En muchas cosas se parecen populismo y nacionalismo, hasta el punto de que no son pocos los teóricos que los consideran dos poderosas ramas de un mismo tronco: así, en la apelación a los sentimientos sobre la razón, en los llamamientos a una movilización del pueblo que desborde los cauces establecidos o en el uso de una retórica agresiva y primaria, pero sumamente eficaz. Un rasgo fundamental de esta última es su carácter maniqueo: o estás a mi lado (y suscribes todos mis postulados) o estás contra mí (enemigo del pueblo, opresor, explotador).

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En España, los llamados nacionalismos periféricos o alternativos, en especial catalán y vasco, han usado y abusado de esa retórica hasta la extenuación. En el mejor de los casos, nos perdonaban nuestra ignorancia: “vosotros –o sea, quienes no somos vascos o catalanes- no nos podéis comprender”. Todavía hoy en día un ministro o un interlocutor del Estado para dichas autonomías tiene que ser originario de ellas para que se le reconozca cierta legitimidad. Los demás, como he dicho, ignorantes o… españoles, es decir, españolistas.

El nacionalista, en última instancia, cuando agota el repertorio sentimental, se percata de que la mejor defensa es un buen ataque

Reconozcamos una cosa: en las controversias teóricas, el nacionalista suele ser más hábil en defensa de sus puntos de vista e intereses que su contrincante. A este le paraliza un cierto pudor intelectual (busca la ecuanimidad o al menos superar la subjetividad manifiesta) mientras que para aquel, en la onda maquiavélica, los métodos o argumentos quedan supeditados al fin supremo. El nacionalista, en última instancia, cuando agota el repertorio sentimental, se percata de que la mejor defensa es un buen ataque: toda oposición a sus aspiraciones nacionalistas, arguye, se hace necesariamente en nombre de otro nacionalismo. Quiera o no reconocerse, todos somos nacionalistas.

Al convertirlo en un absoluto (todos los seres humanos son por definición nacionalistas), se produce una paradoja interesante, que podríamos denominar su relativización. Ser nacionalista deja de ser una opción trascendente, puesto que todo el mundo lo es. Las diferencias se diluyen pues no se trata de ser nacionalista o no, sino elegir el nacionalismo que más nos plazca o cuadre a nuestros intereses.

La trampa es que de este modo el nacionalista desplaza la indagación sobre lo sustantivo, el nacionalismo, a la discusión sobre lo adjetivo, si es mejor ser nacionalista español, catalán o vasco. Es fácil reconocer que en este marco el nacionalista militante se mueve como pez en el agua. Y en última instancia su opción es un mero ejercicio de libertad. ¿Quién se la puede negar?

Desde hace algún tiempo, los estudios académicos e investigaciones universitarias en España vienen desmenuzando los nacionalismos peninsulares desde múltiples perspectivas. En esas coordenadas se ha producido la recepción de teóricos extranjeros, como Michael Billig, autor de Banal Nationalism (1995), traducida primero al catalán (2006) y luego al castellano (2014). Aunque en las controversias políticas al uso, suelen minusvalorarse las aportaciones de esta índole, lo cierto es que la formulación de Billig, luego retomada y aplicada por varios profesores españoles, constituye uno de los más sólidos fundamentos para el desarrollo y consolidación de la antedicha perspectiva de universalización del nacionalismo.

Aplicando la tesis de Billig, se diagnostica como nacionalismo banal el uso cotidiano o festivo de cualquier símbolo colectivo

Nacionalismo banal es una acuñación imprecisa y hasta equívoca por múltiples motivos, pero ello no ha sido óbice para que haya tenido un incuestionable éxito en múltiples sectores. La razón es precisamente esa ambigüedad que hace versátil su aplicación: una discrecionalidad rayana en la arbitrariedad. Dicho sin ambages, se presta bien a ser utilizada –y de hecho lo ha sido desde el primer momento- como arma de combate a favor de las tesis nacionalistas. Aplicando la tesis de Billig, se diagnostica como nacionalismo banal el uso cotidiano o festivo de cualquier símbolo colectivo (es decir, nacional) pues dicho uso sería, según este criterio, expresión nacionalista. Por citar un caso banal, sería nacionalista pintarse la cara de rojo y amarillo, como hacen muchos aficionados, para animar a la selección española de fútbol.

Billig es un psicólogo social británico, dato importante para entender su perspectiva y las coordenadas de aplicación de su teoría. La detección de ese supuesto nacionalismo banal se sitúa en sociedades asentadas que no viven conflictos, amenazas y convulsiones identitarias. El nacionalismo banal no es nacionalismo consciente o militante: el problema está en saber donde acaba uno y empieza el otro.

Para Billig nacionalismo banal es la vivencia cotidiana –banal, aunque mejor sería decir trivial- de la cultura nacional: el reconocimiento colectivo en unos hábitos, ritos, actitudes, costumbres y aspiraciones. Para Billig, el Estado, que es el promotor de ese proceso, nacionaliza la sociedad de un modo falsamente natural. Por eso se trata de un nacionalismo inconsciente o, cuanto menos, un nacionalismo que no se reconoce como tal.

Los Estados más exitosos en la edad contemporánea han sido los que han logrado establecer una sólida cultura nacional

El problema de la hipótesis de Billig no es que describa realidades imaginarias –es innegable la existencia de culturas nacionales que se manifiestan en innumerables signos y símbolos que cohesionan la sociedad- sino que las interpreta de modo tendencioso o sesgado. Los historiadores y otros científicos sociales han demostrado que -¡por supuesto!- los Estados promueven la nacionalización de los grupos humanos y territorios que administran.

No es extraño que los Estados más exitosos en la edad contemporánea hayan sido los que han logrado establecer una sólida cultura nacional. Al reconocerse en dicha cultura –en su más amplio sentido- los individuos se sienten parte integrante de una colectividad, de manera que se conforma una identidad nacional. El problema de Billig y su nacionalismo banal es que convierten tanto la nacionalización como la cultura y la identidad nacionales en expresiones nacionalistas.

Así las cosas, ¿se puede catalogar como nacionalista una cultura –o cualquier otra actitud colectiva- si todas lo son? O, mejor dicho, si cualquier expresión comunitaria es en el fondo nacionalista, ¿qué sentido tiene el término, a quién distingue o define? No nos engañemos, esos dilemas no les importan lo más mínimo a los defensores del nacionalismo banal. El objetivo es blindar el nacionalismo militante proyectando como una luz en los ojos del adversario. Además, la argumentación, todo lo tosca que se quiera, tiene la virtud de ramificarse ad libitum. De este modo, por ejemplo, los valores cívicos se deconstruyen desde una óptica nacionalista: el patriotismo no sería más que la forma de calificar el nacionalismo propio.

Las consecuencias de esas premisas saltan a la vista: del mismo modo que el español defiende su nación, el catalán, que se reconoce sin rubor nacionalista, defiende la suya

El actual conflicto catalán pone de relieve la mendacidad de ese planteamiento. Para los nacionalistas catalanes se trata de una opresión secular, la de España –o, mejor dicho, el Estado español, una entidad artificial- contra Cataluña, que sería la comunidad natural. Según lo antes expuesto, el catalán es per se catalanista, o sea, nacionalista catalán, del mismo modo que el antes empleado calificativo de español sería en puridad españolismo o nacionalismo español. Las consecuencias de esas premisas saltan a la vista: del mismo modo que el español (o sea, nacionalista español, quiera o no aceptarlo) defiende su nación, el catalán, que se reconoce sin rubor nacionalista, defiende la suya. En suma, una cuestión de legitimidad, justicia y libertad: de ahí el volem decidir.

Desde la perspectiva nacionalista, si se deja decidir al pueblo, el resultado está cantado. Empezábamos, no por casualidad, comparando nacionalismo y populismo: ambos remiten al pueblo desde un prisma que recuerda la “voluntad general” de Rousseau. Si todos somos nacionalistas, se trataría tan solo de ser conciente de ello y asumir las consecuencias: una comunidad nacional aspira a su autogobierno, es decir, su propio Estado independiente y soberano.

Pero, ¿cómo es entonces posible que haya catalanes contrarios al nacionalismo? ¡Muy sencillo! No son verdaderamente catalanes, aunque tengan sangre catalana desde varias generaciones. Algunos, no obstante, pueden ser recuperables: de ahí la importancia de la educación (es decir, el adoctrinamiento). Otros no tendrían remedio porque en el fondo son españolistas infiltrados: ¡que se vayan! O si no, que vivan como los alemanes en Mallorca. Al fin y al cabo, no estamos en los Balcanes, nadie propugna la limpieza étnica. Con la suavidad de un puño de hierro en guante de seda, el planteamiento teórico del nacionalismo banal conduce inexorablemente a legitimar un proyecto político excluyente y totalitario.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).