.

Foto: Ian Espinosa


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